Cuaderno de lengua: crónicas personales del idioma español

n.º 42, 25 de septiembre de 2005. Majadahonda (Madrid)

Léxico familiar


Victoriano Colodrón Denis
 
(ver este artículo en formato .doc / en formato .pdf)



Ocurrió en Málaga una mañana de verano de hace muchos años, cuando mis hermanos y yo éramos pequeños. Íbamos en coche al centro de la ciudad y mi abuela Lola llevaba ya un rato largo hablando, desde que habíamos salido de casa. Hablaba muy despacio, como hacía siempre, acerca de no sé qué relaciones entre distintas familias de Málaga, estableciendo filiaciones y parentescos, intrincándose en vericuetos poco menos que genealógicos, citando muchos nombres y apellidos y detallando por lo menudo bodas, nacimientos, muertes y otros acontecimientos... Una crónica de capital de provincia prolija y exasperante sobre asuntos y personas que ni conocíamos ni nos interesaban, por lo que no se nos ocurría intervenir en la charla ni siquiera con una mínima pregunta. Nos limitábamos a esperar, en un silencio absoluto, a que terminara cuanto antes el trayecto, y con él la perorata de mi abuela, que hablaba y hablaba con su morosidad habitual. Tan larga cara de aburrimiento y fastidio debíamos de tener, que, aprovechando una mínima pausa en aquel interminable monólogo, y traduciendo en palabras el sentir colectivo de todos, mi hermano Juan, que tendría entonces siete u ocho años, dijo de repente en voz alta: “¡La película de ayer también fue un rollo!”.

Desde entonces, en mi familia recuperamos a veces esa frase en situaciones parecidas. “¡La película de ayer también fue un rollo!”, decimos sonriendo ante una cosa, un relato o una persona mortalmente aburridos, y de esa forma expresamos con precisión absoluta lo que queremos decir, al mismo tiempo que evocamos a la abuela Lola y la sorpresa que nos llevamos todos cuando mi hermano se atrevió a irrumpir en su discurso con tanta gracia e ingenuidad. Eso significa que “la película de ayer también fue un rollo” forma parte de nuestro “léxico familiar”, por utilizar la expresión con que la novelista italiana Natalia Ginzburg tituló su mejor libro, el más divertido y lleno de vida, en el que contó sus recuerdos de infancia y juventud de una manera extraordinariamente delicada y emocionante.

Podríamos definir un léxico familiar como el conjunto de palabras y expresiones características del habla de una familia, su particular acervo de dichos y refranes, ocurrencias, coplillas, versos sueltos de poemas y canciones, bromas, burlas e incluso insultos, y esas frases, formadas siempre por las mismas palabras —es decir, transmutadas ya casi en fórmulas— en las que se condensan historias y sucesos que, por una u otra razón, han tenido éxito en una casa, y que por ello se recuerdan y se repiten en ella durante años. También las particulares “deformaciones” de la lengua que comparten los miembros de una familia, las pronunciaciones heterodoxas, las variantes de la norma que circulan sólo en el ámbito familiar. Y los motes, las denominaciones satíricas o cariñosas de cosas y personas, los diminutivos. El bagaje verbal propio de cada familia, fruto de muchos años de convivencia, y formado por frases o palabras cargadas de vida en común, convertidas así en mecanismos que suscitan fácilmente el recuerdo o la sonrisa compartida.

El habla familiar, constelación de relatos

Aunque los léxicos familiares no son lenguajes inventados que se compongan de signos enigmáticos, sí tienen algo de códigos secretos: sólo quien los domina entenderá a la perfección los mensajes en clave que se cifran con ellos, captando no sólo su significado obvio, sino también la historia que esconden, y al oír una de esas frases o palabras recuperará el matiz exacto de una voz o una mirada, la risa que provocó una anécdota o el perfil de un personaje del pasado. “Somos cinco hermanos”, ha escrito la Ginzburg en su novela. “Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos el uno con el otro, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia, nos basta con decir: «No hemos venido a Bérgamo a hacer campaña» o «¿A qué apesta el ácido sulfhídrico?», para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud, unidas indisolublemente a aquellas frases, a aquellas palabras. Una de aquellas frases o palabras nos haría reconocernos el uno al otro en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas”.

Un léxico familiar es siempre una constelación de relatos, un universo narrativo conformado por historias más o menos largas y enjundiosas: desde brevísimas anécdotas que se despachan con unas pocas palabras hasta verdaderos relatos, de trama y personajes más copiosos y estructura más compleja. Sea como sea, cada una de esas historias explica el origen de la incorporación de un término o expresión al patrimonio verbal de una familia, o la manera en que adquirieron en ella un significado especial. De modo que es posible entretenerse recordando la situación o el suceso concreto que tan fecundo resultó en términos verbales. “¡Papá, no te tires!”, he oído durante años que le decían con guasa mi madre y mis tíos a su padre, mi abuelo Juan, cuando querían aconsejarle que no asumiera un riesgo de estropicio asegurado. Al parecer, cuando iban a la playa siendo niños, mi abuelo siempre se zambullía en el mar muy ágil y airoso, componiendo la figura. En cierta ocasión, sus hijos, que ya estaban dentro del agua, quisieron avisarle: “¡Papá, no te tires!”, le gritaron, “¡No te tires, que hay rocas!”, pero mi abuelo hizo caso omiso de sus advertencias y se lanzó al agua como siempre, a la carrera, con mucho garbo y apostura. “¡Dejadme!”, les dijo, “¡Apartaos, que me tiro!”. Y se tiró, y se partió la cabeza, y hubo una pequeña tragedia... que por fortuna pudieron todos recordar con buen humor durante muchos años.

En algunos casos, no se trata ni siquiera de auténticos relatos, sino de meros recuerdos de las cosas que solían decir nuestros padres y abuelos, nuestros tíos o primos, o los amigos de la familia y otras personas con las que teníamos trato de pequeños. Claro que esos recuerdos, en sí mismos, ya son breves narraciones; bien contados y engarzados pueden dar lugar a novelas tan extraordinarias como la de Natalia Ginzburg, en la que oímos hablar a los personajes, retratados por las frases que decían, y que se repiten con gracia a lo largo del libro. “¡Nuevo astro que surge!”, exclamaba el padre de la narradora cada vez que un miembro de la familia se entusiasmaba con un nuevo amigo. O esa anécdota del tío de la Ginzburg que trataba en su clínica a un loco al que todas las mañanas saludaba así: “Buenos días, egregio señor Lipmann”, a lo que el loco, que creía ser Dios, respondía siempre: “¡Egregio puede que sí, pero Lipmann probablemente no!”. Otro de sus tíos le decía a la madre de Natalia: “Entre tú y yo, que sabemos química: ¿a qué apesta el ácido sulfhídrico? Apesta a pedo. El ácido sulfhídrico apesta a pedo”.

Aunque todas las anécdotas o historias que se refieren en una familia pertenecen por derecho propio a su exclusivo caudal lingüístico, en el núcleo de éste se encuentran los relatos que se cuentan más a menudo, aquellos cuya formulación verbal ha quedado acuñada de una determinada manera, con unas palabras y no con otras. En esos casos, suele suceder que uno de los elementos del relato (normalmente las palabras o las frases que conforman el punto culminante de la historia, en las que se concentran el sentido o la gracia del cuento), es capaz por sí solo de evocar todo el suceso, y de expresar así, de manera breve y concentrada, un mensaje complejo, ahorrándole a quien lo enuncia la explicación demorada de todo lo que quería decir... Frases o palabras aisladas —“¡No te tires!”...— que para quienes no conocen la historia que encierran sin duda resultarán anodinas o insignificantes, cuando no absurdas, ridículas o incluso estúpidas.

Palabras que vienen y van entre generaciones

No todos los miembros de una familia comparten por igual el conjunto de los elementos —las palabras, las frases, las bromas, las cancioncillas, las rimas, los chascarrillos— que conforman el léxico familiar: su apropiación de cada uno de ellos dependerá, entre otros factores, de su edad y de la cercanía o la implicación con que hayan vivido las historias que están en su origen. De algunas de esas historias habremos sido protagonistas o al menos personajes secundarios; de otras, solamente espectadores; las demás, acaso la mayor parte, tal vez las conozcamos sólo de oídas. Así, dentro de esa alianza general entre todos los miembros de una familia que es su forma de hablar, símbolo del propio vínculo de parentesco y al mismo tiempo argamasa para su permanencia, se establecen relaciones especialmente fuertes en función de la intensidad con la que se comparten determinadas unidades del léxico familiar.

Por otra parte, aunque un léxico familiar se constituye con aportaciones de todos sus miembros, siempre hay algunos de ellos con una mayor capacidad generadora de palabras divertidas, de bromas afortunadas o de frases redondas. Personas tal vez más dotadas del ingenio o la suerte necesarios para vivir siempre en primera personas las situaciones curiosas o chocantes, o para formularlas verbalmente de manera concisa y memorable. Más agudas, más creativas, más inspiradas. Con un mayor magnetismo personal, que acaba seduciendo verbalmente a los otros para que se hagan eco de sus ocurrencias (es el caso de mi hermano Juan, irradiador de gracias de éxito en torno a la mesa de juego, ya sea de cartas, dominó o parchís), o con un acervo de dichos más rico y divertido (como el de mi suegro, Higinio, poseedor de un inagotable patrimonio oral procedente de la ribera del Jarama y de la cultura popular, formado por rimas, coplillas y canciones, refranes, chuscadas y juegos infantiles, que ahora va transmitiendo a sus nietos: “Cigüeña, cigüeña, / tu casa se te quema, / tus hijos se te van / por el camino del Casar. / Machaca un ajito / con un cominito...”, pero también “...y las gaviotas, y las gaviotas, / que le repicoteaban / en las pelotas, en las pelotas”, y otras letrillas que ni me atrevo a reproducir...).

Con todas esas aportaciones de unos y de otros, el léxico familiar va construyéndose lentamente a lo largo de los años. Construyéndose y destruyéndose, porque su evolución es continua, y hay en él palabras o expresiones pasajeras, fugaces, que sólo permanecen unos meses o unos años. Es ley de vida (y de lengua): las expresiones de moda en una familia caen fácilmente en el olvido, e incluso las que más duran están destinadas a perderse con el paso de las generaciones. El léxico familiar de mis abuelos, fraguado mientras sus hijos vivían con ellos, no es exactamente el mismo que se utilizaba en casa de mi madre, cuando mis hermanos y yo éramos pequeños: en este último debía de haber, sí, algunos elementos del primero, pero otros se perderían por el camino, dejarían de usarse por no pasar los filtros exigentes del gusto, la suerte o la memoria. Lo mismo sucede en cada generación: unos términos y dichos se heredan, se incorporan al habla de las familias de los hijos, mientras que otros van olvidándose. Tal vez se reconocen como propios, o se recuerda que alguna vez lo fueron, pero la verdad es que ya no se utilizan, y la tercera generación nunca los pronuncia. ¿Qué será de esa palabra que usaba mi abuelo Victoriano para referirse despectivamente a quien demostraba ignorancia supina en alguna materia (“¡¡Catón!!”, decía), o de esa otra, “similicupistis”, que utilizaba como sinónimo de “cursi” o “remilgado”? Tal vez mis tíos todavía las repitan de tarde en tarde, sin duda con ironía y acordándose de su padre, pero no creo que pertenezca ya al vocabulario de sus hijos, mis primos.

Pero hay quienes nos empeñamos en alargar un poco ­—todo lo posible— la vida de algunas de las cosas que hemos oído o hemos dicho de pequeños, y que forman parte de la historia mínima de nuestra familia, aun sabiendo que están condenadas al olvido. Así, en verano, cuando comemos ciruelas, les contamos a nuestros hijos lo que dijo la abuela Lola en el jardín un radiante mediodía de julio, tras probar las que había cogido de un árbol (“Saben a gloria”); les cantamos las coplillas que nos enseñó el abuelo Juan, procedentes de su infancia y su juventud en El Palo (“Si te abre la boca..., / parece una cueva; / si te abre los ojos..., / te echa candela”); les explicamos el significado de aquella misteriosa expresión —“ataití-itiatá”— que repetía nuestro padre cuando se enfrentaba al endiablado cubo de Rubik; o les repetimos una y otra vez los preciosos versos de Machado que nuestra madre nos hizo aprender siendo niños, para que ellos también los hagan suyos, “Anoche cuando dormía / soñé, ¡bendita ilusión!, / que una colmena tenía / dentro de mi corazón...”.

Y es que esas palabras, esas expresiones, esas frases son, como ha escrito Natalia Ginzburg en Léxico familiar, “el vocabulario de nuestros días pasados, son como jeroglíficos de los egipcios o de los asirio-babilonios: el testimonio de un núcleo vital que ya no existe, pero que sobrevive en sus textos, salvados de la furia de las aguas, de la corrosión del tiempo. Esas frases son la base de nuestra unidad familiar, que subsistirá mientras permanezcamos en el mundo, recreándose y resucitando en los puntos más diversos de la tierra. De tal forma que cuando uno de nosotros diga «Egregio señor Lipmann», la voz impaciente de mi padre resonará en nuestros oídos: «Dejad esa historia. ¡La he oído ya muchas veces!»”.




Nota

Las citas de
Léxico familiar, de Natalia Ginzburg, están tomadas de la traducción hecha por Mercedes Corral y publicada primero por la editorial Trieste (1989) y después por Ediciones del Bronce (1998)

 
citas / enlaces / palabras
http://cuadernodelengua.com - © Victoriano Colodrón Denis