Martes
16 de octubre
En el tren a Valladolid. Voy al Congreso
de la Lengua, sí, pero no es infrecuente
que una ciudad que no es la nuestra acabe
dándonos algo distinto de lo que
íbamos buscando en ella. En mi
caso, además del congreso, no tengo
expectativa alguna, salvo la de reencontrarme
con una mirada familiar...
Estos días, Jon Juaristi, el director
del Instituto Cervantes, ha dicho que
el II Congreso Internacional de la Lengua
Española [1]
debe servir para llamar la atención
de los políticos y los agentes
económicos de los países
hispanohablantes sobre la importancia
del español como recurso económico.
En el congreso, ha declarado, se va a
analizar el idioma más como factor
comercial que como código de valores.
Todo eso está bien, y es necesario.
Son cosas que hay que decir, porque ni
siquiera quienes más se benefician
y más directamente- de ese
recurso económico que es el español,
son conscientes de ello. Además
está expuesto con la plausible
cautela y la sencillez de Jon Juaristi,
que también ha pedido que se dejen
de hacer apologías triunfalistas
con respecto al español.
Definitivamente, se agradecen su sensatez,
la visión matizada y humilde de
la realidad que muestran sus declaraciones,
además de las buenas dosis de escepticismo.
Las palabras de otros altos magistrados
de la lengua, por el contrario, resuenan
pomposas, arrastran cola de fanfarria,
llegan lastradas de un énfasis
plomizo, hinchadas de... puro aire. Ante
ellas, además de apreciarse la
distancia de Juaristi, se
echa de menos también, salvando
las posibles diferencias ideológicas
y de otras clases, la mesura elegante
del Marqués de Tamarón,
que dirigió el Instituto Cervantes
entre 1996 y 1999, y a quien recuerdo
haberle leído declaraciones y textos
de una rara -por desacostumbrada- contención
y finura analítica [2].
Pero no puede uno evitar compensar esa
visión crematística del
idioma con otra complementaria, la que
se fija en la relación que cada
persona mantiene con su lengua, con sus
lenguas, el sesgo particular de ese vínculo
personal, que es un registro sensible
de la historia de cada uno, de su capacidad
y su forma de comunicarse, de su manera
de estar en el mundo y de relacionarse
con los demás.
Peñas de granito y pastizales,
despliegue modesto y callado de toda la
dulzura del otoño, con la belleza
del cielo encapotado sobre la sierra de
Guadarrama. El tren avanza con un dulce
traqueteo desacompasado. Navalperal de
Pinares, Guinorcondo...
Qué paisaje y qué nombres
tan distintos de los que veía ayer,
desde el tren que me traía de Málaga:
Pizarra, Álora, Casariche, Bobadilla,
Puente Genil..., naranjos y limoneros,
aldeas blancas sobre cerros desnudos,
tejavanas con emparrados, fábricas
de aceite de hace cien años, hatos
de cabras, líricas y voraces, algún
granado, cañaverales y chumberas.
En cualquier caso, los mismos dos placeres:
el de viajar en tren, con el espectáculo
del paisaje desplegándose tras
la ventanilla, y el otro, también
menudo e inofensivo, de la toponimia,
de degustar la almendra de sentido de
un nombre, de detenerse a escuchar su
música ajena o conocida, de dejarse
llevar por su carga de evocación.
Enciendo la radio minúscula que
he traído para escuchar en el viaje
los discursos de inauguración del
congreso. Cela lee mal el suyo, de manera
un poco atropellada, sin las necesarias
pausas ni ritmo alguno, y hasta equivocándose
en la acentuación de algunas palabras.
Por cierto, este discurso me suena...
Encinas y pinares, muretes de piedra,
un regato flanqueado por veriles de hierba
húmeda y brillante. Mirar la lluvia
mansa sobre estas bandas de paisaje verde
y gris adormece y es balsámico.
Cuando Vargas Llosa inicia sus palabras,
la señal de radio empieza a fallar:
el tren avanza por una zona alta, entre
riscos, enhebrando túneles. No
son más que las doce y media y
todos los viajeros de mi vagón
se han quedado dormidos. A mí me
mantiene despierto el vano entretenimiento
de mover de un lado para otro la ruedecilla
de la radio, en busca de una emisora en
la que pueda oír con una mínima
nitidez las palabras del novelista. Pero
no hay manera: en los dos puntos del dial
en los que he venido siguiendo la inauguración
del congreso ahora sólo encuentro
un sordo desconcierto de chirridos.
Pasada Ávila, consigo de nuevo
sintonizar con la emisión, aunque
con muchos ruidos de fondo. El español,
la lengua del romancero y del corrido,
oigo que dice el presidente mexicano,
con comprensible concesión a los
anfitriones y también barriendo
para casa. Fox está, para mi gusto,
demasiado largo y prolijo; me gusta más
De la Rúa, lo encuentro más
sobrio y concreto, precisando cómo
organizará Argentina en Buenos
Aires la próxima edición
de estos congresos, en el año 2004,
y hasta anunciando su lema, quizá
demasiado prematuramente: El español,
las tecnologías y la nueva integración.
Un lema extraño, poco claro (¿qué
integración es ésa?) y nada
eufónico, como deshilachado.
En el recibidor del hotel me encuentro
con Mauricio Santos, el presidente de
los editores españoles de libros
de texto, que me propone irme a comer
con el lingüista y editor electrónico
José Antonio Millán y con
él. Pasamos antes por el Teatro
Calderón, sede principal del congreso,
para acreditarnos. Las tarjetas de identificación
de los congresistas no son de las que
se prenden a la ropa con un imperdible
o un gafete (así llaman en México
genéricamente a estas tarjetas),
sino que cuelgan del cuello con un largo
cordón, a modo de escapularios.
El restaurante es muy tranquilo y está
extrañamente vacío. Los
tres coincidimos en apreciar el silencio
del comedor. No es habitual encontrar
este silencio en los restaurantes, y su
ausencia suele entorpecer la calidad de
la conversación. Nueva coincidencia
a la hora de optar, como primer plato,
por la ensalada del abad (berros,
hoja de roble, piñones, bacalao
y pimiento asado). De segundo, chuletillas
de lechazo, y para beber, Ribera de la
casa. El pan, el típico lechuguino
de Valladolid. La charla se contagia de
la calma del lugar, y discurre plácidamente
entre anécdotas y opiniones sobre
asuntos variados: política, libros
(entre ellos, el último de José
Antonio [3]),
los hijos y, cómo no, la lengua
y el congreso.
José Antonio tiene una forma de
escuchar a sus interlocutores que me resulta
agradable. Asiente, espera, mira con interés,
pregunta, pondera lo que le cuentan (no
había pensado nunca en eso
o no se me hubiera ocurrido nunca,
y es una buena observación,
sí).
Por la tarde, en el Teatro Calderón,
el ex-presidente de Colombia, Belisario
Betancur (en el programa del congreso
aparece, erróneamente, como Betancourt),
presenta en sesión plenaria su
ponencia sobre El español
en la sociedad del conocimiento.
Critica que haya instituciones académicas
de países hispanos que pretendan
imponer en su seno el inglés como
única lengua de uso; lanza un mensaje
de confianza en la capacidad del español
de ser una lengua plenamente útil
en esta nueva sociedad; y aboga por que
el diccionario académico señale
como españolismos los términos
y las acepciones propias del español
de España, al igual que hace con
argentinismos, mexicanismos y demás
formas particulares del resto de variedades
del español. ¿Su mensaje
principal?: la necesidad de promover la
lengua española como lengua de
la reconciliación y de la paz.
Este tipo de frases biensonantes y un
tanto huecas...
Betancur habla como sonriendo, y las
verdades que dice quedan suavizadas por
la voz y la entonación, cantarinas
y alegres. Toda su charla parece que busca
una complicidad risueña, como la
de quienes comparten un chiste o una clave
graciosa. Betancur es un curioso seductor.
El escenario del teatro, donde están
dispuestos el atril de los oradores y
la mesa para los debates, está
dominado, desde la pared del fondo, por
dos enormes pantallas que separa un gran
cartel con el logo del congreso. Pero,
¿para qué estas pantallas?
¿Por qué mientras habla
Betancur se proyecta en ellas un vídeo
con imágenes de la Real Academia,
o se enfoca al público, en planos
largos y también cortos, de detalle?
Y es que mandan la imagen y la técnica,
o más bien la idea nefasta de que,
disponiéndose de determinados medios
técnicos, no hay ninguna razón
para no utilizarlos, el fin o la utilidad
son lo de menos. En este caso, además,
lo que hay es una flagrante falta de respeto
al orador y al público: como si
hiciera falta ofrecerle a éste
alguna distracción alternativa
por su incapacidad de concentrarse durante
cuarenta minutos en las palabras de aquél,
que sin duda deben de ser insoportables.
De la mesa redonda sobre el español
en la sociedad del conocimiento, me queda
al final la sensación de que cada
uno ha tirado para su lado o se ha dedicado
a su propia batalla. En algún momento
he llegado a pensar que no estaban hablando
de lo mismo, como si se les hubiera propuesto
temas distintos. Por lo menos, parecen
haber entendido de maneras excesivamente
dispares a qué se refería
el enunciado de la mesa.
Lo más interesante ha sido la
intervención del venezolano Raimundo
Villegas, que es quien ha empezado a centrar
el tema, exponiendo la precaria situación
de la ciencia en América Latina
y formulando una propuesta de impulso
decidido de la cooperación en materia
de investigación científica
entre los países iberoamericanos,
como medio de que los hablantes del español
entren en la sociedad del conocimiento.
Alejandro Rossi, al principio, me ha
decepcionado, quizá porque tengo
muy fresca la lectura de su excelente
Manual
del distraído [4],
tan agudo y vivaz. Lo he encontrado cansino,
sin el nervio y el quiebro sorpresivo
del razonamiento que hay en ese libro.
Es que yo esperaba su intervención
predispuesto al deslumbramiento. Pero
no ha dejado de concitar mi adhesión
su énfasis a la hora de resaltar
la importancia para nuestra lengua y nuestra
cultura de la labor de los traductores,
y en especial de los traductores filosóficos
y literarios.
Gabriel Ferraté, el rector de
la Universitat Oberta de Catalunya, que
tan inteligentemente está apostando
por la enseñanza universitaria
a distancia en español, tiene mucho
éxito entre el público,
que ríe y amaga aplausos. Juan
Luis Cebrián también se
ciñe al tema, reclamando el desarrollo
de las infraestructuras necesarias para
el acceso general a la Red y la formación
de los ciudadanos en el uso de las tecnologías
de la información. El español
es el único idioma, dice, que se
expansiona sin que haya un imperio detrás,
y el denominador común de los pueblos
que lo hablan es la pobreza.
Cuando termina la mesa redonda son más
de las ocho y ya ha oscurecido. En las
calles cercanas al teatro hay una gran
expectación, porque está
a punto de empezar un concierto al aire
libre, con coros situados en distintos
puntos alrededor de la catedral. Durante
una hora y media callejeo al azar, para
desentumecer las piernas y despejar la
mente. Y también con el propósito
de entender algo de lo que me diga Valladolid,
una ciudad que en mis escasas y fugaces
visitas anteriores se me ha mostrado impenetrable.
En realidad, ya sé a dónde
debo ir si quiero encontrarle un sentido,
dar con una clave, pero hasta el viernes
todavía tengo tiempo.
Cerca de las diez, empiezo a notar un
poco de frío, que combato con una
sopa castellana hirviendo, de recia base
de ajo y bien aderezada de pimentón.
De vuelta al hotel, me fijo en los nombres
de algunos cafés y tabernas, nombres
de perfume limpio y tersa sonoridad: La
Carraca, La Fanega, La Acequia, Tamargullo.
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octubre
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