. Teclados
sin eñe
. Aqua
y jabón
. Toponimia
comercial
. Ultramarinos
hispánico
Teclados
sin eñe
El cronista decide abandonar por un día
las anchas avenidas que conducen a los
asuntos importantes del español
(su presencia y su expansión internacional,
el debate sobre unidad y fragmentación,
sus raquíticas relaciones con las
tecnologías...), para internarse
por los senderos y las trochas de su mínima
realidad diaria, no menos atractivos y
seguramente más tranquilos. Piensa
que la observación cuidadosa y
cercana de la cotidianidad del idioma,
si es capaz de ella, quizá le depare
algún hallazgo de valor, tal vez
incluso la materia de una de sus crónicas.
Así que se propone fijar la mirada
en lo de todos los días, en los
modestos objetos de uso diario, en los
mínimos textos que saltan a nuestra
vista continuamente desde letreros y carteles,
y cuya lectura no podemos evitar, en los
nombres de los sitios que conforman nuestro
espacio vital, que es en gran medida un
territorio lingüístico. Sólo
pretende tomar algunas muestras de esa
constelación de palabras en la
que estamos inmersos, y que junto con
las que decimos y oímos decir,
las que leemos y escribimos, configuran
nuestro paisaje verbal cotidiano.
¿Qué otro artilugio tecnológico
más felizmente instalado en nuestro
día a día que el teléfono
móvil? Dejemos de lado la curiosa
denominación española del
chisme, que en otros países hispanohablantes
llaman, con más tino, teléfono
portátil o celular. Lo que parece
claro es que ni siquiera en España
prosperará ya el nombre que hace
unos años proponía para
este aparato Juan Cueto. Me refiero al
malogrado mancontro,
nacido de boca de sus primeros usuarios:
los guardias civiles del medio rural de
Galicia, que lo utilizaban sobre todo
para comunicar su ubicación a los
superiores que habían quedado en
el cuartel: Sargento, mancontro
aquí, no Coto do Castro, caminho
da ria.... Nombre válido
aún porque el uso principal de
estos teléfonos parece ser todavía,
según la apreciación de
Cueto, la de explicarles a nuestros interlocutores
dónde estamos en un momento determinado.
Recibe el cronista un mensaje escrito
en el teléfono móvil y se
pone a responderlo. Cuando, a modo de
despedida, está componiendo trabajosamente
un hasta mañana, cae
en la cuenta de que la letra eñe
no está en el teclado. Había
reparado en ello otras veces, pero sin
prestarle mayor atención: la eñe
se escribe en su móvil con una
pulsación adicional en la tecla
en la que están representadas la
eme, la ene y la o.
Pero entonces se acuerda de una vieja
historia. Cuando hace unos diez años
la Comisión Europea intentó
dejar sin efecto la exigencia española
de que los teclados de ordenador incluyeran
la eñe, la movilización
unánime de ciertas instituciones,
medios y personas contagió al Gobierno
la determinación necesaria -que
quizá no habría tenido por
sí solo- para oponerse a esa pretensión,
y nuestro dígrafo característico
no perdió su sitio entre las demás
teclas de las computadoras [1].
Entonces, ¿por qué nadie
ha señalado, o incluso denunciado,
la ausencia de la eñe entre los
signos de los minúsculos teclados
de los teléfonos portátiles?
Es verdad que en sus pantallas se ve sin
problemas esta letra y que para escribirla
basta realizar la sencilla operación
antes citada, pero el caso es que la eñe
no está en el teclado. (Por el
contrario, sí se ha escrito mucho
en la prensa sobre las características
lingüísticas de los mensajes
de texto que se envían con los
móviles, y el riesgo de empobrecimiento
verbal que para los adolescentes puede
comportar su uso masivo).
Así que lo que con tanto ardor
y santa indignación se rechazó
cuando se trataba de los ordenadores,
es decir, la posibilidad de escribir la
letra aunque no estuviera representada
gráficamente en el teclado (en
aquel caso se trataba de pulsar al mismo
tiempo dos teclas, la de la ene y no recuerdo
cuál otra, tal vez la de AltGr),
ahora está más extendido
de lo que entonces habría podido
imaginarse. ¿Es que la normativa
válida en este punto para las computadoras
no es aplicable a otros dispositivos electrónicos?
¿Está legalmente prohibido
que falte la eñe en los teclados
de ordenador que se fabriquen, se vendan
o se importen a España, pero sí
se permite su ausencia en los teclados
de otros aparatos, como los teléfonos?
¿Y qué pasa con las agendas
electrónicas y tantos otros artilugios?
Quizá sea eso, un vacío
de la regulación legal, pero también
podría ser que el celo y el arrebatamiento
de hace dos lustros se hayan esfumado
sin más, disueltos en... la globalización.
Aqua
y jabón
Entre las cosas que utilizamos a diario
se encuentran también los productos
para el aseo y el acicalamiento personal:
jabones y geles, cremas y champús,
colonias y perfumes. Al cronista le ha
asaltado a veces esta curiosidad ingenua:
¿de qué estarán hechos
la pasta de dientes, la crema hidratante,
el suavizante del pelo? ¡Qué
raro! Resulta que todos ellos, aunque
sean de marcas distintas, llevan entre
sus ingredientes una curiosa sustancia:
aqua.
No agua,
no, sino aqua,
como en latín. ¿Por qué?
La lectura completa de la composición
de estos productos depara otras sorpresas
del mismo tipo. Para empezar, no pocas
veces la lista está encabezada
por una palabra que no dudamos en tomar
por inglesa: ingredients,
en lugar del esperable ingredientes.
Además, el resto de sustancias
también suele estar escrito en
inglés magnesium
sulfate, sodium
bicarbonate, citric
acid, zinc
citrate, almond
glycerides-, aunque con términos
de indudable progenie griega o latina.
Tal vez el aqua
inicial no sea más que una mínima
concesión de los fabricantes, por
lo general grandes empresas multinacionales,
a la obligación de que la composición
de estos productos figure en su envase
en el idioma local u oficial correspondiente.
Puede que los fabricantes intenten que
la misma lista de ingredientes de un producto
sea válida en los distintos países
en donde éste se comercializa,
ahorrándose así los costes
de adaptación. En esos países,
claro está, todas las palabras
de las listas tienen que ser comprensibles
y hasta considerarse propias de sus respectivas
lenguas. Por ejemplo, aqua
pueden entenderlo sin problemas portugueses,
españoles e italianos, aunque la
grafía no sea correcta ni en portugués
(água),
ni en italiano (acqua),
ni en español. ¡Menudo hallazgo
para el etiquetador el encontrar términos
que, aunque mal escritos, puedan ser aceptados
por todas las autoridades y hasta por
los clientes! Conociendo el inexistente
interés de la gente (y en particular
de la gente con responsabilidades políticas
y administrativas) por su lengua, los
fabricantes han de contar con que estos
errorcillos lingüísticos les
serán perdonados sin más,
y que su propósito de ahorrarse
la traducción estará logrado.
Pero, ¿cómo encaja en esta
hipótesis el hecho de que casi
todos los ingredientes se enumeren en
inglés? Tal vez por la confianza
de que, al ser términos de raíz
grecolatina, el lector pensará
que están en latín (así
se explicaría también lo
del aqua)
o los tomará como propios; o quizá
porque se espere que, tratándose
de vocabulario técnico, resultará
tan comprensible (o incomprensible) en
inglés como en el idioma del usuario.
Ahora bien, todavía puede rizarse
más el rizo de estas curiosas y
un poco marrulleras prácticas lingüísticas
empresariales: en una pasta de dientes
etiquetada para el mercado español
y el francés (el nombre y las frases
publicitarias figuran en ambas lenguas),
la relación de ingredients,
que va escrita en inglés e incluye
Sodium
Fluoride, va precedida de la siguiente
leyenda: Contient
du fluorure de sodium / Contiene
fluoruro sódico.
Le parece a uno que todo esto no necesita
el más mínimo comentario,
aparte de la impresión de que nos
toman por tontos... Es lamentable que
no pueda uno leer en español el
contenido o la composición de lo
que compra, pero además puede que
ello se deba al incumplimiento de una
obligación legal, tal vez establecida
para proteger el derecho de los ciudadanos
a la información.
Toponimia
comercial
Nuestro espacio vital, el conjunto de
lugares que conforman el escenario de
nuestra vida diaria, constituye un determinado
ecosistema lingüístico. ¿Cómo
es el paisaje de palabras que vemos a
nuestro alrededor todos los días,
en el que nos movemos habitualmente, lo
que podríamos llamar nuestro hábitat
verbal? ¿Qué decir de ese
territorio del día a día
a partir de las marcas o señales
lingüísticas que lo delimitan?
Para intentar dar a estas preguntas, sin
duda un tanto ampulosas, alguna mínima
respuesta (no es cuestión de proponerse
ideas profundas ni teorías generales),
nada mejor que... un buen paseo. O una
mañana entera de recados, con los
ojos y los oídos bien dispuestos.
Primero nos dirigimos hacia la zona comercial
de Las
Rozas Village, cerca del centro
comercial Factory.
De camino pasamos por Big
Bowl y otros lugares de ocio y
esparcimiento similares. Más allá
están los cines del Heron
City, adonde nunca hemos ido; solemos
ver los estrenos de la temporada en Warner
Lusomundo. De vuelta al centro,
jugamos a identificar los letreros más
grandes y llamativos: Burger
King, VIPS,
Hollywood
Foster... Todavía no sabemos
si el cumpleaños de nuestro sobrino
se celebrará en el Planeta
Welby o en el Buffalo
Grill, tal vez a última
hora se elija el McDonalds.
En cualquier caso, vamos a Toysrus
a comprarle el regalo...
No cabe duda: buena parte de la toponimia
comercial que nos salta a la vista
en la ciudad es inglesa. Así, en
las conversaciones ordinarias entre los
hispanohablantes de muchas zonas, será
habitual que al contar a dónde
han ido o explicar a dónde tienen
que ir, utilicen esos términos
y expresiones inglesas. Para muchos debe
de ser un placer el hecho de que esos
nombres, que doran a sus oídos
la charla con un prestigio indudable,
marquen las coordenadas básicas
de su mundo cotidiano: el placer de sentirse
parte del Imperio y de pensar que, aunque
tan alejados de su centro, su entorno
vital se le asemeja cada vez más.
Pero con todo esto no conviene obsesionarse.
También es verdad que no falta
algún que otro nombre con origen
en lenguas distintas del inglés
(la óptica Lunettes,
la heladería Haagen
Dazs, la cafetería Sorrento)
y que gracias a ello disfrutamos de un
feliz simulacro comercial de cosmopolitismo
multilingüe. La mayoría de
los comercios, sin embargo, ha optado
por el español para bautizarse.
A veces con aciertos singulares, cuando
para los nombres se han escogido palabras
de sonoridad inconfundible y sentido acorde
con el negocio, como sucede con dos de
origen árabe que riman en consonante,
la cervecería El
aladroque (boquerón)
y la tienda de regalos Alboroque
(agasajo que hacen el comprador,
el vendedor, o ambos, a los que intervienen
en una venta, y regalo o convite
que se hace para recompensar un servicio
o por cualquier motivo de alegría).
También es verdad que los nombres
genéricos de los sitios de la geografía
local que transitamos a diario siguen
siendo españoles: auditorio,
piscina,
colegio,
centro
comercial (y no shopping,
como en otros países hispanohablantes),
biblioteca,
mercadillo;
y que en muchas ocasiones se acompañan
de nombres propios que suenan y saben
cercanos, por un motivo u otro: el almacén
de frutas Labranderos,
el polideportivo de Huerta
Vieja, el colegio Rosalía
de Castro, la zona comercial del
Carralero
(carralero
es el que hace carrales, que son barriles
o toneles para acarrear vino), el horno
Santa
Mónica, el parque de Colón
o el monte del Pilar.
Ultramarinos
hispánico
Más allá de los hitos verbales
registrados en la cartografía de
su cotidianidad, la vida diaria del hablante
del español cuanto más
de su degustador- tiene garantizada, gracias
a la extensión y la variedad del
idioma, una anchura, una densidad y una
profundidad
extraordinarias. El español configura
un vasto espacio cultural, por donde pueden
circular las obras intelectuales y artísticas
de los creadores de los muchos países
en que se habla. Es cierto que la densidad
de la circulación por ese condominio
cultural asentado en el condominio lingüístico,
resulta aún insuficiente, y que
el tráfico de obras es mucho más
intenso en unas direcciones que en otras,
pero no deja de brindar oportunidades
para disfrutar con la riqueza y la diversidad
de tonos y acentos de los distintos españoles.
En un somero recuento de las obras degustadas
durante el pasado otoño en ese
abigarrado ultramarinos de la creación
hispanoamericana, el cronista encuentra,
para empezar, dos magníficas películas
argentinas, Nueve
reinas y El
hijo de la novia, que nos han descubierto
a un gran actor, Ricardo Darín.
A la salida de la segunda, emocionante
y muy divertida, una mujer nos preguntó,
con acento porteño: ¿Les
gustó?, y luego: ¿Pero
ustedes entendieron todo?, ¿comprendían
todas las palabras?. La verdad es
que no todas, tuvimos que responder, pero
se nos han escapado muy pocas, y no hemos
tenido ningún problema en entender
la película y disfrutar muchísimo
con ella.
De Argentina a Colombia y del cine y
a la literatura sin salir del español:
en la última novela de Fernando
Vallejo, El
desbarrancadero [2],
el narrador parece gastar sus últimas
fuerzas, mientras cuida de un hermano
moribundo, en descargar agudas estocadas
o contundentes trallazos verbales contra
su madre, contra Colombia y los colombianos
y el papa Juan Pablo II, en una diatriba
de energía incontrolada, dicha,
más que escrita, en un español
ágil y vigoroso, a un tiempo coloquial
y elegante, hermosísimo. El discurso,
fluido y bien trabado, nos instala desde
el inicio en el horror. Pero su ironía,
su sarcasmo, sus excesos, nos arrancan
a veces la sonrisa o incluso la risa,
por no mencionar las concesiones pasajeras,
de fina sensibilidad, a la ternura...
Una auténtica perorata del
apestado, dura e impresionante,
protagonizada por la muerte pero con el
trasfondo evidente del gusto y el goce
por la vida y la belleza.
¿Qué más? Semanas
enteras con el sabor denso y fino de la
música tradicional mexicana recopilada
por la discográfica Putumayo [3],
de Estados Unidos. Un disco excelente
que reúne, entre otras piezas,
interpretadas por distintos artistas,
un son jarocho, Flor
de huevo, primera canción
compuesta por Los Lobos; la simpática
ranchera norteña Andan
diciendo, cantada por Ramón
Ayala y Los Bravos del Norte (nada
me importa lo que critiquen, / yo seguiré
con mi proceder); y un bellísimo
son istmeño, Ranchu
Gubiña, cantado en zapoteco
por Claudia Martínez. Y más
música mexicana en el último
disco de Lila Downs [4],
hija de madre mixteca y padre estadounidense,
y poseedora de una voz portentosa de múltiples
registros: historias de espaldas
mojadas y de maquiladoras, y excelentes
versiones, de instrumentación muy
cuidada, de canciones clásicas
o tradicionales (Yo soy un feo,
/ un feo que sabe que amar / con todo
su corazón, / que te quiere de
verdad).
Al cabo de una jornada, haber dicho,
oído, leído y escrito unas
palabras y no otras, tiene su importancia.
Porque las palabras con las que convivimos
marcan nuestros días con una impronta
particular de signo lingüístico,
les confieren una determinada personalidad
verbal, definen el ritmo y la calidad
de sus horas, y cómo es el poso
que dejan en el recuerdo.
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