Hace ahora dos años,
participé en un coloquio internacional
sobre bibliotecas públicas en París,
en el centro cultural Pompidou, que acababa
de volver a abrirse al público
tras un largo período de obras
de reforma. La mañana en que me
correspondía intervenir, llenaban
el enorme salón de actos más
de doscientas personas, en su mayor parte
franceses. Tras presentarme el moderador
de la mesa redonda a la que estaba invitado,
anuncié en francés que no
iba a hablar en esa lengua, porque no
era capaz de decir en ella más
que unas pocas palabras, y que por tanto
me iba a pasar enseguida al inglés,
el otro idioma oficial del coloquio. Y
entonces me sorprendió una docena
de voces que desde el público pidieron:
¡No, no! ¡En español,
en español!. Eran exclamaciones
cargadas de lo que me pareció una
gran simpatía, un afecto verdadero
hacia nuestra lengua.
Me acordé de esta anécdota
el pasado dos de enero, cuando leí
en ABC la crónica de su corresponsal
en Bruselas, Alberto Sotillo: España,
obligada a comprometerse en la guerra
de lenguas que se libra en Europa
[1].
¿Guerra de lenguas en Europa? En
su texto, Sotillo se refería a
la ofensiva que mantienen
desde hace años los gobiernos de
Alemania para que el alemán sea
reconocido como la tercera lengua de trabajo
de la Unión Europea, junto con
el inglés y el francés.
Y después, insistiendo en el léxico
bélico, afirmaba que la batalla
librada en torno a la patente europea
es la reyerta más emblemática
de la actual guerra de lenguas.
¿Qué batalla es ésa?
En junio de 2000, el comisario europeo
de Mercado Interior, el holandés
Frits Bolkestein, presentó una
propuesta sobre la nueva patente europea
en la que, por razones de ahorro, defendía
que su régimen lingüístico
no incluyera todas las lenguas oficiales
de la Unión, limitándose
al inglés, el francés y
el alemán. Para registrar una patente
con validez en todos los países
miembros, habría que hacerlo traducida
a esas tres lenguas, y en ninguna más.
Los representantes españoles, entre
otros, se opusieron a esa propuesta y
bloquearon su aprobación, con el
argumento de que, si se trataba de ahorrar,
lo mejor sería optar por el inglés
como única lengua de la patente.
De esa manera, además, la discriminación
sería menor, dado que sólo
dos países el Reino Unido
e Irlanda- estarían en situación
de ventaja frente a todos los demás,
mientras que la solución trilingüe
beneficiaba también a Francia,
Luxemburgo, Bélgica, Alemania y
Austria, dejando en situación de
desventaja a los ocho países restantes.
Desde entonces, el gobierno español
tuvo que sufrir la acusación de
obstaculizar por intereses nacionalistas
una importante iniciativa comunitaria,
destinada a fomentar la competitividad
científica y empresarial de Europa.
Los embates más contundentes procedieron
de Alemania, que culpaba a España
de un encono injustificado contra su lengua,
basado en la pretensión absurda,
a su entender- de que el español
debía tener el mismo tratamiento
del que gozara el alemán en todo
foro, iniciativa o proyecto europeo. Siempre
que en Bruselas se discute sobre los derechos,
consolidados desde hace tiempo, del alemán
como una de las tres principales lenguas
de trabajo de la Unión Europea,
los defensores de este idioma utilizado
por un número especialmente grande
de personas -sus buenos 90 millones- dentro
de la UE tropiezan con un adversario tan
duro como cerril: España...,
escribió el pasado 19 de diciembre
Walter Haubrich en el Frankfurter
Allgemeine [2].
Cuando se empieza (o se acaba) reivindicando
los derechos que tiene o deja de tener
una lengua, mala cosa: porque se puede
hablar de los derechos de las personas,
y hasta de los derechos de las personas
en su condición de hablantes de
determinadas lenguas, pero ¡de los
derechos de una lengua...!
Durante su período de presidencia
de la Unión Europea, en el segundo
semestre de 2001, el gobierno belga elaboró
un nuevo proyecto de patente que, aceptando
la tesis española, resultaba más
barato que el original: mantenía
el régimen trilingüe inglés-francés-alemán,
pero con la posibilidad de que las patentes
se registraran traducidas a una sola de
esas lenguas, y no a las tres. Lo cual
no equivalía exactamente a dejar
sin efecto la oficialidad del francés
y el alemán, pero sí le
restaba peso, dado que en la práctica
las patentes en inglés serían
casi las únicas. En una reunión
mantenida en diciembre del año
pasado, Francia y Alemania denegaron su
conformidad con el proyecto belga, por
lo que éste quedó en dique
seco. Un alto cargo español declaró:
Ha sido una reunión interesante
y fructífera, que ha desenmascarado
a los que no quieren la patente
[3].
El episodio de la patente (que tal vez
quede resuelto muy pronto -habrá
que ver en qué sentido- durante
la presidencia española de la Unión,
en los primeros seis meses de 2002) se
enmarca en la creciente tensión,
en el seno de las instituciones europeas,
entre el deseo de conservar la diversidad
lingüística de Europa, concebida
como una riqueza, y la conciencia ineludible
de que todo sería mucho más
fácil, práctico y económico
en una sola lengua. El plurilingüismo
europeo es complicado y caro, pero, como
opinaba un diplomático alemán,
la especificidad de la Unión
consiste en tener que trabajar en varias
lenguas, y lo que hay que hacer es asumirlo
y gestionarlo [4].
En esa tensión ostentan un protagonismo
destacado el francés y el alemán.
El primero, por ser la lengua de uso oficial
mayoritario en sede comunitaria hace tres
décadas, y encontrarse en claro
retroceso en los últimos años.
Y el segundo, en su condición de
pretendiente a ganar un espacio al que
se cree acreedor por múltiples
motivos, algunos de ellos objetivamente
no desdeñables: lengua de Alemania
-primer contribuyente a las arcas de la
UE-, de Austria y de regiones de Francia,
Italia, Bélgica y Luxemburgo; con
el grupo de lengua materna más
numeroso de Europa (90 millones de hablantes,
el 24% de los ciudadanos comunitarios,
por delante del inglés); y con
un peso y una influencia notables en muchos
de los países que ingresarán
en la Unión en los próximos
años.
El enfrentamiento entre la tendencia
al unilingüismo y lo que podría
llamarse la resistencia plurilingüe,
sale a la luz con cierta regularidad en
forma de episodios más o menos
importantes. Recordemos dos muy recientes.
El verano pasado se hizo público
un informe de la Comisión Europea
en el que se proponía que los documentos
que en ella se elaboran, se analizaran
en la lengua en que hubieran sido redactados,
sin necesidad de traducirlos a los otros
dos idiomas de trabajo. En la práctica,
suponía un paso importante hacia
la asunción del inglés como
única lengua de esa institución,
dada la progresión creciente de
su uso en los últimos años:
inexistente en 1970 (cuando el francés,
con el 60%, y el alemán, con el
40%, eran las dos lenguas en las que se
redactaban los documentos de la Comisión),
en 1991 el inglés ya había
alcanzado un 40%, y actualmente cuenta
con el 55%, mientras que el francés
ha quedado reducido al 44% y el alemán
sólo mantiene un 1%. Los ministros
de asuntos exteriores de Francia y Alemania,
Hubert Védrine y Joschka Fischer,
se apresuraron a enviarle una carta conjunta
de protesta al presidente de la Comisión,
Romano Prodi, quien respondió pidiendo
tranquilidad, porque no era su intención
imponer el inglés como lengua única.
Además, explicó, se trataba
tan sólo de una propuesta en fase
de estudio [5].
El segundo de los sucesos a los que me
refería, ocurrido en el Parlamento
Europeo, guarda relación con lo
que será la piedra de toque más
importante del multilingüismo de
las instituciones europeas: la incorporación
a la Unión de diez nuevos países
dentro de dos años (Letonia, Lituania,
Estonia, Polonia, República Checa,
Eslovaquia, Hungría, Eslovenia,
Chipre y Malta) y otros tres más
adelante (Rumanía, Bulgaria y Turquía).
En julio del año pasado, se debatió
en una comisión del Parlamento
el informe de uno de sus vicepresidentes,
el conservador italiano Giulio Podestà,
que planteaba la contratación de
740 nuevos intérpretes y traductores
para hacer frente a todas las combinaciones
posibles de lenguas a que daría
lugar la ampliación, con el consiguiente
aumento del coste.
El eurodiputado conservador británico
James Elles se opuso con firmeza a esas
propuestas por considerar que implicaban
unos gastos muy elevados para los contribuyentes,
y reclamó que se estudiaran posibles
mecanismos de ahorro, como el uso de lenguas
puente o pivote, un mecanismo que ya se
emplea ahora: se trata de pasar por una
lengua muy extendida para traducir entre
dos lenguas menos usadas o de combinación
menos frecuente (por ejemplo, para interpretar
en portugués un discurso pronunciado
en letón, un primer intérprete
traduciría del letón al
inglés o al francés, y un
segundo pasaría la versión
inglesa o francesa al portugués).
Pero Elles fue más allá,
al acabar sugiriendo que la única
lengua pivote fuera el inglés,
para escándalo de las representantes
francesa y española [6].
¿Y qué pasa con el español?
Pues que, a pesar de las reivindicaciones
constantes de los españoles
en las instituciones europeas [7],
no es imaginable un régimen tetralingüe
en el que nuestro idioma se sume al inglés,
el francés y el alemán,
dejando fuera, por ejemplo, al italiano,
y sin la presencia de ninguna lengua del
Este. No parece probable que se vaya a
tener en cuenta su número de hablantes
fuera de Europa, su expansión en
Estados Unidos ni su utilidad como lengua
de relación internacional, sancionada
por su rango oficial en importantes organismos,
como la ONU. Tampoco el aumento, muy intenso
en los últimos años, de
quienes lo estudian como idioma extranjero,
incluso en muchos países europeos.
Por el contrario, en Europa pesará
más el número de hablantes
europeos de cada lengua, criterio por
el que el español queda relegado
a la quinta posición, por detrás
incluso del italiano.
Una postura inteligente, entonces, podría
ser la que proponía el Marqués
de Tamarón en 1995, parecida a
la adoptada en el caso de la patente europea:
Con más de un par de lenguas
no se puede trabajar en muchos grupos
distintos y simultáneos. No es
previsible que el español sea una
de esas lenguas. ¿Qué nos
conviene, entonces? ¿Luchar por
el multilingüismo y al final quedar
excluidos en beneficio del francés
y quizá del alemán? ¿O
abogar por una lingua
franca, que salvo resurrección
del nostrático sólo puede
ser el inglés? ¿Qué
es peor, quedarse fuera con las lenguas
medianas o con todas las lenguas mayores
de Europa salvo el inglés?.
Y es que ciertas batallas en apariencia
multilingüistas sólo pueden
acarrear provecho para el francés
y desgaste para el español
[8].
Mientras tanto, la realidad es que el
interés por el español en
Europa es creciente, así como el
reconocimiento de su importancia y de
su utilidad. Cuando estuve en París
hace dos años, me fijé en
que la nueva señalización
interna del Pompidou tras su reapertura
era trilingüe: en francés,
inglés y... español. Estas
elecciones de lenguas no son nada inocentes;
en ellas cuentan tanto las presencias
como las ausencias, en este caso las del
italiano o el alemán, que sí
encontramos en los letreros de otros servicios
públicos de París. Que el
español hubiera sido escogido en
una institución tan emblemática
como tercera lengua para acompañar
al idioma del país y a la lengua
internacional por excelencia, me pareció
muy significativo. Un hecho acorde con
el dato de que el 18% de los europeos
incluye al español entre las dos
lenguas más útiles, al margen
de la propia. Ocupa, así, el cuarto
puesto en esa clasificación, tras
el inglés (75%), el francés
(40%) y el alemán (23%), y a mucha
distancia del resto de idiomas, que en
conjunto sólo reúnen el
7% [9].
¿Van por un lado la burocracia
y los organismos europeos y por otro la
realidad? Es cierto que el régimen
lingüístico oficial de las
instituciones de la Unión no tiene
por qué causar un efecto automático
en la sociedad, pero tampoco puede disociarse
por completo una cosa de otra, ni desdeñarse
las ventajas de distintos órdenes
que para un país puede llevar aparejada
la designación de su lengua como
idioma oficial de un determinado organismo
o institución internacional.
Todo ello sin olvidar que lo que está
en juego en estas escaramuzas lingüísticas
-por seguir con el vocabulario bélico-,
puede no ser siempre sólo el intento
de los gobiernos de que sus lenguas ganen
(o no pierdan) presencia y estatus, sino
más bien otras cosas. Así,
la defensa de una lengua puede emplearse
como baza en negociaciones que no tengan
nada que ver con ella; y posiciones supuestamente
inamovibles por razones de sensibilidad
nacional, dado el carácter simbólico
de las lenguas y el apego de sus hablantes
por ellas, pueden dejar de tener sentido
y sacrificarse, llegado el caso, ante
otro tipo de beneficios más sustanciosos.
En cualquier caso, la imagen de la guerra
entre las lenguas parece exagerada y,
antes que otra cosa, produce confusión,
cuando lo que hay en realidad son conflictos
de intereses entre Estados, en los que
las lenguas pueden ser un elemento más
de discordia, de presión o de intercambio.
Como mucho, la metáfora podría
aplicarse a la Europa oficial,
porque atendiendo a los datos relativos
al estudio de lenguas en los países
de la Unión, la Europa real
diríase que está dedicada
al seguimiento del proverbio árabe
que aconseja: Aprende
una lengua y evitarás una guerra
[10].
|
Notas
[1]
Sotillo, Alberto, España,
obligada a comprometerse en la guerra
de lenguas que se libra en Europa,
en ABC,
2 de enero de 2002.
[2]
Yo lo leí, traducido al español,
en la sección de Revista
de prensa de El
País del 20 de diciembre
de 2001, con el título de Madrid,
contra el alemán.
[3]
Sotillo, Alberto, Francia y Alemania
bloquean el último plan sobre la
patente europea que plantea el inglés
para todos, en ABC,
22 de diciembre de 2001.
[iv]
Citado por Cousin, Marie y Quatremer,
Jean, en Lidiome international
tente Bruxelles, en Libération,
22 de julio de 2001.
[v]
Así lo contó Bosco Esteruelas
en Cómo entenderse en la
Unión Europea: La UE debate un
proyecto para reducir el coste de intérpretes
entre 21 lenguas oficiales, en El
País, 2 de septiembre de
2001.
[vi]
Rivais, Rafaële, Lélargissement
de lUnion pose le problème
de lègalité des langues,
en Le
Monde, 9 de agosto de 2001.
[vii]
Que mencionan Marie Cousin y Jean Quatremer
en el artículo ya citado.
[viii]
Marqués de Tamarón, El
papel internacional del español,
en Marqués de Tamarón et
al., El
peso de la lengua española en el
mundo, Universidad de Valladolid,
Fundación Instituto de Cuestiones
Internacionales y Política Exterior,
Fundación Duques de Soria, 1995.
ISBN 84-7762-547-6.
[ix]
Datos del Eurobarómetro n.º
54, monográfico sobre Les
Européens et les langues,
publicado en febrero de 2001, y disponible
en http://europa.eu.int/comm/dg10/epo/eb/eb54/lang_report_fr.pdf
[x]
Citado por Louis-Jean Calvet en Identidades
y plurilingüismo, intervención
en el Coloquio Tres espacios lingüisticos
ante los desafíos de la mundialización,
celebrado en París en marzo de
2001, y disponible en español en
http://www.campus-oei.org/tres_espacios/icoloquio9.htm
|