Cuaderno de lengua: crónicas personales del idioma español

n.º 5, 28 de febrero de 2002. Majadahonda (Madrid)

¿Guerra de lenguas en Europa?


Victoriano Colodrón Denis
 
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Hace ahora dos años, participé en un coloquio internacional sobre bibliotecas públicas en París, en el centro cultural Pompidou, que acababa de volver a abrirse al público tras un largo período de obras de reforma. La mañana en que me correspondía intervenir, llenaban el enorme salón de actos más de doscientas personas, en su mayor parte franceses. Tras presentarme el moderador de la mesa redonda a la que estaba invitado, anuncié en francés que no iba a hablar en esa lengua, porque no era capaz de decir en ella más que unas pocas palabras, y que por tanto me iba a pasar enseguida al inglés, el otro idioma oficial del coloquio. Y entonces me sorprendió una docena de voces que desde el público pidieron: “¡No, no! ¡En español, en español!”. Eran exclamaciones cargadas de lo que me pareció una gran simpatía, un afecto verdadero hacia nuestra lengua.

Me acordé de esta anécdota el pasado dos de enero, cuando leí en ABC la crónica de su corresponsal en Bruselas, Alberto Sotillo: “España, obligada a comprometerse en la guerra de lenguas que se libra en Europa” [1]. ¿Guerra de lenguas en Europa? En su texto, Sotillo se refería a la “ofensiva” que mantienen desde hace años los gobiernos de Alemania para que el alemán sea reconocido como la tercera lengua de trabajo de la Unión Europea, junto con el inglés y el francés. Y después, insistiendo en el léxico bélico, afirmaba que “la batalla librada en torno a la patente europea” es “la reyerta más emblemática de la actual guerra de lenguas”.

¿Qué batalla es ésa? En junio de 2000, el comisario europeo de Mercado Interior, el holandés Frits Bolkestein, presentó una propuesta sobre la nueva patente europea en la que, por razones de ahorro, defendía que su régimen lingüístico no incluyera todas las lenguas oficiales de la Unión, limitándose al inglés, el francés y el alemán. Para registrar una patente con validez en todos los países miembros, habría que hacerlo traducida a esas tres lenguas, y en ninguna más. Los representantes españoles, entre otros, se opusieron a esa propuesta y bloquearon su aprobación, con el argumento de que, si se trataba de ahorrar, lo mejor sería optar por el inglés como única lengua de la patente. De esa manera, además, la discriminación sería menor, dado que sólo dos países –el Reino Unido e Irlanda- estarían en situación de ventaja frente a todos los demás, mientras que la solución trilingüe beneficiaba también a Francia, Luxemburgo, Bélgica, Alemania y Austria, dejando en situación de desventaja a los ocho países restantes.

Desde entonces, el gobierno español tuvo que sufrir la acusación de obstaculizar por intereses nacionalistas una importante iniciativa comunitaria, destinada a fomentar la competitividad científica y empresarial de Europa. Los embates más contundentes procedieron de Alemania, que culpaba a España de un encono injustificado contra su lengua, basado en la pretensión –absurda, a su entender- de que el español debía tener el mismo tratamiento del que gozara el alemán en todo foro, iniciativa o proyecto europeo. “Siempre que en Bruselas se discute sobre los derechos, consolidados desde hace tiempo, del alemán como una de las tres principales lenguas de trabajo de la Unión Europea, los defensores de este idioma utilizado por un número especialmente grande de personas -sus buenos 90 millones- dentro de la UE tropiezan con un adversario tan duro como cerril: España...”, escribió el pasado 19 de diciembre Walter Haubrich en el Frankfurter Allgemeine [2]. Cuando se empieza (o se acaba) reivindicando los derechos que tiene o deja de tener una lengua, mala cosa: porque se puede hablar de los derechos de las personas, y hasta de los derechos de las personas en su condición de hablantes de determinadas lenguas, pero ¡de “los derechos de una lengua”...!

Durante su período de presidencia de la Unión Europea, en el segundo semestre de 2001, el gobierno belga elaboró un nuevo proyecto de patente que, aceptando la tesis española, resultaba más barato que el original: mantenía el régimen trilingüe inglés-francés-alemán, pero con la posibilidad de que las patentes se registraran traducidas a una sola de esas lenguas, y no a las tres. Lo cual no equivalía exactamente a dejar sin efecto la oficialidad del francés y el alemán, pero sí le restaba peso, dado que en la práctica las patentes en inglés serían casi las únicas. En una reunión mantenida en diciembre del año pasado, Francia y Alemania denegaron su conformidad con el proyecto belga, por lo que éste quedó en dique seco. Un alto cargo español declaró: “Ha sido una reunión interesante y fructífera, que ha desenmascarado a los que no quieren la patente” [3].

El episodio de la patente (que tal vez quede resuelto muy pronto -habrá que ver en qué sentido- durante la presidencia española de la Unión, en los primeros seis meses de 2002) se enmarca en la creciente tensión, en el seno de las instituciones europeas, entre el deseo de conservar la diversidad lingüística de Europa, concebida como una riqueza, y la conciencia ineludible de que todo sería mucho más fácil, práctico y económico en una sola lengua. El plurilingüismo europeo es complicado y caro, pero, como opinaba un diplomático alemán, “la especificidad de la Unión consiste en tener que trabajar en varias lenguas, y lo que hay que hacer es asumirlo y gestionarlo” [4].

En esa tensión ostentan un protagonismo destacado el francés y el alemán. El primero, por ser la lengua de uso oficial mayoritario en sede comunitaria hace tres décadas, y encontrarse en claro retroceso en los últimos años. Y el segundo, en su condición de pretendiente a ganar un espacio al que se cree acreedor por múltiples motivos, algunos de ellos objetivamente no desdeñables: lengua de Alemania -primer contribuyente a las arcas de la UE-, de Austria y de regiones de Francia, Italia, Bélgica y Luxemburgo; con el grupo de lengua materna más numeroso de Europa (90 millones de hablantes, el 24% de los ciudadanos comunitarios, por delante del inglés); y con un peso y una influencia notables en muchos de los países que ingresarán en la Unión en los próximos años.

El enfrentamiento entre la tendencia al unilingüismo y lo que podría llamarse la “resistencia plurilingüe”, sale a la luz con cierta regularidad en forma de episodios más o menos importantes. Recordemos dos muy recientes. El verano pasado se hizo público un informe de la Comisión Europea en el que se proponía que los documentos que en ella se elaboran, se analizaran en la lengua en que hubieran sido redactados, sin necesidad de traducirlos a los otros dos idiomas de trabajo. En la práctica, suponía un paso importante hacia la asunción del inglés como única lengua de esa institución, dada la progresión creciente de su uso en los últimos años: inexistente en 1970 (cuando el francés, con el 60%, y el alemán, con el 40%, eran las dos lenguas en las que se redactaban los documentos de la Comisión), en 1991 el inglés ya había alcanzado un 40%, y actualmente cuenta con el 55%, mientras que el francés ha quedado reducido al 44% y el alemán sólo mantiene un 1%. Los ministros de asuntos exteriores de Francia y Alemania, Hubert Védrine y Joschka Fischer, se apresuraron a enviarle una carta conjunta de protesta al presidente de la Comisión, Romano Prodi, quien respondió pidiendo tranquilidad, porque no era su intención imponer el inglés como lengua única. Además, explicó, se trataba tan sólo de una propuesta en fase de estudio [5].

El segundo de los sucesos a los que me refería, ocurrido en el Parlamento Europeo, guarda relación con lo que será la piedra de toque más importante del multilingüismo de las instituciones europeas: la incorporación a la Unión de diez nuevos países dentro de dos años (Letonia, Lituania, Estonia, Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Eslovenia, Chipre y Malta) y otros tres más adelante (Rumanía, Bulgaria y Turquía). En julio del año pasado, se debatió en una comisión del Parlamento el informe de uno de sus vicepresidentes, el conservador italiano Giulio Podestà, que planteaba la contratación de 740 nuevos intérpretes y traductores para hacer frente a todas las combinaciones posibles de lenguas a que daría lugar la ampliación, con el consiguiente aumento del coste.

El eurodiputado conservador británico James Elles se opuso con firmeza a esas propuestas por considerar que implicaban unos gastos muy elevados para los contribuyentes, y reclamó que se estudiaran posibles mecanismos de ahorro, como el uso de lenguas puente o pivote, un mecanismo que ya se emplea ahora: se trata de pasar por una lengua muy extendida para traducir entre dos lenguas menos usadas o de combinación menos frecuente (por ejemplo, para interpretar en portugués un discurso pronunciado en letón, un primer intérprete traduciría del letón al inglés o al francés, y un segundo pasaría la versión inglesa o francesa al portugués). Pero Elles fue más allá, al acabar sugiriendo que la única lengua pivote fuera el inglés, para escándalo de las representantes francesa y española [6].

¿Y qué pasa con el español? Pues que, a pesar de las “reivindicaciones constantes de los españoles” en las instituciones europeas [7], no es imaginable un régimen tetralingüe en el que nuestro idioma se sume al inglés, el francés y el alemán, dejando fuera, por ejemplo, al italiano, y sin la presencia de ninguna lengua del Este. No parece probable que se vaya a tener en cuenta su número de hablantes fuera de Europa, su expansión en Estados Unidos ni su utilidad como lengua de relación internacional, sancionada por su rango oficial en importantes organismos, como la ONU. Tampoco el aumento, muy intenso en los últimos años, de quienes lo estudian como idioma extranjero, incluso en muchos países europeos. Por el contrario, en Europa pesará más el número de hablantes europeos de cada lengua, criterio por el que el español queda relegado a la quinta posición, por detrás incluso del italiano.

Una postura inteligente, entonces, podría ser la que proponía el Marqués de Tamarón en 1995, parecida a la adoptada en el caso de la patente europea: “Con más de un par de lenguas no se puede trabajar en muchos grupos distintos y simultáneos. No es previsible que el español sea una de esas lenguas. ¿Qué nos conviene, entonces? ¿Luchar por el multilingüismo y al final quedar excluidos en beneficio del francés y quizá del alemán? ¿O abogar por una lingua franca, que salvo resurrección del nostrático sólo puede ser el inglés? ¿Qué es peor, quedarse fuera con las lenguas medianas o con todas las lenguas mayores de Europa salvo el inglés?”. Y es que “ciertas batallas en apariencia multilingüistas sólo pueden acarrear provecho para el francés y desgaste para el español” [8].

Mientras tanto, la realidad es que el interés por el español en Europa es creciente, así como el reconocimiento de su importancia y de su utilidad. Cuando estuve en París hace dos años, me fijé en que la nueva señalización interna del Pompidou tras su reapertura era trilingüe: en francés, inglés y... español. Estas elecciones de lenguas no son nada inocentes; en ellas cuentan tanto las presencias como las ausencias, en este caso las del italiano o el alemán, que sí encontramos en los letreros de otros servicios públicos de París. Que el español hubiera sido escogido en una institución tan emblemática como tercera lengua para acompañar al idioma del país y a la lengua internacional por excelencia, me pareció muy significativo. Un hecho acorde con el dato de que el 18% de los europeos incluye al español entre las dos lenguas más útiles, al margen de la propia. Ocupa, así, el cuarto puesto en esa clasificación, tras el inglés (75%), el francés (40%) y el alemán (23%), y a mucha distancia del resto de idiomas, que en conjunto sólo reúnen el 7% [9].

¿Van por un lado la burocracia y los organismos europeos y por otro la realidad? Es cierto que el régimen lingüístico oficial de las instituciones de la Unión no tiene por qué causar un efecto automático en la sociedad, pero tampoco puede disociarse por completo una cosa de otra, ni desdeñarse las ventajas de distintos órdenes que para un país puede llevar aparejada la designación de su lengua como idioma oficial de un determinado organismo o institución internacional.

Todo ello sin olvidar que lo que está en juego en estas escaramuzas lingüísticas -por seguir con el vocabulario bélico-, puede no ser siempre sólo el intento de los gobiernos de que sus lenguas ganen (o no pierdan) presencia y estatus, sino más bien otras cosas. Así, la defensa de una lengua puede emplearse como baza en negociaciones que no tengan nada que ver con ella; y posiciones supuestamente inamovibles por razones de “sensibilidad” nacional, dado el carácter simbólico de las lenguas y el apego de sus hablantes por ellas, pueden dejar de tener sentido y sacrificarse, llegado el caso, ante otro tipo de beneficios más sustanciosos.

En cualquier caso, la imagen de la guerra entre las lenguas parece exagerada y, antes que otra cosa, produce confusión, cuando lo que hay en realidad son conflictos de intereses entre Estados, en los que las lenguas pueden ser un elemento más de discordia, de presión o de intercambio. Como mucho, la metáfora podría aplicarse a la “Europa oficial”, porque atendiendo a los datos relativos al estudio de lenguas en los países de la Unión, la “Europa real” diríase que está dedicada al seguimiento del proverbio árabe que aconseja: Aprende una lengua y evitarás una guerra [10].

 


Notas

[1] Sotillo, Alberto, “España, obligada a comprometerse en la guerra de lenguas que se libra en Europa”, en ABC, 2 de enero de 2002.

[2] Yo lo leí, traducido al español, en la sección de “Revista de prensa” de El País del 20 de diciembre de 2001, con el título de “Madrid, contra el alemán”.

[3] Sotillo, Alberto, “Francia y Alemania bloquean el último plan sobre la patente europea que plantea el inglés para todos”, en ABC, 22 de diciembre de 2001.

[iv] Citado por Cousin, Marie y Quatremer, Jean, en “L’idiome international tente Bruxelles”, en Libération, 22 de julio de 2001.

[v] Así lo contó Bosco Esteruelas en “Cómo entenderse en la Unión Europea: La UE debate un proyecto para reducir el coste de intérpretes entre 21 lenguas oficiales”, en El País, 2 de septiembre de 2001.

[vi] Rivais, Rafaële, “L’élargissement de l’Union pose le problème de l’ègalité des langues”, en Le Monde, 9 de agosto de 2001.

[vii] Que mencionan Marie Cousin y Jean Quatremer en el artículo ya citado.

[viii] Marqués de Tamarón, “El papel internacional del español”, en Marqués de Tamarón et al., El peso de la lengua española en el mundo, Universidad de Valladolid, Fundación Instituto de Cuestiones Internacionales y Política Exterior, Fundación Duques de Soria, 1995. ISBN 84-7762-547-6.

[ix] Datos del Eurobarómetro n.º 54, monográfico sobre “Les Européens et les langues”, publicado en febrero de 2001, y disponible en http://europa.eu.int/comm/dg10/epo/eb/eb54/lang_report_fr.pdf

[x] Citado por Louis-Jean Calvet en “Identidades y plurilingüismo”, intervención en el Coloquio “Tres espacios lingüisticos ante los desafíos de la mundialización”, celebrado en París en marzo de 2001, y disponible en español en http://www.campus-oei.org/tres_espacios/icoloquio9.htm

 
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