Cuaderno de lengua: crónicas personales del idioma español

n.º 31, 20 de septiembre de 2004. Majadahonda (Madrid)

Las palabras del campo


Victoriano Colodrón Denis
 
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Hay una clase peculiar de goce verbal que encuentro sólo en el campo, en plena naturaleza. Tras un rato de marcha por un sendero solitario de montaña, en el silencio del amanecer o del crepúsculo, me sobreviene a menudo una extraña apetencia de palabras, ya sea de decirlas, oírlas, leerlas o escribirlas. Pero es que, además, en esas palabras encuentro un deleite particular.

Me pasa en el campo con el lenguaje lo mismo que con la comida: que me apetece más y me sabe mejor. Y no hacen falta allí grandes banquetes ni gollerías gastronómicas, porque en cuanto sale uno a caminar al aire libre, los alimentos más sencillos -las más modestas palabras- se convierten en manjares exquisitos. A veces me llevo de excursión un libro de poesía, y los pocos versos que leo tumbado en la hierba a la sombra de una encina, la cabeza apoyada en el macuto, los encuentro más significantes, más hondos, más hermosos. Pero también me ocurre algo parecido con el periódico: en el campo disfruto más con el hojaldre de sus páginas, relleno de buena prosa informativa, que encuentro entonces dotada de una textura especial, de una carnosidad más grata.

Para mí, ya digo, hay algo en el campo que "pide" palabras. Me siento a descansar un momento, respiro hondo, contemplo el paisaje con morosidad placentera, y me entran enseguida esas ganas absurdas de sacar de la mochila el cuaderno y el bolígrafo para ponerme a escribir no sé muy bien qué, muchas veces para anotar sólo dónde estoy, lo que veo a mi alrededor..., es decir, para dejar una mínima constancia del hechizo del instante, de la maravilla de que existan lugares tan bellos y silencios tan limpios. Pero trazar en el papel esos apuntes paisajísticos, o simplemente registrar los nombres del lugar, los topónimos, me proporciona un placer especial.

Si hojeo mis libretas, no tardo en encontrar ese tipo de anotaciones, que a pesar de ser lacónicas, de apenas unas líneas, consiguen devolverme la imagen de un paseo, de un viaje, de una hora suspendida en el tiempo. Como la que escribí un día de marzo de hace diez años a la orilla del río Rus, en un rincón de La Mancha, mirando pasar la corriente bajo los árboles, en una "sobremesa de aire, agua, luz y verdor". O esa otra más cercana, del cuatro de enero pasado, en el viejo camino de Tamajón a Retiendas (provincia de Guadalajara), en busca del monasterio en ruinas de Bonaval: "Silencio y soledad para empezar el año. A la vera del arroyo del Pueblo -una agüilla mínima y callada-, endrinos y quejigos, pinos y sabinas, torvisco, jara y espliego". O, por último, las notas en las que se basa este artículo, tomadas hace unos meses en el berrocal de Ortigosa del Monte, en Segovia ("prados floridos, encharcados; el gorgoteo del agua por acequias, regatos y arroyuelos...").

Pienso que una de las razones por las cuales en el campo me apetecen más las palabras, y las saboreo con más agrado, debe de ser el esfuerzo físico, que también explica el buen apetito y el gusto con el que se almuerza o se merienda en una excursión. Después de un par de horas caminando por la sierra, el deseo de palabras y la fruición verbal pueden deberse en parte a la euforia que producen el festín de oxígeno y el baile de endorfinas, que tal vez ayuden a aguzar la percepción y la sensibilidad. El ejercicio físico, por otra parte, también puede obligar a hablar menos de lo normal, por no malgastar las fuerzas, y tal vez por ello se miden más las palabras, se escogen mejor, se pronuncian menos gratuitamente, y aumenta así la probabilidad de que el oído las reciba como un regalo. Además, el ir llenándose los pulmones de aire puro produce un efecto inmediato en las voces de los caminantes, que se emiten entonces mejor timbradas, con una sonoridad más agradable.

Silencio, paisaje y palabra

Pero las voces no se oyen más bonitas en el campo sólo porque se modulen de manera más depurada, sino también por el medio en el que se difunden, que resulta más propicio para que se aprecien mejor. Y ese es otro de los motivos por los que creo que en mis paseos por el monte experimento el peculiar regusto verbal del que vengo hablando: me refiero al silencio, al silencio que se disfruta en la soledad del campo, y que da un relieve especial a lo que en él se dice, se escribe o se lee: al percibirse exentas, fuera de su marco acústico habitual (el tráfico, otras conversaciones...), las palabras adquieren por contraste una corporeidad de contornos más nítidos, alcanzan algo así como su plenitud resonante, una afortunada sazón sonora.

Habrá quien piense que, en el campo, más vale callar. Primero, para degustar mejor el silencio, tan precioso y tan escaso en nuestra vida urbana diaria que más vale no desaprovecharlo. Pero también porque en medio de la Naturaleza lo que hay que escuchar son las voces del viento y el agua, el canto del cárabo y el mochuelo, el crujido placentero de la pinaza o de la coscoja quebrándose bajo los pies... De modo que ese prurito verbal en medio del campo, ese querer hablar, leer o escribir allí, ¿significa que no valora uno lo que está viendo y oyendo, que no está disfrutando plenamente del paseo, del entorno natural? ¿Es una muestra más de ese inmaduro querer siempre una cosa distinta de la que tenemos? ¿O más bien un deseo -típicamente masculino, diría alguien- de rasgar el lienzo inmaculado del silencio, de inscribir en su blancura el propio signo?

En mi caso, desde luego, no se puede hablar de miedo al silencio, de un horror vacui de tipo sonoro, porque si salgo a caminar por la montaña de vez en cuando, lo hago precisamente huyendo del ruido, entre otras cosas. Por eso, no es que en el campo me entren unas ganas irrefrenables de discursear por lo largo ni que me vea armado de repente de un insólito deseo de soportar monsergas ajenas, no. Tampoco me parece que lo que yo busque sea un contrapunto momentáneo a la banda sonora de la Naturaleza, y a su silencio, para luego apreciarlos mejor. Se trata más bien de la vieja técnica de potenciar un placer (en este caso, el placer del lenguaje) con otro que se saborea al mismo tiempo (el placer de estar al aire libre, en un paraje de especial belleza). Como quien se toma el café junto con la tarta de chocolate, y no después, o como quien enciende el habano sólo cuando suenan las primeras notas del disco y ha bebido ya el primer trago de ron.

Pero hay al menos otras dos razones que podrían explicar todo esto. La primera consiste en el hecho de que por el campo suele uno ir sin prisa, con el ritmo y la disposición adecuados para hacer un buen uso de la lentitud, como proponía Pierre Sansot en un hermoso ensayo. Con el ánimo bien dispuesto, por ejemplo, para detenernos a elegir con cuidado lo que vamos a decir, paladear demoradamente una palabra que acabamos de escuchar o levantar la cabeza del libro más veces de las habituales cuando queremos apreciar mejor una frase. O para entretenernos en una conversación sin urgencias, sin precipitaciones, sin plazos, una de esas conversaciones en las que podemos hablar de cosas de las que normalmente no hablamos.

Y la segunda razón a la que me refería es el mandato imperioso de la belleza de un paisaje, que reclama, en correspondencia, la belleza de las palabras para decirlo. De ahí que, cuando tenía quince años, en una larga marcha a pie por los Pirineos en la que participé, me chocara tanto que algunos monitores, al ganar una cima o un puerto de montaña tras horas de fatigosa ascensión, y maravillarnos todos por la vista impresionante de cielo, valles, cumbres, bosques, ríos y lagos, sólo acertaran a exclamar: "¡Qué cojonudo!" o "¡Es de puta madre!"...

Las palabras del campo

La belleza de las palabras, decía. Pero, puestos a precisar, lo que quiere el amante del lenguaje en el campo es recrearse en la belleza de las palabras... del campo. Palabras cálidas y seductoras, como ha explicado muy bien Álex Grijelmo, y que atesoran el encanto de lo antiguo, un gran valor simbólico y emocional y una precisión que nos fascina. Son las palabras que hablan de los accidentes del terreno, de las elevaciones y depresiones que presenta (nava, collado, vaguada, cueto, cabezuela, mogote) y de los cursos de agua que lo recorren (manadero, regato, cadozo). El léxico de la tierra (blanquizal, tabón, albarizo) y el de las partes y parcelas en que el hombre la divide y la organiza (pegujal, alfaba, cahíz, hijuela). Las palabras que hacen falta para hablar de las mudanzas del tiempo y de la variada condición de los meteoros (aguacero, nevasca, calabobos, calorina, helor). La nómina propia de la caminería (cañada, trocha, cordel, vereda), de la industria rural del agua y el viento (aceña, alguarín, socaz, ruejo, zangarilla), de las habitaciones del campo (borda, majadal, abrigaño, quintería)... Y los nombres de las plantas y de los animales, claro, y el repertorio de vocablos que se refieren a la labranza, y tantas otras cosas y palabras...

En cualquier caso, es posible que no todos aprecien el encanto de estas voces: quizá sólo quienes no somos de campo podamos sentir una determinada complacencia en las palabras del campo, tal vez porque percibamos su magia de manera nítida, libre de las molestas adherencias de utilidad o rutina que a lo mejor tienen para quienes conviven con ellas desde siempre. Pero, ¡ay!, son ellos los que las conocen, y nosotros, pobres palurdos de ciudad, ¡cuántas veces las echamos en falta cuando vamos al campo, y cómo nos duele entonces la ignorancia!, ¡qué impotencia sentimos a menudo a la orilla de un río o subiendo una montaña!: todo aquello cuyo nombre ignoramos desplegando su belleza anónima ante nuestra inteligencia mutilada, incapaz de apropiársela plenamente. Esa dolorosa conciencia de no estar enterándonos bien de lo que vemos, porque no tenemos la más lejana idea de cómo se llama...

En la ribera de un arroyuelo, monte arriba, entre Robledondo y Santa María de la Alameda, una tarde de junio, a la caída del sol: este insecto colilargo que repite incesante su breve vuelo en picado para remontarlo a continuación y seguir sin descanso zambulléndose una y otra vez en el aire de color oro y violeta, venga a caer en vertical y a subir de nuevo igual de rápido, como si ascendiera tirado por un hilo elástico, con el movimiento de un yo-yo..., este insecto ¿cómo se llamará? Porque se parece a una libélula, pero no..., una libélula no es... Y no hay remedio: nos quedamos sin saberlo. "¿Hasta cuándo voy a ignorar vuestros nombres?", se pregunta José Antonio Muñoz Rojas, el poeta antequerano, dirigiéndose a las humildes, a las "nobles yerbecillas" del campo. Aunque luego descubrimos que en realidad muchas de ellas sí sabe nombrarlas: "Los que llaman nazarenos, la que dicen lechitrezna, los zapaticos del Niño Dios (que son el prodigio de finura con que Dios pisa la tierra), los jaramagos..."

Y es que alguien nos las tiene que enseñar, las palabras del campo, porque de lo contrario nunca las aprenderemos. Nuestro maestro puede ser un libro, una guía, un vademécum de caminante: por ejemplo, las descripciones de rutas por los alrededores de Madrid que publica Andrés Campos en un diario de la capital, y cuya lectura es siempre una delicia, entre otras razones por la riqueza de su lenguaje (escarpe, melojos, ribazo, portilla, brezina, piedemonte, cantil... y otras cientos de palabras igual de bonitas y certeras). El problema es que cuando estamos en casa, al encontrar en un libro una de estas seductoras palabras de campo, que se nos antoja muy hermosa, la hallamos desprovista de su necesario referente, de la imagen viva de aquello a lo que da nombre. Y cuando estamos en el campo, disfrutamos con lo que nos rodea, con lo que vemos, pero nos faltan las palabras para poder nombrarlo. ¿No resulta frustrante?, ¿cómo ligar la cosa y el vocablo?, nos preguntamos.

Por eso, lo que más anhelamos es poder oír in situ esas palabras de boca de alguien que las conozca bien, tal vez de alguien del lugar para quien sean palabras de toda la vida, palabras vividas. Así que siempre agradecemos la feliz coincidencia de que quien va caminando a nuestro lado por el campo nos diga de repente: "Mira qué bonita dedalera", "esas colmenas como casitas se llaman dujos" o "no tires por ese atajo, que te acabas enriscando". Se entiende, pues, que le guste a uno salir al monte con Higinio, con su dominio de las plantas y hierbas comestibles, aunque la cosa también tenga sus inconvenientes. A saber, por ejemplo: que las setas que uno encuentra cuando va con él, da siempre la casualidad de que son venenosas según su autorizado juicio, mientras que sólo las que él descubre resultan llevar nombres apropiados para acabar en la cazuela (en su cazuela): níscalos, boletus, senderuelas, mansarones...

Pero no siempre va uno acompañado al campo, y mucho menos acompañado de quien nos pueda dar estas modestas alegrías de tipo léxico. Y en el monte no suele haber letreros con los nombres de las plantas, de las rocas, de los bichos (aunque cuando los hay, como en el bosque de la Herrería de El Escorial, se pueden aprender en ellos palabras preciosas: ládano, por ejemplo, que es como se llama la sustancia pegajosa de la jara). Así que, movido de estas melancólicas consideraciones, se pone uno a fantasear, absurdamente, con el advenimiento de una nueva tecnología lingüística: que pudiera uno llevarse al campo un aparato (ya se sabe, cuanto más pequeño y liviano, mejor) que, al enfocarlo sobre la cosa apetecida, nos mostrara en una pantallita su nombre, o sus nombres, con su definición, su etimología, referencias de uso, notas de alcance... Un instrumento, en fin, para quienes además de disfrutar de la Naturaleza y ser aficionados a "rumiar el pasto del paisaje recién contemplado", como escribió Unamuno, gustan también de rumiar y saborear las palabras del paisaje, las palabras del campo.

 

Notas

. El libro de Pierre Sansot que cito se titula Del buen uso de la lentitud, y lo publicó en 1999 la editorial de Barcelona Tusquets en su colección "Los cinco sentidos", traducido al español por Mercedes Corral y Jean-Michel Pikias, y con ISBN 84-8310-652-3.

. Menciono también a Álex Grijelmo: me refiero a su libro La seducción de las palabras (y en concreto a su capítulo sobre "El valor de las palabras viejas"), publicado en Madrid por Taurus en el año 2000 (ISBN 84-306-0409-X).

. La cita de José Antonio Muñoz Rojas procede de su libro Las cosas del campo. Yo lo he leído en la edición de Pre-Textos (colección La Cruz del Sur), en su quinta reimpresión, de 2004. ISBN 84-8191-250-6.

. Andrés Campos viene publicando desde hace años todas las semanas una ruta por las cercanías de Madrid en las páginas locales de El País. Algunas de ellas están recogidas en libro Madrid desconocido, Asociación Los Libros de la Catarata, 1999, ISBN 84-8319-068-0.

. El Higinio del que hablo en el artículo es Higinio Pascual, coautor, junto con Javier Tardío y Ramón Morales, de Alimentos silvestres de Madrid: guía de plantas y setas de uso alimentario tradicional en la Comunidad de Madrid, Ediciones La Librería, Madrid, 2002, ISBN 84-95889-30-7.

. Hay dos artículos de Cuaderno de lengua que tienen cierta relación con éste: "Pasos y palabras (de viaje por el Camino de la Lengua Castellana)" (http://cuadernodelengua.com/cuaderno15.htm) y "La música de los topónimos" (http://cuadernodelengua.com/cuaderno23.htm).

 
citas / enlaces / palabras
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