Está
con nosotros uno de los más importantes
periodistas en lengua española,
que además es novelista: Mario
Vargas Llosa. Así se refirió
Juan Cruz al gran escritor en el acto
de presentación de la nueva edición
del Libro
de estilo del diario El
País, que tuvo lugar el
domingo pasado en Madrid, en la Feria
del Libro del Retiro.
Acompañaban a Vargas Llosa el
director de El
País, Jesús Ceberio,
y dos de los autores del Libro
de estilo, la filóloga Clara
Lázaro y el periodista Álex
Grijelmo. Sobre la mesa, de pie ante cada
uno de los micrófonos, mostraban
su tapa al público otros tantos
ejemplares de la obra presentada: un auténtico
mamotreto así
la llamó Juan Cruz- de casi setecientas
páginas. Desde mi asiento en el
patio de butacas, me pareció que
la visión de la atractiva ilustración
de cubierta del libro (una hilera compacta
de afilados lápices de colores)
quedaba afeada por la de los vasos de
cartón de cocacola, dispuestos
allí para los ponentes.
El Libro
de estilo, dijo Grijelmo en su
primera intervención, es como la
Constitución de un periódico.
Incluye normas éticas y profesionales,
y también lingüísticas,
pero éstas no deben confundirse
con una gramática ni con un diccionario:
se trata de normas de estilo, es decir,
de la elección de determinadas
palabras u opciones entre las varias posibles
en cada caso. Luego, para ilustrar los
cambios y rectificaciones que en cada
edición de esta obra se han ido
realizando, el periodista contó
que al principio el Libro
establecía la obligación
de escribir las horas con números,
a la manera anglosajona, y no con palabras:
las 13 horas, y no la
una. En una ocasión, Joaquín
Vidal, el gran cronista taurino de El
País, tituló uno
de sus artículos Una gran
faena a las cinco de la tarde. Cuando
el corrector devolvió el texto,
lo había encabezado así:
Una gran faena a las 17 horas.
Hubo que cambiar la regla.
Vargas Llosa alabó la claridad
y la sencillez del Libro
de estilo, pero pronto se centró
en el análisis de lo que llamó
una contradicción secreta
en el título de la obra: y es que
el estilo, aseguró, es lo más
personal que existe, y surge en la medida
en que una voz se aparta de la norma.
Por eso, la sola idea de un libro de estilo
institucional puede resultar chocante,
y desde luego choca con la tendencia a
que cada periodista tenga su estilo propio.
El gran periodista es aquel que
renuncia a tener un estilo, continuó
diciendo el escritor, y yo pensé
que tal vez incurría él
mismo en una contradicción con
lo que acababa de defender, el que
renuncia a tener una presencia visible,
para desaparecer detrás de una
información o de un comentario.
Cuando yo escribo novela o ensayo literario,
procuro tener un estilo, una voz que se
singularice dentro del riquísimo
contexto del español, pero mi actitud
hacia el lenguaje es distinta cuando escribo
un texto periodístico: en ese caso
se trata de desaparecer detrás
de aquello que uno quiere decir.
Ahí reside apuntó
Vargas Llosa- una diferencia sustancial
entre la literatura y el periodismo: en
ambos el lenguaje es esencial, pero en
la literatura puede ser creado y recreado,
operación que está vedada
a un periodista, ya que un periódico
no es escenario adecuado para ese tipo
de exhibicionismo que la literatura sí
permite y estimula.
Álex Grijelmo le dio la réplica:
la gramática y las normas de estilo,
dijo, no son corsés que atenazan
a los periodistas en su trabajo diario,
como afirman muchos de ellos. Ningún
músico diría que el solfeo
es un corsé que merma su libertad.
La gramática es como ese solfeo,
y con él se pueden componer boleros,
canciones protesta o marchas militares.
De la misma manera que el músico
tiene que cumplir las leyes del solfeo,
un periodista debe respetar las normas
gramaticales para no desafinar. Luego,
dentro de un estilo o un género
dado, cada periodista puede ser diferente:
Joaquín Vidal cumplía siempre
las reglas del Libro
de estilo y era un grandísimo
escritor. A lo que ayuda el Libro
es a que los estilos personales no desafinen
del conjunto del periódico y a
que no sean malos (quizá no tanto
a que sean buenos). En otro momento de
la tarde, el autor de Defensa
apasionada del idioma español
aseguró que sólo se puede
ser transgresor cuando se conoce la norma
que se vulnera; si uno se salta una norma
sin saber que existe, no es un transgresor,
sino un ignorante.
No había una sola silla vacía
en la gran carpa de actos culturales de
la Feria, esa tarde calurosa de junio.
El aire acondicionado hacía ondular
el techo de tela blanca de la jaima, y
su rumor acallaba los ruidos de fuera:
el gentío que avanzaba a duras
penas de caseta en caseta, las risas y
los gritos de los niños (¡Papá,
cómprame éste!, ¡Yo
quiero un polo!), los altavoces
con su interminable retahíla de
nombres de escritores -Antonio Gala, Boris
Izaguirre...- que firmaban sus obras en
ese momento.
A una pregunta de Juan Cruz, Clara Lázaro
abogó por la elaboración
de un libro de estilo del periodismo en
lengua española, un manual de mínimos
que podría coexistir con los libros
de estilo propios de cada periódico.
Una obra, no dudó en asegurar,
que resultaría de gran utilidad
para la unidad del español. Aludía
así a un viejo proyecto: ella misma
lo planteó en el Congreso de la
Lengua del año 92, en Sevilla,
y cinco años después, en
Zacatecas, en el primer Congreso Internacional
de la Lengua Española, la idea
pareció tomar cuerpo e impulso,
pero nunca más se supo, y en Valladolid,
el año pasado, nadie parecía
acordarse del proyecto.
¿Qué opinaba de esa propuesta
Vargas Llosa, en su condición de
académico de la lengua? Que una
obra así sería sin duda
útil, como marco que aceptara las
variantes del español, que tanto
lo enriquecen. Gracias a la globalización
de las comunicaciones, añadió,
el denominador común del
español se ha fortalecido muchísimo,
de tal manera que hoy día nadie
puede pensar seriamente en el riesgo de
una fragmentación del idioma, algo
que hace cuarenta o cincuenta años
era un temor justificado en el mundo del
español.
En el último turno de palabra,
Álex Grijelmo explicó que
uno de los valores del Libro
de estilo es su invitación
a rectificar cuando se comete un error.
En muchos periódicos, por el contrario,
existe el vicio de no enmendar los fallos.
Hace muchos años, llegó
un lector a la redacción de La
Voz de Castilla, el diario de Burgos
en el que Grijelmo empezó a trabajar:
Oigan, que en la lista de fallecidos
del periódico de hoy, aparezco
yo. Imagínense las molestias, las
llamadas a mi familia, el susto que se
pueden llevar quienes me vean por la calle....
En el diario le tranquilizaron: No
se preocupe usted, que mañana mismo
publicamos una rectificación.
Pero el lector volvió al día
siguiente para recordar su caso, porque
no había encontrado la corrección
prometida. ¿Cómo que
no hemos rectificado? Mire usted, mire
usted aquí: Natalicios.
En toda conversación, en cualquier
intercambio de palabras pensaba
yo mientras atravesaba el Retiro, de vuelta
a casa-, no participan sólo quienes
hablan y escuchan, sino también
aquellos, ausentes, a los que se menciona.
Pronunciar sus nombres equivale a invocarlos
o convocarlos, a procurarles una forma
de presencia, todo lo espuria o virtual
que se quiera, pero innegable. Así,
en la mesa redonda, además de los
invitados, habían participado igualmente,
aunque de otra manera, Joaquín
Vidal, Azorín y Ortega y Gasset.
Debería ser un modelo para
todos los que escribimos en los periódicos,
había dicho de éste Vargas
Llosa: comentar la actualidad y
escribir con la urgencia y la inmediatez
que exige la prensa, no le impidió
ser riguroso e incluso profundo, ni tener
un idioma rico, original y creador.
Pero la ausencia presente,
o la presencia ausente, que
más me había emocionado
había sido la de Carmen Martín
Gaite: como el pabellón de actos
culturales de la Feria lleva su nombre,
un pequeño retrato suyo había
presidido con discreción el discreto
y ameno coloquio de esa tarde en torno
a la lengua, el periodismo y la literatura.
Por eso me gustó pensar que el
acto se había celebrado a la sombra
amiga de la autora de ese libro imprescindible,
El cuento
de nunca acabar, con el que yo
me había encontrado por primera
vez en la misma Feria del Libro, en aquella
primera edición de la exquisita
editorial Trieste, otra tarde de junio
de hacía casi veinte años.
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