Cuaderno de lengua: crónicas personales del idioma español

n.º 38, 29 de abril de 2005. Majadahonda (Madrid)

Catálogo de voces que cantan en español

(Antonio Vega, Enrique Urquijo, Quique González)


Victoriano Colodrón Denis
 
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El mes pasado fue un gran mes para la lengua española. O al menos lo fue en mi pequeña historia personal del español, porque dos de los músicos que para mi gusto mejor lo dicen cuando cantan, Antonio Vega y Quique González, publicaron nuevos discos. Y es que la historia de las lenguas, creo yo, está compuesta no sólo de grandes acontecimientos, de decisiones y cambios importantes, sino de todas las cosas que sus hablantes hacen con ellas a diario (promesas, amistades, recuentos..., también canciones), y de la manera en que otros hablantes perciben esas cosas.

En mi caso, la música pop, al menos la que a mí más me gusta, me ha brindado siempre uno de los mejores modos de deleite verbal, de disfrute con el español. Mis canciones favoritas lo son no sólo por la capacidad de condensar matices de sentimiento en tres minutos llenos a veces de energía y sutileza, sino también por el volumen o cuerpo sonoro que en ellas puede alcanzar la lengua. Es una cuestión en la que algo que tiene que ver la letra, claro, las palabras que se dicen en la canción, pero que depende sobre todo del timbre o el metal de la voz que canta y también de la forma de pronunciar, de la particular dicción con que se articulan los sonidos.

Todo esto es difícil de explicar y quizá más difícil aún de compartir. Si queremos hablar de voces, de la voz humana, lo más fácil es que perdamos pie y no sepamos por dónde empezar, o que tengamos que limitarnos a los rodeos, a los circunloquios metafóricos mas o menos afortunados. Quizá por la misma razón por la que la voz es lo más personal, lo más propio y característico de una persona, la relación que tenemos con las voces que nos gustan es en gran medida exclusiva y misteriosa, y por ello se nos antoja impenetrable. Por qué nos gusta la voz de Quique González, lenta y cabal, de cuerpo entero, o por qué nos pasma la afilada voz de plata, la voz de papel de Antonio Vega, son cuestiones igual de insondables, o más, que los motivos por los que nuestro color preferido es el verde oscuro, o la razón de nuestra fidelidad a un determinado paisaje invernal. Con la complejidad añadida de que cuando las escuchas, tus voces favoritas, estás siempre solo, te quedas de repente a solas con tu intimidad, con la compañía frágil y precaria de una extraña vibración del aire...

La voz de plata de Antonio Vega y el español cabal de Quique González

Marzo de 2005: un gran mes para la lengua española sólo porque Antonio Vega ha vuelto a sacar un disco, 3.000 noches con Marga, y nos ha dado así la posibilidad de quedarnos perplejos una vez más con el misterio de su voz, con su dicción, con sus palabras. Una voz ahora más madura y más grave, con más matices, con más vida vivida. ¿También más limitada, menos potente, con menos registros? Pero qué importa el virtuosismo técnico cuando hay algo en la voz que es auténtico, que es de verdad. Voz de plata, la de Antonio, voz de papel, con algo de la delgadez de una hoja de papel, de su estar siempre dispuesta a quebrarse. Y tan amiga de las guitarras, de su filo eléctrico o su calor acústico. Voz a un solo paso del silencio, que hasta el grito lo templa en susurro, voz frontera de la nada, como hueca, mero canal para lo de dentro, en conexión directa con lo muy nuestro, nervio, tripas, cerebro, latidos que no conocemos.

Así es la voz de Antonio, una voz honrada que sin alardes ni efectos, de manera natural, consigue que las palabras suenen justas y necesarias, imprescindibles. Voz exacta, y escueta, y precisa..., para una dicción del español también muy limpia, cabal. Una voz y una dicción claras pero no sin misterio, no sin una cierta veladura tal vez inapreciable a primer oído. Como un finísimo cendal de turbiedad que empeñara su tersura, la suavidad de su metal. O un ligero temblor que hace pensar que en cualquier momento podría rasgarse... Y puede que sea de ahí, de ese velo que cela la nitidez de la voz, de donde proceda su magia. Magia con precisión...

Y no es sólo la voz, claro, sino también la maravilla de las canciones (en el último disco están Pasa el otoño, Pueblos blancos o esa joya, Caminos infinitos), la riqueza de las melodías y la instrumentación sutil, la fina sensibilidad de guitarrista obsesivo y aventurero por sus mundos sonoros (encontrado el grosor de púa adecuado, todo es buscar un sonido fiel), el acompañamiento eficaz del bajo, la batería, los teclados. Y las letras, por supuesto, las palabras trazando itinerarios personales, el juego de los matices y los equívocos, las sugerencias siempre aleteando en las metáforas, en las imágenes sencillas y poderosas. Letras y canciones con altibajos, por supuesto, no todas geniales, pero eso sí, que nunca dicen nada por decir, con alergia a la estupidez y la banalidad, y siempre con la conciencia presente del valor de la lengua: “El español es una lengua tan agradecida a la hora de leerla, de pensarla, de escribirla”, ha dicho Antonio Vega hace poco, “que hay que ser correcto con ella...”. Aunque la sensibilidad de Antonio, su genuino sentido musical, se ha empleado de la misma manera, a la misma altura, tanto al cantar sus composiciones como al interpretar las canciones de otros, siempre llevándolas a su terreno, haciéndolas suyas. En esa escalofriante versión del Romance de Curro el Palmo de Serrat, por ejemplo, o en la no menos turbadora interpretación de aquella hermosa canción de Los Secretos, Agárrate a mí, María.

En cualquier caso, solo o con Nacha Pop, con letras suyas o ajenas, con rimas más o menos afortunadas, con imágenes y metáforas claras o enigmáticas, siempre, por encima de todo, la voz pura, la voz desnuda y desvalida de Antonio cantando en un español de cristal, capaz de la mayor delicadeza al decir de manera inigualable algunas palabras, azul, papel, chaval, lija, montaña, silencio, mujer, atardecer, atrás, fugaz, amistad, luz... Los sonidos de mi español, del español más mío –lo quiera o no-, que es el de Madrid, con sus eses, sus zetas, sus jotas... Una prosodia que es de Madrid y que me habla de Madrid, del Madrid de hace veinte o veinticinco años, pero también del de hoy, de una ciudad de la que ya han desaparecido demasiados amigos...

Sensación de familiaridad fonética que tampoco puedo evitar cuando escucho al también madrileño Quique González con su pronunciación limpia y escueta, que se pliega al sentido de las palabras, a las historias, los sentimientos. Una manera de decir el español muy personal gracias a su voz de una pieza, entera y grave, un punto áspera, pero nítida, transparente. Una voz que en La noche americana vuelve a dar en el clavo de algunas canciones preciosas (Kid Chocolate, Me agarraste, Días que se escapan, Hotel solitarios) para confirmar el espectáculo fascinante que Quique viene ofreciendo desde el inicio de su carrera: el de una creatividad y una inteligencia musical extraordinarias.

Hay mucha música en los cinco discos de Quique González, mucho corazón en su voz, mucha verdad. Todos ellos, llenos de canciones que demuestran la capacidad prodigiosa de levantar un paisaje o un mundo en sólo dos o tres minutos, afinando el sentimiento, conteniendo la emoción. Al cantar, Quique dice un castellano de Madrid redondo, cabal, limpio, de perfiles bien cortados, no sólo en las baladas, en los temas en que la voz se interna despacio, a lo hondo, por sus galerías personales, sino también cuando las guitarras eléctricas se afilan y el ritmo se acelera. Una misma honradez, una misma pasión.

1998, un gran año para la lengua española (con Enrique Urquijo)

1998 fue también un gran año para la lengua española. Antonio Vega publicaba ese año Anatomía de una ola, su cuarto disco en solitario, con un puñado de letras y melodías maravillosas (La hora del crepúsculo, Tuve que correr, Ángel caído, Agua de río...); un jovencísimo Quique González sacaba Personal, su primera recopilación de canciones, muchas de las cuales, ya míticas para sus seguidores, han ido creciendo con el tiempo (Y los conserjes de noche, Cuando éramos reyes, Se nos iba la vida, Con vistas al mar, Fito...); y del gran, del inolvidable Enrique Urquijo, veía la luz ese mismo año, uno antes de su muerte, Desde que no nos vemos, el que sería su último disco: otra gran muestra de un español entero, sencillo y ajustado –también muy de Madrid-, en la hermosa voz densa y mate de un músico excepcional.

Son casi veinticinco años ya, desde el primer disco de Los Secretos, con esa voz, con la voz de Enrique Urquijo, de color pardo, verde oscuro, al servicio de una sensibilidad fina y sobria, concentrada. Matices de gravedad y de tristeza (¿”Adiós, tristeza”?, tal vez la despedida no sirvió...), desplegados por una voz experta en refrenar el sentimiento para no caer nunca en el alarde o la exhibición. Como en las de Quique González y Antonio Vega, en la voz de Enrique Urquijo, en su forma de cantar, dominaba un cierto sentido del pudor, una manera reservada de hablar de amor y de soledad. De mostrarse desnudo, a la intemperie de la grabación o del escenario; de tener encaje pero sin perder empaque.

También Enrique Urquijo, al cantar, abdicaba ante el sentido de las palabras, sin forzar efectos, dándoles todo el protagonismo, retirándose ante ellas (pero, claro, sin poder desaparecer), para que ganaran así cuerpo, presencia, relieve. Eso, y la peculiar gravedad de la voz, su calidad de madera oscura, conseguían darle a lo cantado una rara intensidad, un fulgor apagado. Decir así las palabras, nuestras palabras, con esa sencilla belleza..., las transformaba, les daba una textura especial. Sacadas del habla diaria para ser pronunciadas por esa voz en canciones tan bonitas, arropadas por guitarras y armonías de un gusto musical exquisito (aunque fuera sólo pop... ¿Sólo?), las palabras se nos devolvían después con un brillo nuevo, con una consistencia distinta.

No me canso de escuchar ese disco, una y otra vez, ese último disco de Enrique Urquijo con Los Problemas (su “otro” grupo), porque hay en él cinco o seis canciones en las que la voz alcanza una profundidad y una madurez de gran belleza, reflexiva y melancólica. Composiciones propias nuevas o antiguas (Tu tristeza, Sólo pienso en ti, una inolvidable interpretación de No digas que no) o canciones de otros (la emocionante versión de Amor se escribe con llanto, del colombiano Álvaro Dalmar, o esa otra, intensa y contenida, del clásico de José Alfredo Jiménez, Amanecí otra vez). Y además, quizá no por casualidad, una preciosa canción escrita por Quique González, Aunque tú no lo sepas, y otra de Antonio Vega, Desordenada habitación, que canta con Enrique Urquijo para que apreciemos mejor que se trata de timbres distintos y una sensibilidad hermana.

Precaria, caediza, quebradiza, pero a veces enormemente potente y eficaz: así es la magia de las mejores canciones del pop, capaz de suscitar sentimientos y estados de ánimo (no todos ellos de mentira), o de convocar en diez segundos -dos acordes, tres palabras, el calor de una voz- sensaciones e imágenes del pasado. Saber que ciertas canciones o algunas voces que puede uno escuchar siempre que quiera nos van abrir esa puerta -no falla-, una vía de comunicación tan directa con los quince, los diecisiete años de uno. (Y nunca impunemente, claro, nada se recibe sin dar nada a cambio, y siempre hay un precio que tienes que pagar...). Canciones y voces que hablan de una experiencia particular de Madrid, de nuestra ciudad, que estaba hecha de voces y canciones, entre ellas también las de Santiago Auserón, Álvaro Urquijo, Nacho García Vega, José María Granados o Fernando Márquez, El Zurdo, que sabía que una buena prosodia no es cosa de broma...

Qué se le va a hacer: canta Antonio Vega, canta Enrique Urquijo, y estoy en lo mismo, en lo de siempre, vuelvo a escuchar mi lengua de entonces y con ella regreso a lo que ya no es pero sigue ahí, inalcanzable pero de verdad, y cuando terminan las canciones estoy seguro de que debe de haber formas de madurar que no excluyan la adolescencia, que no traicionen nuestros quince, nuestros diecisiete, nuestros veinte años... La voz exacta, la voz de plata de Antonio Vega, tal vez un poco deshecha (no: rehecha; deshecha y vuelta a hacer, superviviente, siempre sacando fuerzas de flaqueza, de muy adentro). La voz de Quique González, haciéndose disco a disco, canción a canción, verso a verso, de manera prodigiosa, ganando en soltura y profundidad para seguir emocionando. Y la voz de Enrique Urquijo -ya detenida, resonando sólo en los discos de antes-, tan de cuerpo entero, tan cabal, dándoles nueva forma a las palabras, un nuevo color... Cada vez que escucho sus voces, sus canciones, vuelve a ser un gran día en la historia de la lengua española.

 


Notas
. Antonio Vega: www.antoniovega.org
. Enrique Urquijo: www.los-secretos.com
. Quique González: www.quiquegonzalez.com

 
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