Hay una clase
peculiar de goce verbal que encuentro
sólo en el campo, en plena naturaleza.
Tras un rato de marcha por un sendero
solitario de montaña, en el silencio
del amanecer o del crepúsculo,
me sobreviene a menudo una extraña
apetencia de palabras, ya sea de decirlas,
oírlas, leerlas o escribirlas.
Pero es que, además, en esas palabras
encuentro un deleite particular.
Me pasa en el campo con el lenguaje lo
mismo que con la comida: que me apetece
más y me sabe mejor. Y no hacen
falta allí grandes banquetes ni
gollerías gastronómicas,
porque en cuanto sale uno a caminar al
aire libre, los alimentos más sencillos
-las más modestas palabras- se
convierten en manjares exquisitos. A veces
me llevo de excursión un libro
de poesía, y los pocos versos que
leo tumbado en la hierba a la sombra de
una encina, la cabeza apoyada en el macuto,
los encuentro más significantes,
más hondos, más hermosos.
Pero también me ocurre algo parecido
con el periódico: en el campo disfruto
más con el hojaldre de sus páginas,
relleno de buena prosa informativa, que
encuentro entonces dotada de una textura
especial, de una carnosidad más
grata.
Para mí, ya digo, hay algo en
el campo que "pide" palabras.
Me siento a descansar un momento, respiro
hondo, contemplo el paisaje con morosidad
placentera, y me entran enseguida esas
ganas absurdas de sacar de la mochila
el cuaderno y el bolígrafo para
ponerme a escribir no sé muy bien
qué, muchas veces para anotar sólo
dónde estoy, lo que veo a mi alrededor...,
es decir, para dejar una mínima
constancia del hechizo del instante, de
la maravilla de que existan lugares tan
bellos y silencios tan limpios. Pero trazar
en el papel esos apuntes paisajísticos,
o simplemente registrar los nombres del
lugar, los topónimos, me proporciona
un placer especial.
Si hojeo mis libretas, no tardo en encontrar
ese tipo de anotaciones, que a pesar de
ser lacónicas, de apenas unas líneas,
consiguen devolverme la imagen de un paseo,
de un viaje, de una hora suspendida en
el tiempo. Como la que escribí
un día de marzo de hace diez años
a la orilla del río Rus, en un
rincón de La Mancha, mirando pasar
la corriente bajo los árboles,
en una "sobremesa de aire, agua,
luz y verdor". O esa otra más
cercana, del cuatro de enero pasado, en
el viejo camino de Tamajón a Retiendas
(provincia de Guadalajara), en busca del
monasterio en ruinas de Bonaval: "Silencio
y soledad para empezar el año.
A la vera del arroyo del Pueblo -una agüilla
mínima y callada-, endrinos y quejigos,
pinos y sabinas, torvisco, jara y espliego".
O, por último, las notas en las
que se basa este artículo, tomadas
hace unos meses en el berrocal de Ortigosa
del Monte, en Segovia ("prados floridos,
encharcados; el gorgoteo del agua por
acequias, regatos y arroyuelos...").
Pienso que una de las razones por las
cuales en el campo me apetecen más
las palabras, y las saboreo con más
agrado, debe de ser el esfuerzo físico,
que también explica el buen apetito
y el gusto con el que se almuerza o se
merienda en una excursión. Después
de un par de horas caminando por la sierra,
el deseo de palabras y la fruición
verbal pueden deberse en parte a la euforia
que producen el festín de oxígeno
y el baile de endorfinas, que tal vez
ayuden a aguzar la percepción y
la sensibilidad. El ejercicio físico,
por otra parte, también puede obligar
a hablar menos de lo normal, por no malgastar
las fuerzas, y tal vez por ello se miden
más las palabras, se escogen mejor,
se pronuncian menos gratuitamente, y aumenta
así la probabilidad de que el oído
las reciba como un regalo. Además,
el ir llenándose los pulmones de
aire puro produce un efecto inmediato
en las voces de los caminantes, que se
emiten entonces mejor timbradas, con una
sonoridad más agradable.
Silencio,
paisaje y palabra
Pero las voces no se oyen más
bonitas en el campo sólo porque
se modulen de manera más depurada,
sino también por el medio en el
que se difunden, que resulta más
propicio para que se aprecien mejor. Y
ese es otro de los motivos por los que
creo que en mis paseos por el monte experimento
el peculiar regusto verbal del que vengo
hablando: me refiero al silencio, al silencio
que se disfruta en la soledad del campo,
y que da un relieve especial a lo que
en él se dice, se escribe o se
lee: al percibirse exentas, fuera de su
marco acústico habitual (el tráfico,
otras conversaciones...), las palabras
adquieren por contraste una corporeidad
de contornos más nítidos,
alcanzan algo así como su plenitud
resonante, una afortunada sazón
sonora.
Habrá quien piense que, en el
campo, más vale callar. Primero,
para degustar mejor el silencio, tan precioso
y tan escaso en nuestra vida urbana diaria
que más vale no desaprovecharlo.
Pero también porque en medio de
la Naturaleza lo que hay que escuchar
son las voces del viento y el agua, el
canto del cárabo y el mochuelo,
el crujido placentero de la pinaza o de
la coscoja quebrándose bajo los
pies... De modo que ese prurito verbal
en medio del campo, ese querer hablar,
leer o escribir allí, ¿significa
que no valora uno lo que está viendo
y oyendo, que no está disfrutando
plenamente del paseo, del entorno natural?
¿Es una muestra más de ese
inmaduro querer siempre una cosa distinta
de la que tenemos? ¿O más
bien un deseo -típicamente masculino,
diría alguien- de rasgar el lienzo
inmaculado del silencio, de inscribir
en su blancura el propio signo?
En mi caso, desde luego, no se puede
hablar de miedo al silencio, de un horror
vacui de tipo sonoro, porque si
salgo a caminar por la montaña
de vez en cuando, lo hago precisamente
huyendo del ruido, entre otras cosas.
Por eso, no es que en el campo me entren
unas ganas irrefrenables de discursear
por lo largo ni que me vea armado de repente
de un insólito deseo de soportar
monsergas ajenas, no. Tampoco me parece
que lo que yo busque sea un contrapunto
momentáneo a la banda sonora de
la Naturaleza, y a su silencio, para luego
apreciarlos mejor. Se trata más
bien de la vieja técnica de potenciar
un placer (en este caso, el placer del
lenguaje) con otro que se saborea al mismo
tiempo (el placer de estar al aire libre,
en un paraje de especial belleza). Como
quien se toma el café junto con
la tarta de chocolate, y no después,
o como quien enciende el habano sólo
cuando suenan las primeras notas del disco
y ha bebido ya el primer trago de ron.
Pero hay al menos otras dos razones que
podrían explicar todo esto. La
primera consiste en el hecho de que por
el campo suele uno ir sin prisa, con el
ritmo y la disposición adecuados
para hacer un buen uso de la lentitud,
como proponía Pierre Sansot en
un hermoso ensayo. Con el ánimo
bien dispuesto, por ejemplo, para detenernos
a elegir con cuidado lo que vamos a decir,
paladear demoradamente una palabra que
acabamos de escuchar o levantar la cabeza
del libro más veces de las habituales
cuando queremos apreciar mejor una frase.
O para entretenernos en una conversación
sin urgencias, sin precipitaciones, sin
plazos, una de esas conversaciones en
las que podemos hablar de cosas de las
que normalmente no hablamos.
Y la segunda razón a la que me
refería es el mandato imperioso
de la belleza de un paisaje, que reclama,
en correspondencia, la belleza de las
palabras para decirlo. De ahí que,
cuando tenía quince años,
en una larga marcha a pie por los Pirineos
en la que participé, me chocara
tanto que algunos monitores, al ganar
una cima o un puerto de montaña
tras horas de fatigosa ascensión,
y maravillarnos todos por la vista impresionante
de cielo, valles, cumbres, bosques, ríos
y lagos, sólo acertaran a exclamar:
"¡Qué cojonudo!"
o "¡Es de puta madre!"...
Las
palabras del campo
La belleza de las palabras, decía.
Pero, puestos a precisar, lo que quiere
el amante del lenguaje en el campo es
recrearse en la belleza de las palabras...
del campo. Palabras cálidas y seductoras,
como ha explicado muy bien Álex
Grijelmo, y que atesoran el encanto de
lo antiguo, un gran valor simbólico
y emocional y una precisión que
nos fascina. Son las palabras que hablan
de los accidentes del terreno, de las
elevaciones y depresiones que presenta
(nava,
collado,
vaguada,
cueto,
cabezuela,
mogote)
y de los cursos de agua que lo recorren
(manadero, regato, cadozo). El léxico
de la tierra (blanquizal,
tabón,
albarizo)
y el de las partes y parcelas en que el
hombre la divide y la organiza (pegujal,
alfaba,
cahíz,
hijuela).
Las palabras que hacen falta para hablar
de las mudanzas del tiempo y de la variada
condición de los meteoros (aguacero,
nevasca,
calabobos,
calorina,
helor).
La nómina propia de la caminería
(cañada,
trocha,
cordel,
vereda),
de la industria rural del agua y el viento
(aceña,
alguarín,
socaz,
ruejo,
zangarilla),
de las habitaciones del campo (borda,
majadal,
abrigaño,
quintería)...
Y los nombres de las plantas y de los
animales, claro, y el repertorio de vocablos
que se refieren a la labranza, y tantas
otras cosas y palabras...
En cualquier caso, es posible que no
todos aprecien el encanto de estas voces:
quizá sólo quienes no somos
de campo podamos sentir una determinada
complacencia en las palabras del campo,
tal vez porque percibamos su magia de
manera nítida, libre de las molestas
adherencias de utilidad o rutina que a
lo mejor tienen para quienes conviven
con ellas desde siempre. Pero, ¡ay!,
son ellos los que las conocen, y nosotros,
pobres palurdos de ciudad, ¡cuántas
veces las echamos en falta cuando vamos
al campo, y cómo nos duele entonces
la ignorancia!, ¡qué impotencia
sentimos a menudo a la orilla de un río
o subiendo una montaña!: todo aquello
cuyo nombre ignoramos desplegando su belleza
anónima ante nuestra inteligencia
mutilada, incapaz de apropiársela
plenamente. Esa dolorosa conciencia de
no estar enterándonos bien de lo
que vemos, porque no tenemos la más
lejana idea de cómo se llama...
En la ribera de un arroyuelo, monte arriba,
entre Robledondo y Santa María
de la Alameda, una tarde de junio, a la
caída del sol: este insecto colilargo
que repite incesante su breve vuelo en
picado para remontarlo a continuación
y seguir sin descanso zambulléndose
una y otra vez en el aire de color oro
y violeta, venga a caer en vertical y
a subir de nuevo igual de rápido,
como si ascendiera tirado por un hilo
elástico, con el movimiento de
un yo-yo..., este insecto ¿cómo
se llamará? Porque se parece a
una libélula, pero no..., una libélula
no es... Y no hay remedio: nos quedamos
sin saberlo. "¿Hasta cuándo
voy a ignorar vuestros nombres?",
se pregunta José Antonio Muñoz
Rojas, el poeta antequerano, dirigiéndose
a las humildes, a las "nobles yerbecillas"
del campo. Aunque luego descubrimos que
en realidad muchas de ellas sí
sabe nombrarlas: "Los que llaman
nazarenos, la que dicen lechitrezna, los
zapaticos del Niño Dios (que son
el prodigio de finura con que Dios pisa
la tierra), los jaramagos..."
Y es que alguien nos las tiene que enseñar,
las palabras del campo, porque de lo contrario
nunca las aprenderemos. Nuestro maestro
puede ser un libro, una guía, un
vademécum de caminante: por ejemplo,
las descripciones de rutas por los alrededores
de Madrid que publica Andrés Campos
en un diario de la capital, y cuya lectura
es siempre una delicia, entre otras razones
por la riqueza de su lenguaje (escarpe,
melojos,
ribazo,
portilla,
brezina,
piedemonte,
cantil...
y otras cientos de palabras igual de bonitas
y certeras). El problema es que cuando
estamos en casa, al encontrar en un libro
una de estas seductoras palabras de campo,
que se nos antoja muy hermosa, la hallamos
desprovista de su necesario referente,
de la imagen viva de aquello a lo que
da nombre. Y cuando estamos en el campo,
disfrutamos con lo que nos rodea, con
lo que vemos, pero nos faltan las palabras
para poder nombrarlo. ¿No resulta
frustrante?, ¿cómo ligar
la cosa y el vocablo?, nos preguntamos.
Por eso, lo que más anhelamos
es poder oír in
situ esas palabras de boca de alguien
que las conozca bien, tal vez de alguien
del lugar para quien sean palabras de
toda la vida, palabras vividas. Así
que siempre agradecemos la feliz coincidencia
de que quien va caminando a nuestro lado
por el campo nos diga de repente: "Mira
qué bonita dedalera",
"esas colmenas como casitas se llaman
dujos"
o "no tires por ese atajo, que te
acabas enriscando".
Se entiende, pues, que le guste a uno
salir al monte con Higinio, con su dominio
de las plantas y hierbas comestibles,
aunque la cosa también tenga sus
inconvenientes. A saber, por ejemplo:
que las setas que uno encuentra cuando
va con él, da siempre la casualidad
de que son venenosas según su autorizado
juicio, mientras que sólo las que
él descubre resultan llevar nombres
apropiados para acabar en la cazuela (en
su cazuela): níscalos,
boletus,
senderuelas,
mansarones...
Pero no siempre va uno acompañado
al campo, y mucho menos acompañado
de quien nos pueda dar estas modestas
alegrías de tipo léxico.
Y en el monte no suele haber letreros
con los nombres de las plantas, de las
rocas, de los bichos (aunque cuando los
hay, como en el bosque de la Herrería
de El Escorial, se pueden aprender en
ellos palabras preciosas: ládano,
por ejemplo, que es como se llama la sustancia
pegajosa de la jara). Así que,
movido de estas melancólicas consideraciones,
se pone uno a fantasear, absurdamente,
con el advenimiento de una nueva tecnología
lingüística: que pudiera uno
llevarse al campo un aparato (ya se sabe,
cuanto más pequeño y liviano,
mejor) que, al enfocarlo sobre la cosa
apetecida, nos mostrara en una pantallita
su nombre, o sus nombres, con su definición,
su etimología, referencias de uso,
notas de alcance... Un instrumento, en
fin, para quienes además de disfrutar
de la Naturaleza y ser aficionados a "rumiar
el pasto del paisaje recién contemplado",
como escribió Unamuno, gustan también
de rumiar y saborear las palabras del
paisaje, las palabras del campo.
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