Cuaderno de lengua: crónicas personales del idioma español

n.º 39, 3 de junio de 2005. Majadahonda (Madrid)

Hispanohablantes vergonzosos


Victoriano Colodrón Denis
 
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Mi amigo Carlos, hace unos días: «¡Qué vergüenza me da a veces hablar en español!». Y yo, que no estaba seguro de haber oído bien: «¿¡Que te da qué...!?». Pero sí, había oído perfectamente: «Ya te digo, vergüenza, pura y simple vergüenza».

Como viaja con frecuencia al extranjero por motivos de trabajo, pensé que Carlos sería uno de esos españoles a los que su lengua les suena tosca y atrasada tan pronto como se encuentran en un ambiente lingüístico que, váyase a saber por qué, les parece más refinado. En Francia o en Inglaterra, por ejemplo, o en Holanda o Alemania. Sí, eso debía de ser lo que le pasaba: le avergonzaba que lo oyeran hablando en español por teléfono o con algún compañero de viaje cuando estaba fuera de España, en un aeropuerto o andando por la calle.

—Así que vergüenza... —me burlé de él—. Qué patético, lo que a ti te pasa es que estás acomplejado. ¿Pero cómo va a avergonzarse uno de hablar su lengua materna?...

Carlos tuvo que sacarme de mi error, aclarándome a qué se refería. No era lo que yo había pensado, sino otra cosa muy diferente: lo que le daba vergüenza era mantener una conversación en español con extranjeros hablantes de otras lenguas y no poder corresponderles utilizándolas a su vez para dirigirse a ellos. Se sentía descortés y temía dar una falsa imagen de prepotencia a sus interlocutores. ¿Por qué no debía él haber hecho el mismo esfuerzo para estudiar sueco, húngaro o japonés, que el que ellos llevaban años haciendo para aprender español?

Escuchando las explicaciones de Carlos, me acordé de que, en mis viajes de trabajo por Europa, más de una vez me había sentido incómodo al verme en esa posición de ventaja en la que se encuentra siempre quien habla su lengua materna con alguien que la ha estudiado como extranjera y no la domina. Lo primero que se me vino a la memoria fue una comida en Berlín, el año pasado, con unos colegas portugueses y otro inglés: la conversación se había desarrollado en español, y aunque eso me había beneficiado, no había dejado de crearme la mala conciencia de estar disfrutando de un privilegio que se me concedía sin motivo alguno ni mucho menos yo merecerlo. Sentí entonces el impulso de disculparme por ello, y también el de agradecerles la deferencia a mis interlocutores.

Los hispanohablantes vergonzosos tenemos ahora muchas más ocasiones que hace unos años para experimentar la clase particular de embarazo a la que se refería mi amigo Carlos, porque cada vez es más frecuente encontrarse en reuniones, seminarios y congresos de ámbito internacional con personas de otras culturas a las que puede uno dirigirse en español. Por ejemplo, y sin ir más lejos, no creo que se deba a la casualidad el hecho de que sea también en este idioma, y no en inglés, como suelo comunicarme con Olav y Franziska, el secretario y la vicesecretaria general de la federación internacional a la que pertenece la entidad en la que trabajo (él es noruego y ella alemana). Ni creo que sea por casualidad por lo que también hablan español el presidente de esa federación, Peter, que es galés, y su presidenta honoraria, la finlandesa Tarja, como asimismo lo hablan —o lo estudian— otros de sus miembros, de edades y procedencias diversas: Jean, de Francia; Andrea, de Suiza, y Diana, de Rumanía; el italiano Piero, el brasileño Alfredo o la eslovaca Jana, quien, por cierto, se me presentó en una reunión, hace tiempo, como “Juanita”.

Hispanohablantes desvergonzados (¿o sinvergüenzas?)

Es verdad que en esas reuniones internacionales el español suele quedar simpáticamente relegado a los cafés, las charlas de pasillo y los actos sociales, porque en las sesiones de trabajo lo normal es que sólo se use el inglés (aunque —¡ojo!— también en los pasillos puede circular información importante). Pero en cualquier caso el auge del español en el mundo nos va a dar a los hispanohablantes cada vez más oportunidades de poder hablar en nuestra lengua con un número creciente de personas en muchos países. Nos pasará, aunque en una escala muchísimo menor, lo mismo que les viene pasando desde hace mucho tiempo a quienes tienen el inglés como lengua propia, que se mueven por el mundo a sus anchas, con la seguridad de que en todas partes encontrarán con quién comunicarse en su idioma.

Y eso, a los británicos, los irlandeses, los australianos, los estadounidenses..., ¡¿no les dará vergüenza...?! Me refiero al hecho de que se dé por sentado y no se cuestione que toda conversación que se trabe con ellos ha de desarrollarse en inglés. Estoy seguro de que sí, de que a muchos les hará sonrojarse; y a más de uno le he oído disculparse por no ser capaz de comunicarse más que en una lengua, sin poder tener con sus interlocutores la misma cortesía lingüística que recibía de ellos. Pero otros anglohablantes, sin embargo, lo verán como lo más normal del mundo, y nunca se habrán parado a pensar en la profunda desigualdad que entrañan esas situaciones: mientras ellos manejan a placer su lengua, los otros quizá se sienten torpes y desgraciados, haciendo esfuerzos sin cuento para no conseguir nunca expresarse con la misma fluidez y precisión...

Entre los hispanohablantes tal vez ocurrirá eso mismo, que perderemos la conciencia de ser unos afortunados y nos olvidaremos de la atención que tienen con nosotros quienes se toman el trabajo de hablarnos en nuestra lengua. Y algún día dejará de sorprendernos un hecho tan extraordinario como el de que en una misma reunión en Ámsterdam —me pasó a mí hace un par de semanas— una joven austriaca nos cuente que acaba de viajar a Cuba a hacer un curso de español, un señor polaco se nos revele en el mismo idioma como un experto en aceites de oliva y jamón serrano, o una dama australiana nos pida ayuda para conseguirle unos libros a su hija, que allá en la lejana Adelaida se dedica a estudiar español.

Y habrá hispanohablantes que, como tontos nuevos ricos, reaccionen con un orgullo absurdo al comprobar que los demás se dirigen a ellos en español, renunciando a su propio idioma. Otros no se contentarán con la creciente utilidad de la lengua que hablan, sino que irán pavoneándose por ahí, vanagloriándose de lo que llamarán, con grandilocuencia, su “expansión mundial”. Como si fuera un mérito propio, o un logro a cuya consecución hubieran contribuido de alguna manera. Los más retorcidos y rencorosos, eternos estudiantes de inglés en perpetuo nivel de chapurreo impresentable —¡somos tantos!—, incluso puede que piensen: «¡Ya era hora...! Que sufran ellos un poco... ». En fin, sólo cabe esperar que quienes tenemos el español como lengua materna no terminemos todos perdiendo los modales y la compostura, desvergonzados o hechos unos sinvergüenzas...

 

 
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