Cuaderno de lengua: crónicas personales del idioma español

n.º 40, 25 de julio de 2005. Majadahonda (Madrid)

La lengua española veranea en Santander

(crónica de dos cursos en el Palacio de la Magdalena)


Victoriano Colodrón Denis
 
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Cuando un curso de verano sobre la lengua española se celebra en el Palacio de la Magdalena de Santander, tiene más posibilidades de ser un éxito. En primer lugar, claro está, por la belleza del paraje y por el agradable fresquito que se disfruta siempre allí, más propicio para el trabajo intelectual —por ligero y veraniego que éste sea— que el cruel arreón de calor del centro y el sur de España. Pero hay otras muchas cosas que hacen de Santander una ciudad idónea para acoger un curso de verano sobre el español (o sobre cualquier otra cosa, la verdad). Citemos sólo unas cuantas, de orden diverso y escogidas al azar, a modo de muestra mínima y variada: el atardecer en la terraza del Hotel Real; los paseos por el Sardinero; los vinos y los pinchos en la plaza de Piquío; la vista de Pedreña bajo la lluvia, al otro lado de la bahía; la librería Estudio y la animación de las calles del centro; o las nécoras a la plancha en los restaurantes de la playa de la Maruca...

¿Alguna otra razón, esta vez de tipo lingüístico? Tampoco faltan: por ejemplo, la hermosa toponimia local, recia y sonora; la tradición de los cursos de español para extranjeros de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP); el proyecto de crear una Universidad de la Lengua Española en la cercana Comillas; los tesoros literarios y bibliográficos de la casona de Tudanca, también en Cantabria; o, en un plano más personal, la conversación de mi amigo Chema, bibliotecario mayor de Santander (aunque él es de La Robla, en León), o la forma en que su mujer, mi amiga Lourdes —bibliotecaria no menor que Chema, además de gran bibliógrafa—, pronuncia las elles como ya no lo hace casi nadie, impecablemente laterales, en castellano castizo (pero es que Lourdes es de Salamanca).

Este mes de julio, en Santander, además de comerme unas nécoras a la plancha en la Maruca con Chema, Lourdes y otros amigos, he tenido ocasión de oír hablar, en los cursos de verano del Palacio de la Magdalena, de los tres grandes asuntos que ocupan hoy en día el debate público sobre la lengua española. A saber: el de la tensión o el equilibrio entre su unidad y su diversidad; el de su expansión mundial y su estudio creciente como idioma extranjero; y el de la supuesta mala calidad con la que se habla y se escribe, debido al deterioro y la simplificación excesiva a que puede estar sometido por causas variadas. De estas y otras cuestiones se trató, del 6 al 8 de julio, en el Encuentro sobre la Edición que todos los años organiza en la UIMP la Federación de Gremios de Editores de España, y en el curso sobre El español que hablamos, el español que hablaremos realizado en ese mismo lugar, del día 18 al 22, por iniciativa de la Fundación del Español Urgente (Fundéu).

El desprestigio de la palabra

“La causa es el desprestigio de la palabra”. Jaume Vallcorba, el exquisito y prestigioso editor de Quaderns Crema y El Acantilado, no dudó ni un segundo cuando tuvo que responder la pregunta que le habían dirigido desde el público, en el Encuentro de la Edición. Era ya el turno de debate en la mesa redonda sobre El lector perdido que moderaba Ofelia Grande, de Siruela, y en la que también participaban los editores de Lengua de Trapo, Pote Huerta, y Caballo de Troya, Constantino Bértolo. ¿Por qué es tan difícil en este país el éxito de proyectos editoriales de calidad?, ¿a qué se deben los exiguos porcentajes de población lectora en España? Vallcorba, ya digo, no lo dudó: “El desprestigio de la palabra. Vivimos en una sociedad que no es consciente del valor del lenguaje y de la importancia de dominar la gramática, la sintaxis y el léxico”. Y un minuto después ilustró estas afirmaciones con otra no menos contundente: “Un estudiante español de humanidades puede terminar hoy su carrera universitaria sin haber leído un solo libro entero”.

Antes, el primer día del Encuentro, en la sesión dedicada a las Coordenadas de la cultura, el escritor y catedrático universitario de Derecho Juan Ramón Capella había pintado un sombrío retrato de las carencias educativas de sus alumnos. La mayoría de ellos, aseguró, son completamente incapaces de expresarse por escrito: no se trata sólo de los errores continuos de ortografía y puntuación, sino de las grafías disparatadas, las frases inconclusas y la sintaxis enmarañada, por no hablar de las grotescas simplificaciones de conceptos, la ignorancia supina de la historia, la incapacidad de leer y entender correctamente un texto y la absoluta falta de inquietudes intelectuales. “No sienten la menor curiosidad por explorar las líneas de lectura que se les abren”, dijo Capella. “Cuando en clase se cita a un autor o un título, casi nadie los apunta”.

Una concentración y un silencio absolutos se condensaban en la sala mientras la voz del disertante iba apesadumbrando los ánimos de los antes alegres, ahora cariacontecidos, cursillistas veraniegos. Algunos de los cuales, en comentarios posteriores, me expresaron sin ambages su opinión: el diagnóstico les había parecido exagerado, nada realista, abiertamente apocalíptico. Diría yo que hasta antipático. Pero a mí no me lo pareció. En cualquier caso, lo que falta ahora es lectura. En otra sesión del Encuentro, Antonio Basanta, director de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, denunció el hecho de que el sistema educativo español no esté estructurado en torno a la lectura, y el franco subdesarrollo de nuestro país en cuestión de bibliotecas escolares. “Todo esto”, dijo con la seriedad que el asunto requiere, “constituye un auténtico fraude a la sociedad”. Y recordó los penosos resultados de España en el último Informe PISA, que reveló los gravísimos problemas de comprensión lectora que tienen los estudiantes de enseñanza secundaria: muchos de ellos no entienden lo que leen, y es frecuente que no sepan resolver determinados problemas matemáticos, no por desconocimiento de las operaciones o las fórmulas necesarias, sino por no haber comprendido bien los enunciados...

Al genio del idioma no le gusta grijelmer...

Afortunadamente, el Encuentro de la Edición, además de crudos análisis de la realidad educativa y bibliotecaria, y debates intensos sobre las poéticas editoriales, dio lugar también para otras cosas, como disfrutar del buen tiempo de Santander (no lo digo irónicamente: llovió casi todos los días), pasear por el Sardinero y por el centro, y degustar unos chipirones, una lubina y un sanmartín, regados con buen albariño... De nuevo en Santander, diez días más tarde, Álex Grijelmo, presidente de la Agencia EFE y autor de libros como El genio del idioma, inauguró el seminario sobre El español que hablamos, el español que hablaremos. Y lo hizo proponiéndonos un juego a los asistentes: “Invéntense ustedes una palabra, creen un nuevo verbo a partir de un sustantivo. Verán cómo se produce una curiosa conexión mental entre todos ustedes”. En efecto, todas las propuestas de los oyentes (sofear, de sofá; playear, de playa...) terminaban en –ar. ¿Todas? No: el periodista y escritor colombiano Daniel Samper propuso grijelmer, que definió con una sonrisa pícara como “inventarse verbos terminados en –er cuando Álex Grijelmo nos pide que creemos nuevos verbos para demostrar que todos terminan en –ar”. “¡Tramposo!”, le acusó, riendo, Grijelmo, “tú conocías el truco...”.

Lo que Álex Grijelmo había querido mostrar es cómo “estamos poseídos por el genio del idioma”, que nos lleva a preferir determinadas soluciones lingüísticas a otras. Por eso, aventuró, el idioma cambiará muy poco a partir de ahora: “El español que hablamos será muy parecido al que se hable dentro de un siglo. Por supuesto que habrá cambios, pero se producirán más en el ‘semblante' de la lengua, en su superficie, que en su ‘talante', es decir, en su estructura, por utilizar la terminología de Emilio Lorenzo”. Además, será más probable que “se queden” en el idioma las nuevas palabras que tengan relaciones con otras y que lleven los genes del español; por eso muchos anglicismos acabarán desapareciendo: “El juego del scrabble tal vez acabemos llamándolo, en español, palabrero, o palabrario, o palabrículo, o verbigrama...: alguien pondrá en circulación uno de estos términos y tendrá éxito”. Por otra parte —continuó Grijelmo—, cuanto más se extiende y populariza un adelanto técnico, más se castellaniza. “Fijémonos en el fútbol: ahora es posible escribir una crónica de un partido sin recurrir a ningún anglicismo. Decimos juez de línea (o abanderado, en muchos países americanos) en lugar de linier; se escribe fuera de juego y no el antes utilizado off-side; etcétera. Incluso acabará desapareciendo fútbol, yo no creo que se lo siga llamando así en español dentro de cien años...”

En este siglo, la mayoría de las personas cultas, pronosticó también el autor de El estilo del periodista y La seducción de las palabras, hablarán inglés y español, las dos grandes lenguas de la civilización occidental. “Eso sí, a favor del español está el número de hablantes que lo tienen como lengua materna, y la conexión, la vinculación sentimental que hay en el mundo hispánico”. Además —siguió Grijelmo, escudriñando su bola de adivinador—, el español que hablaremos en el futuro será “más americano”, lo que no significará que sea por ello menos español. Y es que la gran fuerza creadora del idioma está ahora en América. “Cada vez que viajo por allí, me encantan muchas de las nuevas expresiones que oigo. En una reciente estancia en El Salvador, oí esta frase: «No hace falta que lo hagas ahora, déjalo para mientras...» ¿No es una maravilla: déjalo para mientras...?”

Cuando lo incorrecto se transforma en correcto (según la Academia de la Lengua)

La primera jornada del curso sobre el español del futuro, organizado por la Fundéu y dedicado a la memoria del gran historiador de la lengua y escritor Juan Ramón Lodares, contó también con las intervenciones de Leonardo Gómez Torrego y Francisco Moreno. Gómez Torrego, lingüista del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, se confesó “menos optimista” que Álex Grijelmo: “Las lenguas cambian porque cambia la sociedad, es inevitable”, afirmó, “y yo sí creo que muchos de esos anglicismos se quedarán en el español, fútbol entre ellos”. El resto de su intervención, titulada Cuando lo incorrecto se transforma en correcto, ilustró la idea de que “si las lenguas cambian, las normas deben cambiar” y mostró cómo éstas pueden acabar admitiendo lo que antes atentaba contra ellas.

“Fernando Lázaro Carreter criticó en sus dardos la expresión en olor de multitud, pero ¿por qué no iba a ser lícita, cuando en la lengua ya había expresiones con esa estructura, en olor de más sustantivo?”, recordó Gómez Torrego. “Lázaro también se opuso a extrovertido por motivos etimológicos: extro- no existía en latín, y el opuesto de introvertido debía ser extravertido. Pero el uso manda, y extrovertido y en olor de multitud ya están en el diccionario de la Real Academia”. Y es que a la hora de establecer una norma —aprendimos quienes seguíamos la charla del lingüista, en la biblioteca del Palacio de la Magdalena—no debe contar sólo lo etimológico, sino también lo analógico, que es igualmente idiomático. Así, lo incorrecto puede dejar de serlo en cualquier momento, en muy poco tiempo, y viceversa, lo correcto puede pasar fácilmente a considerarse incorrecto.

Gómez Torrego acumuló mil y un ejemplos para apoyar su tesis: citó el caso de palabras como guión, que la Academia prefiere ahora sin tilde; el de las formas adecúo o adecúa, que hasta hace poco se consideraban incorrectas (sólo valían adecuo y adecua); el del verbo agredir, antes defectivo, que ya puede conjugarse de forma completa, incluso en las formas que no llevan i, como agrede o agreden; el de la distinción entre hacer agua y hacer aguas, cuya pérdida ya admite la Academia, al hacer sinónimas estas expresiones (aunque hacer agua mantiene también su significado primero de “hundirse”). “Recuerdo que Rafael Lapesa se ponía muy nervioso cuando alguien decía élite, acentuando la palabra como esdrújula. Pero es que nadie pronunciaba elite, llana, como quería la Academia, que al final ha tenido que aceptar la forma esdrújula y darla como preferida en el diccionario”.

Méritos y riesgos de una política lingüística panhispánica

Todavía abrumados por el despliegue de ejemplos y los conocimientos gramaticales de Gómez Torrego, los aplicados oyentes nos dispusimos a escuchar a Francisco Moreno, hasta hacía unos días director del Instituto Cervantes de Chicago, y anteriormente del de San Pablo, en Brasil. Moreno repasó en su ponencia la evolución de la norma del español, centrada históricamente en la variedad castellana, hasta llegar al concepto de norma panhispánica impulsado en los últimos años por la Real Academia Española junto con sus homólogas americanas y filipina. En la segunda mitad del siglo XX, explicó Moreno, fue creciendo la conciencia del valor y la importancia de las variedades locales o nacionales del español, cuyas normas cultas, generalmente urbanas, en algunos casos han llegado incluso a ser los modelos de lengua que se enseñan en los respectivos países. Esta “percepción localista” no redujo, sin embargo, la importancia de la variedad castellana de la lengua en la conciencia de los hablantes, muchos de los cuales siguieron apreciándola por su supuesta “pureza”.

En los últimos años del siglo —explicó el experto en enseñanza del español, ahora en la Universidad de Alcalá— ha irrumpido con fuerza la visión panhispánica del idioma, fundada en tres realidades: la lengua española se siente “como una” en todo el mundo hispánico; no existen graves rechazos por los hablantes de las variedades del español distintas de la propia; y hay una tendencia clara a la homogeneización gracias a los medios de comunicación social. Este panhispanismo es el que inspira la nueva política lingüística de las academias de la lengua, que tuvo su primer fruto en la Ortografía de 1999, continuó con la edición del diccionario de 2001 y pronto mostrará nuevos resultados, como el esperado Diccionario panhispánico de dudas. Francisco Moreno concluyó su charla alertando de los riesgos del panhispanismo: en primer lugar, el empobrecimiento de la lengua, por la posible tendencia a una excesiva uniformización en desmedro de la diversidad; y en segundo lugar, las tentaciones “neoimperialistas” que pueden acompañar a este nuevo modelo de política lingüística (o la sola percepción en algunos países de su existencia, aunque sea una percepción equivocada, es decir, la preferencia de una “unanimidad mal entendida” en lugar de unas “mayorías consensuadas”...

Cuando los oradores saben de lo que hablan, y hablan bien, el disfrute de los escuchantes interesados es seguro. Y si de lo que hablan es de libros, lengua y lectura, y lo hacen en un curso de verano en Santander, la combinación tiene el éxito asegurado. No sólo por lo que acaba uno aprendiendo en el Palacio de la Magdalena, sino por otras muchas cosas de géneros muy distintos, tales como un té en la terraza del Hotel Real a la puesta del sol, el olor a salitre y a hierba fresca camino de las clases, un divertido e instructivo almuerzo hablando de lengua y de fútbol con Alberto Gómez Font, Patricia Pugliese, Francisco Moreno, Álex Grijelmo y Daniel Samper, o las famosas nécoras a la plancha de la playa de la Maruca, antes de la lubina y el sanmartín, y bien regadas de albariño y de la conversación de Chema, Lourdes y otros amigos. En fin, cuando el curso de verano trata de la lengua española y la convocatoria es en Santander, si además la compañía es buena, estamos sin duda ante una de las formas de la felicidad.

 

Nota

Esta crónica sólo da cuenta de la primera jornada del curso sobre El español que hablamos, el español que hablaremos. En la sección de noticias del sitio web de la Fundéu, hay una nota de prensa sobre cada una de las intervenciones del resto de las jornadas del curso: http://www.fundeu.es

 
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