Cuaderno de lengua: crónicas personales del idioma español

n.º 41, 20 de agosto de 2005. Majadahonda (Madrid)

Desventuras de un estudiante de inglés en Londres


Victoriano Colodrón Denis
 
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Yo he ido unos días a Londres este verano para salir del grave estado de ficción en el que me encontraba. Necesitaba someterme allí a un tratamiento de choque... con la realidad, porque me había dado cuenta de que vivía instalado en una ilusión preocupante. Figúrense ustedes que había dado en la fantasía, en el delirio, de creer que yo sabía el inglés. Que lo hablaba y lo entendía. Me ha bastado una semana en Londres para que el espejismo se desvaneciera y yo me librara de tan absurdo despropósito.

Estos viajes a Londres o a cualquier otro pueblo del extenso mundo anglosajón, ¡hay que ver la potencia higiénica y terapéutica que tienen, desde un punto de vista psicológico-lingüístico! El eterno candidato a hablante de inglés se pasa allí una semanita y vuelve curado de todo desvarío relativo a su conocimiento y dominio del idioma mundial. Lo primero que aprende, sin duda, es que saber inglés, lo que se dice saber inglés, no puede decirse que lo sepa. Que fuera del protector y por lo visto engañoso entorno que conforman el libro que utiliza en las clases, las grabaciones adecuadas a su nivel y la cuidadosa pronunciación de su querido profesor, uno en realidad no tiene ni idea de inglés.

La neblina de la ofuscación se disipa pronto, apenas aterriza uno en Heathrow: ni se entera de nada cuando le hablan, ni le entienden a uno cuando consigue articular, a trancas y barrancas, algo remotamente parecido a una frase formada por palabras más o menos inglesas. ¡Ah!, y el efecto de esta realidad demoledora, que se nos impone brutalmente, puede ser devastador: la desmoralización consiguiente quizá tarde meses en superarse. Pero el contacto directo con esos seres privilegiados que hablan el inglés desde la más tierna infancia resulta beneficioso por otra porción de cosas. Desde el punto de vista pedagógico, no tiene precio, porque las lecciones que allí se aprenden son inolvidables, y cubren toda la gama de conocimientos lingüísticos posibles, desde la fonética hasta la pragmática pasando por la sintaxis y desde luego el léxico. Veamos una muestra.

Lecciones prácticas de inglés

“Vivimos en pleno método Berlitz”, escribió Julio Camba en una de sus deliciosas crónicas desde Londres, en el año 1911. “En cuanto comienza a llover, todo el mundo corre hacia mí, en el boarding-house, gritándome: ‘Rain!, Rain!', que quiere decir ‘lluvia'. Si nieva, como el fenómeno es más raro, los gritos son más vehementes: ‘Snow! Snooow!...'. Al igual que Camba, en mis paseos por Londres de este verano yo también me he sentido inmerso en pleno método Berlitz: scaffolding, veía escrito sobre todos los andamios que encontraba por la calle, y no tenía que mirar el diccionario para deducir que scaffolds significa “andamios” y que scaffolding es la actividad de quienes se dedican a ponerlos y quitarlos. Y así va uno aprendiendo palabras que de otra manera, sin la experiencia de haberlas vivido, difícilmente se le quedarían grabadas en la memoria. Pero tampoco conviene fiarse mucho de este método tan plástico: “Un día que granizaba”, cuenta Camba, “comenzaron todos a decirme kail, indicándome la calle. Yo miré en el mismo momento en que pasaba un automóvil, y durante mucho tiempo he estado creyéndome que el automóvil se llama kail en inglés”.

Otra lección que he recordado en Londres, hace unas semanas, es la de que el inglés hablado, el inglés de verdad, no consiste, por desgracia, en una sucesión ordenada de palabras bien distintas, sino más bien en una retahíla entrecortada y vertiginosa de sonidos en la que resulta endiabladamente difícil identificar cuándo termina una palabra y cuándo empieza la siguiente. Y así no hay manera, claro. ¿No podría inventarse una nueva tecnología lingüística que le permitiera a uno ralentizar el discurso ajeno, un aparatito con el que pudiéramos regular a nuestro antojo la velocidad de las palabras de nuestros interlocutores? O si no, un mecanismo de subtitulado instantáneo de las frases que estuviéramos escuchando, que veríamos escritas, al tiempo que se fueran diciendo, en un minúsculo visor incorporado a nuestras gafas. Yo, hoy por hoy, preferiría cualquiera de estas opciones a esa otra con la que también se fantasea, la del chip implantado en el oído, o en el cerebro, o donde sea, que nos traducirá automáticamente a nuestro idioma lo que oigamos pronunciado en otro. Claro que esta solución sería más cómoda, pero con ella no podríamos poner en práctica nuestros conocimientos, tan penosamente adquiridos... ¿Tirar así a la basura todo el tiempo, el esfuerzo y el dinero que hemos gastado en aprender un poco de inglés...? ¡Ni hablar!

¿Qué más cosas he aprendido o recordado en Londres, este verano? Entre otras, que es peligrosísimo responder a nuestro interlocutor anglohablante aventurando una interpretación de lo que nos ha preguntado a partir de su última palabra, que es la única que le hemos entendido, precisamente por estar al final de la retahíla. Las consecuencias pueden ser nefastas. Si nos sentamos en una cafetería a la hora del desayuno y la camarera nos interpela de manera indescifrable con una frase que termina de forma inequívoca —eso sí— por la palabra breakfast, asentiremos hambrientos y entusiasmados... ¡sin saber que hemos aceptado una oferta de auténtico English breakfast, con sus... inefables judías bañadas en ketchup y todo! Los hay que, cuando perciben un tono vagamente interrogativo en la frase incomprensible que les acaban de dirigir en inglés, responden siempre que sí. Por si las moscas. En el mejor de los casos, sólo los tomarán por tontos. Por ejemplo, cuando les están dando a elegir entre plumb cake y chocolate cake, y por más que se lo repiten, ellos no salen del "‘Yes, yes". Por eso yo sostengo que lo mejor es pedir que nos vuelvan a decir lo que nos han dicho, "Can you repeat that, please?", "Sorry?" y cosas por el estilo. Tantas veces como haga falta, sin vacilación, sin temor, sin vergüenza. Aunque nos lo echen en cara hasta nuestros seres más queridos.

—Papá, lo que más has dicho en inglés estos días en Londres ha sido: "Sorry?"—observó aguda y cruelmente mi hijo mayor la víspera de nuestro regreso a casa—. Cada vez que te decía algo el cajero del supermercado o el conductor del autobús, decías: "‘Sorry?". Una vez lo dijiste hasta tres veces seguidas.

—Hijo, más vale eso que responder sin saber qué, o no responder —tuve que decirle, picado. El rebote alcanzó a mi mujer—. Mira tu madre: cada vez que le dirigen la palabra en inglés, se hace tal lío y se pone tan nerviosa, que ni siquiera dice "‘Yes", sino que le sale en francés: "‘Oui, oui".

En busca de interlocutores... aficionados al vino

De una manera u otra, yo he ido saliendo en Londres del engaño en que vivía en relación con mi conocimiento de la lengua inglesa. En cualquier caso, el principal problema al que se enfrenta en la capital británica el sempiterno aprendiz de inglés es el de encontrar con quién practicarlo. Viaja uno a orillas del Támesis y no puede evitar ilusionarse: “Estaré todo el día hablando en inglés, voy a practicar muchísimo”. Pero pronto se da uno cuenta de que, no teniendo allí amics ni coneguts (que decía Pla), sólo puede recurrir, para tal menester, a los saludats. Por ejemplo, a los empleados de las tiendas y a los camareros de cafés y restaurantes. Ahora bien, esta opción, qué quieren que les diga, es altamente desaconsejable por al menos dos motivos. El primero de ellos, de orden pecuniario: en Londres, una de las ciudades más caras del mundo, toda compra o consumición resulta nociva en extremo para el presupuesto familiar. El segundo motivo es la posibilidad, tal vez no excesivamente alta pero tampoco desdeñable, de que el empleado de turno nos atienda en español (¿quizá por nuestro acento en inglés, no tan de Oxford como creíamos...?). Mi primera conversación en Londres fue con una joven de Cali, Colombia, cajera en un Marks & Spencer. Por su parte, el camarero del bar cercano a la Torre de Londres donde pagué una fortuna por un sorbo de café, también me respondió en español —esta vez con acento argentino— cuando le pedí las bebidas. Y la chica morena que trabajaba como canguro para nuestros vecinos era oaxaqueña: a mi primer "Good morning" respondió con un dulce "Buen día".

De modo que, para practicar mi inglés en Londres este verano, yo no he tenido más remedio que dedicarme al difícil, excitante y hasta peligroso deporte del arrime a la madre en los parques públicos. “Las madres sentadas en los bancos de los parques suelen dar conversación”, me decía yo, desesperado por pegar la hebra en inglés y pertrechado con el camuflaje perfecto de mis propios hijos, grandes aficionados a los columpios. Pero las cosas no fueron tan bien como yo esperaba. Para empezar, mostrarse simpático con los niños ajenos, en los tiempos que corren, le hace a uno sentirse sospechoso, incómodo. Además, mi vocabulario inglés en materia infantil (chupete, pañal, sillita, caquita...) es francamente escaso, y los dos o tres intercambios de palabras que disfruté se limitaron al tiempo y a las playas españolas que conocían mis interlocutoras. Por otra parte, mi mujer, vigilante de mis movimientos y de las cualidades físicas de mis víctimas, no dejaba de preguntarme por qué me dirigía siempre a las madres y pasaba olímpicamente de los padres. En fin, que no hubo manera. Porque, además, las madres en cuestión debían de percibir un oscuro propósito en mis maniobras de acercamiento (¡pero no se trataba de eso!), y las rechazaban sutilmente: "Come here, Jimmy, we have to leave now!".

Yo debo confesar que este verano he embarcado a toda la familia en un penoso recorrido por unos cuantos parques londinenses (el de Wandsworth, el de Battersea, el del Obispo, el Hyde Park...) buscando madres más o menos autóctonas con las que intercambiar unas pocas palabras en inglés. El espectáculo, no tengo reparo en admitirlo, ha debido de ser patético, como también lo fueron los resultados. Pero todo empeño tiene su recompensa, y yo la conseguí no con una madre, sino con un taxista, el que nos llevó a Heathrow para tomar el avión de vuelta a casa: por fin tuve la posibilidad de mantener una larga conversación, que empezó cuando el conductor vino a recogernos y se ofreció a ayudarnos con las maletas. No tres, sino cuatro veces tuve que repetirle "Sorry?", mirando a mi hijo mayor por el rabillo del ojo, antes de entender su ofrecimiento. Luego, ya en la carretera, animado por mis primeras respuestas, el hombre se lanzó a una perorata atropellada e incomprensible —sobre fútbol, me parece­—, en la que de vez en cuando me parecía a mí advertir un tonillo interrogativo, y ahí respondía yo mecánicamente "Yes, yes", mientras mi familia contenía la risa en el asiento de atrás. En mi ofuscación, me temo que le dije que sí, que yo, nacido a orillas del Manzanares, era ¡del Real Madrid!

Ya en casa, releyendo los artículos que Julio Camba escribió en Londres, he encontrado para este episodio —y para todos mis problemas de comunicación en suelo británico— el consuelo de otra de sus fantásticas teorías: “Un inglés se emborracha con una botella de Burdeos, de Jerez o de Chianti”, ha escrito Camba, “y en su borrachera tartamudea las palabras inglesas de origen latino, con preferencia a las de origen sajón. A poco versado que esté uno en el inglés, le entiende fácilmente. En cambio, un inglés que se haya emborrachado con whisky es perfectamente incomprensible”. Sí, eso ha debido de ser: yo no entendía al taxista que me llevaba a Heathrow porque ese día se había desayunado con unos tragos de buen escocés en lugar de con unos chatos de vino. ¿O no...? ¿No será esto sólo una burda justificación, el inicio de otra quimera, de otro espejismo, de otro delirio lingüístico? Me parece que voy a tener que volver pronto a Londres no para practicar mi inglés —objetivo poco menos que imposible—, sino para someterlo a un nuevo tratamiento de choque con la realidad.

 

 
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