La Real Academia Española
resplandece, inmaculada, reluciente de
puro limpia: los entarimados y los pisos
de mármol, los cuadros y los tapices,
los zócalos de madera, las butacas
del salón de actos, las mesas y
las vitrinas de la biblioteca, la alfombra
de la escalera principal, tan mullida
que impresiona... La Academia no sé
si limpia, fija y da esplendor,
pero desde luego todo en ella luce esplendoroso
y brilla de pulcritud.
Visité la Real Academia de la
lengua hace unas semanas, invitado por
dos buenos amigos que trabajan allí,
y una de las cosas que más me llamaron
la atención fue lo impoluto y bien
cuidado que se veía todo. Habrá
a quienes éste les parezca un comentario
irrelevante o trivial. No lo es, en mi
opinión. Parece que la Academia
ha dispuesto en los últimos años
de recursos acrecentados, que le han permitido
remozar y mejorar sus instalaciones (con
muy buenos resultados, según lo
que yo pude ver). Pero el mantenimiento
diligente y esmerado de un edificio no
es siempre un mero reflejo de la abundancia
del dinero con que se cuenta para atenderlo,
sino que resulta, en muchas ocasiones,
un signo claro de buena gestión
de la institución que lo ocupa.
En nuestro recorrido por el caserón
de la calle de Felipe IV, lo primero que
nos mostraron fue el gran salón
de actos donde se celebran las ceremonias
de toma de posesión de los académicos.
Todo allí, tan en orden y lustroso,
parecía dispuesto para una inminente
celebración de ese tipo. Tan sólo
un detalle desmentía la colocación
armónica y aun simétrica
de la estancia: el retrato de Cervantes
de la pared del fondo, tras la mesa presidencial,
estaba un poco inclinado. Siempre
que se limpia esta sala, se descoloca
el cuadro, nos contaron.
¿Un gesto de disconformidad irónica
y discreta de Cervantes hacia el solemne
escenario, el buen orden académico
o el personaje del retrato que cuelga
de la misma pared, encima del suyo (el
rey Felipe V, creador de la Academia)?
El hecho, en cualquier caso, dicen que
ofrece motivo de pugna bienhumorada a
los académicos Luis María
Anson y Juan Luis Cebrián cada
vez que asisten a la toma de posesión
de un compañero: ¿se tuerce
el cuadro más veces hacia la izquierda
o hacia la derecha? Para zanjar la cuestión,
han elaborado la teoría de que
el sentido de la inclinación no
es casual, sino que tiene un significado
preciso: si el académico electo
es de derechas, los responsables del mantenimiento
de la Academia, buscando una especie de
compensación, inclinan el cuadro
hacia la izquierda, y viceversa.
Después de visitar la biblioteca
general y la de Rodríguez Moñino,
donde reinaban, como en el resto del edificio,
silencio y pulcritud, accedimos al sanctasanctórum
de la casa: la sala donde se celebran
las sesiones plenarias de los jueves,
en las que se decide la incorporación
al diccionario de nuevas voces y acepciones.
En ella, una enorme lámpara fantástica
de múltiples brazos y luces cubre
casi por completo la gran mesa ovalada
central. Esto me recuerda siempre
a la sala de mandos del Nautilus,
dijo uno de mis amigos, y es verdad que
hay allí algo del ambiente submarino
de los gabinetes de estudio y lectura
del siglo diecinueve.
Vimos luego las dependencias informáticas,
y atendimos a las explicaciones sobre
algunos de los proyectos tecnológicos
en curso, entre ellos la versión
electrónica de la última
edición del DRAE y el desarrollo
de un programa para la redacción
de diccionarios. Del cuarto de máquinas,
que alberga los ordenadores centrales
de la Academia, pasamos sin apenas solución
de continuidad al que sigue siendo su
auténtico núcleo: el fichero
que recoge en sus cerca de 35.000 cajetines,
dispuestos en varias habitaciones, la
memoria léxica de la corporación.
Es muy difícil estar en otro lugar
en el que, como aquí, uno perciba
tal condensación de historia, de
información y, por qué no,
de saber.
Mi mañana en la Real Academia,
densa de sugerencias y enseñanzas,
me hizo reflexionar sobre el gran esfuerzo
de modernización que ha realizado
esta institución en los últimos
años y sobre las críticas
y acusaciones que con tanta frecuencia
se vierten contra ella. Tratándose
de una entidad de tanta relevancia cultural,
es lógico y deseable un grado de
exigencia elevado. A la Academia se la
criticará siempre, pero no es razonable
que, cuando no haga, se la critique por
no hacer; y cuando haga, por hacer, o
por hacer así y no asá,
por hacer en colaboración con unos
y no con otros, por hacer ahora y no haber
hecho antes o no haber dejado de hacer
para otro momento... Y es que muchas de
las críticas que se le dirigen
lo de menos es su grado de tino
o desacierto- parecen provenir más
de la inquina que algunos sienten, diríase
que de manera irreprimible, hacia la Academia
(o quizá hacia todo organismo oficial,
preferiblemente si es emblemático
en su sector), que de un legítimo
propósito de análisis, indagación
o esclarecimiento de la verdad.
Cegados por su furor antiacadémico
que lejos de constituir una gala
intelectual de la que enorgullecerse,
a veces puede resultar tan dañino
como el furor purista o academicista-,
algunos críticos no quieren reconocer
las innegables mejoras y avances que se
han producido en la Academia en los últimos
años. Las silencian y hasta las
desprecian sin más consideración,
como cosa de poca monta y mérito
dudoso o desdeñable. Son actitudes
que en no pocos casos se sustentan en
una enmarañada base de prejuicios,
desinformación y mixtificaciones...
En mi opinión, basta visitar la
página en Internet de la RAE para
apreciar el esfuerzo realizado y conocer
algunos de sus frutos, que se cuentan
como otros tantos servicios a la comunidad
de los hispanohablantes y de los interesados
por el español: el diccionario,
claro, pero también el Nuevo
Tesoro Lexicográfico, la
ortografía, el incipiente repertorio
de dudas, el servicio de consultas lexicográficas,
el sistema de conjugación verbal,
los corpus lingüísticos...
Ahora bien, constatar esos logros no significa
renunciar a valorarlos con precisión,
para descubrir tal vez, en algunos casos,
errores o defectos de mayor o menor alcance
y gravedad (un buen ejemplo de ello lo
dio hace unos meses Álex Grijelmo,
con su agudo análisis de la última
edición del DRAE, en el que le
formulaba una acusación radical
y no poco preocupante: la de no tener
ningún criterio [1].
Por cierto, ante el calado de esa imputación,
¿no habría debido responder
a ella, por escrito y con detalle, el
director de la Academia?).
Pero dejando a un lado resultados y deficiencias
específicas, pueden apuntarse otros
logros y problemas de la Real Academia
más genéricos pero no menos
importantes. Entre los segundos, hay uno
que se deriva de una confusión
intrínseca a la condición
de académico: quien la obtiene,
recibe al mismo tiempo un nombramiento
-es decir, una encomienda, una responsabilidad-
y una distinción honorífica.
La elección no sólo premia
y distingue, también obliga...
Y tal vez sería bueno que hiciera
sólo una de esas cosas, no las
dos. Que la elección de alguien
como académico, todo lo honrosa
y dignificante que fuera, supusiera nada
más que su designación para
la tarea de contribuir al desarrollo de
los trabajos de la Academia. Porque para
premiar o reconocer oficialmente los méritos
en el campo de las letras o la cultura
en general, hay ya muchas opciones distintas,
y nunca faltarán imaginativos gestores
que vayan inventando otras nuevas, en
lo que ellos creerán trascendentes
ejercicios de alta política cultural...
Tal vez de esa manera podría reducirse
la heterogeneidad esencial de los miembros
de la Academia (donde conviven lingüistas
y filólogos con poetas y novelistas
de éxito (¡?) y profesionales
de sectores variopintos: médicos,
militares, ingenieros...) y se ganaría
en eficacia y rigor. Aunque es verdad
que para alcanzar esas cualidades no bastaría
esta reforma, sino que harían falta
además medidas de otro tipo.
(Por cierto, ¿no resultan enternecedoras
las declaraciones de quienes, sin noción
alguna de lingüística y a
veces sin destacar ni mucho ni poco en
el conocimiento o el manejo del idioma,
resultan agraciados con el premio de ser
elegidos como académicos? Honrados
por la distinción, se confiesan
todos ignorantes de cuál podrá
ser a partir de entonces su aportación
a la Academia, y manifiestan su firme
intención de poner todo su empeño
en aplicarse con humilde constancia (pausa)
a la que prevén será su
principal actividad académica,
por la que no dejan de declararse muy
(pero
que muy) ilusionados: no perderse
ni una sola de las reuniones plenarias
de los jueves, con el fin de... aprender).
Otro punto débil de la Academia,
que, como el anterior, suele ofrecer motivo
para su descrédito y su cuestionamiento,
es el hecho de que sea una institución
española, con sede en España,
la que se quiere centro rector de un idioma
cuyos hablantes son americanos en una
proporción de 9 a 1. ¿Es
lógico esperar que los hispanohablantes
de América acepten esa pretensión?
Si la principal misión de la Academia
en la actualidad, más allá
de su famoso lema original, es la de trabajar
en pro de la unidad idiomática,
según han declarado en repetidas
ocasiones Lázaro Carreter y García
de la Concha, ¿cómo se puede
cumplir esa misión desde España?
Para ello, no puede bastar -aunque sin
duda es imprescindible- que la Real Academia
Española se americanice,
adquiriendo plena conciencia del carácter
eminentemente americano del español
y traduciendo en hechos esa conciencia.
Hay quienes hablan incluso de la necesidad
de crear un nuevo organismo, un gran Instituto
de la lengua de carácter panhispánico,
pero la respuesta más realista
puede que se encuentre en la cooperación.
El cauce existe y ha dado ya resultados
importantes, pero tal vez habría
que impulsarlo y darle más protagonismo.
Me refiero, claro, a la asociación
de Academias del español, con su
comisión permanente y sus mecanismos
para el desarrollo de proyectos conjuntos,
como las últimas ediciones de la
ortografía y del diccionario (en
el que destaca la incorporación
de miles de americanismos [2]).
Ahora bien, las iniciativas de cooperación
requieren, de todos los que participan
en ellas, dos comportamientos básicos:
ceder y aportar. En el primero tal vez
tenga la Academia española una
gran asignatura pendiente, y respecto
al segundo, supongo que otras muchas Academias
deberán ganar en solidez, en capacidad
de acción, en eficacia, para asumir
su responsabilidad de contribuir plenamente
al trabajo cooperativo, aunque parezca
inevitable que en proyectos de colaboración
multinacional los países con más
recursos sean los que tiren del carro...
Hace unas semanas visité la Real
Academia. Aquella mañana vi una
casa aseada y silenciosa, decorada con
un buen gusto impecable y en perfecto
orden, y habitada por un silencio fértil
y laborioso, poblado de palabras. Silencio
y pulcritud. Me parecieron buenas condiciones
para el trabajo, la memoria y el diálogo
de la lengua.
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