Cuaderno de lengua: crónicas personales del idioma español

n.º 3, 11 de noviembre de 2001. Majadahonda (Madrid)

Diario de Valladolid

(crónica del II Congreso Internacional de la Lengua Española)


Victoriano Colodrón Denis
 
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Martes 16 de octubre

En el tren a Valladolid. Voy al Congreso de la Lengua, sí, pero no es infrecuente que una ciudad que no es la nuestra acabe dándonos algo distinto de lo que íbamos buscando en ella. En mi caso, además del congreso, no tengo expectativa alguna, salvo la de reencontrarme con una mirada familiar...

Estos días, Jon Juaristi, el director del Instituto Cervantes, ha dicho que el II Congreso Internacional de la Lengua Española [1] debe servir para “llamar la atención” de los políticos y los agentes económicos de los países hispanohablantes sobre la importancia del español como recurso económico. En el congreso, ha declarado, se va a analizar el idioma más como factor comercial que como código de valores.

Todo eso está bien, y es necesario. Son cosas que hay que decir, porque ni siquiera quienes más se benefician –y más directamente- de ese recurso económico que es el español, son conscientes de ello. Además está expuesto con la plausible cautela y la sencillez de Jon Juaristi, que también ha pedido que se dejen de hacer “apologías triunfalistas con respecto al español”. Definitivamente, se agradecen su sensatez, la visión matizada y humilde de la realidad que muestran sus declaraciones, además de las buenas dosis de escepticismo. Las palabras de otros altos magistrados de la lengua, por el contrario, resuenan pomposas, arrastran cola de fanfarria, llegan lastradas de un énfasis plomizo, hinchadas de... puro aire. Ante ellas, además de apreciarse la “distancia” de Juaristi, se echa de menos también, salvando las posibles diferencias ideológicas y de otras clases, la mesura elegante del Marqués de Tamarón, que dirigió el Instituto Cervantes entre 1996 y 1999, y a quien recuerdo haberle leído declaraciones y textos de una rara -por desacostumbrada- contención y finura analítica [2].

Pero no puede uno evitar compensar esa visión crematística del idioma con otra complementaria, la que se fija en la relación que cada persona mantiene con su lengua, con sus lenguas, el sesgo particular de ese vínculo personal, que es un registro sensible de la historia de cada uno, de su capacidad y su forma de comunicarse, de su manera de estar en el mundo y de relacionarse con los demás.

Peñas de granito y pastizales, despliegue modesto y callado de toda la dulzura del otoño, con la belleza del cielo encapotado sobre la sierra de Guadarrama. El tren avanza con un dulce traqueteo desacompasado. Navalperal de Pinares, Guinorcondo...

Qué paisaje y qué nombres tan distintos de los que veía ayer, desde el tren que me traía de Málaga: Pizarra, Álora, Casariche, Bobadilla, Puente Genil..., naranjos y limoneros, aldeas blancas sobre cerros desnudos, tejavanas con emparrados, fábricas de aceite de hace cien años, hatos de cabras, líricas y voraces, algún granado, cañaverales y chumberas. En cualquier caso, los mismos dos placeres: el de viajar en tren, con el espectáculo del paisaje desplegándose tras la ventanilla, y el otro, también menudo e inofensivo, de la toponimia, de degustar la almendra de sentido de un nombre, de detenerse a escuchar su música ajena o conocida, de dejarse llevar por su carga de evocación.

Enciendo la radio minúscula que he traído para escuchar en el viaje los discursos de inauguración del congreso. Cela lee mal el suyo, de manera un poco atropellada, sin las necesarias pausas ni ritmo alguno, y hasta equivocándose en la acentuación de algunas palabras. Por cierto, este discurso me suena...

Encinas y pinares, muretes de piedra, un regato flanqueado por veriles de hierba húmeda y brillante. Mirar la lluvia mansa sobre estas bandas de paisaje verde y gris adormece y es balsámico.

Cuando Vargas Llosa inicia sus palabras, la señal de radio empieza a fallar: el tren avanza por una zona alta, entre riscos, enhebrando túneles. No son más que las doce y media y todos los viajeros de mi vagón se han quedado dormidos. A mí me mantiene despierto el vano entretenimiento de mover de un lado para otro la ruedecilla de la radio, en busca de una emisora en la que pueda oír con una mínima nitidez las palabras del novelista. Pero no hay manera: en los dos puntos del dial en los que he venido siguiendo la inauguración del congreso ahora sólo encuentro un sordo desconcierto de chirridos.

Pasada Ávila, consigo de nuevo sintonizar con la emisión, aunque con muchos ruidos de fondo. El español, “la lengua del romancero y del corrido”, oigo que dice el presidente mexicano, con comprensible concesión a los anfitriones y también barriendo para casa. Fox está, para mi gusto, demasiado largo y prolijo; me gusta más De la Rúa, lo encuentro más sobrio y concreto, precisando cómo organizará Argentina en Buenos Aires la próxima edición de estos congresos, en el año 2004, y hasta anunciando su lema, quizá demasiado prematuramente: “El español, las tecnologías y la nueva integración”. Un lema extraño, poco claro (¿qué integración es ésa?) y nada eufónico, como deshilachado.

En el recibidor del hotel me encuentro con Mauricio Santos, el presidente de los editores españoles de libros de texto, que me propone irme a comer con el lingüista y editor electrónico José Antonio Millán y con él. Pasamos antes por el Teatro Calderón, sede principal del congreso, para acreditarnos. Las tarjetas de identificación de los congresistas no son de las que se prenden a la ropa con un imperdible o un gafete (así llaman en México genéricamente a estas tarjetas), sino que cuelgan del cuello con un largo cordón, a modo de escapularios.

El restaurante es muy tranquilo y está extrañamente vacío. Los tres coincidimos en apreciar el silencio del comedor. No es habitual encontrar este silencio en los restaurantes, y su ausencia suele entorpecer la calidad de la conversación. Nueva coincidencia a la hora de optar, como primer plato, por la “ensalada del abad” (berros, hoja de roble, piñones, bacalao y pimiento asado). De segundo, chuletillas de lechazo, y para beber, Ribera de la casa. El pan, el típico lechuguino de Valladolid. La charla se contagia de la calma del lugar, y discurre plácidamente entre anécdotas y opiniones sobre asuntos variados: política, libros (entre ellos, el último de José Antonio [3]), los hijos y, cómo no, la lengua y el congreso.

José Antonio tiene una forma de escuchar a sus interlocutores que me resulta agradable. Asiente, espera, mira con interés, pregunta, pondera lo que le cuentan (“no había pensado nunca en eso” o “no se me hubiera ocurrido nunca”, y “es una buena observación, sí”).

Por la tarde, en el Teatro Calderón, el ex-presidente de Colombia, Belisario Betancur (en el programa del congreso aparece, erróneamente, como “Betancourt”), presenta en sesión plenaria su ponencia sobre “El español en la sociedad del conocimiento”. Critica que haya instituciones académicas de países hispanos que pretendan imponer en su seno el inglés como única lengua de uso; lanza un mensaje de confianza en la capacidad del español de ser una lengua plenamente útil en esta nueva sociedad; y aboga por que el diccionario académico señale como españolismos los términos y las acepciones propias del español de España, al igual que hace con argentinismos, mexicanismos y demás formas particulares del resto de variedades del español. ¿Su mensaje principal?: la necesidad de promover la lengua española como lengua de la reconciliación y de la paz. Este tipo de frases biensonantes y un tanto huecas...

Betancur habla como sonriendo, y las verdades que dice quedan suavizadas por la voz y la entonación, cantarinas y alegres. Toda su charla parece que busca una complicidad risueña, como la de quienes comparten un chiste o una clave graciosa. Betancur es un curioso seductor.

El escenario del teatro, donde están dispuestos el atril de los oradores y la mesa para los debates, está dominado, desde la pared del fondo, por dos enormes pantallas que separa un gran cartel con el logo del congreso. Pero, ¿para qué estas pantallas? ¿Por qué mientras habla Betancur se proyecta en ellas un vídeo con imágenes de la Real Academia, o se enfoca al público, en planos largos y también cortos, de detalle? Y es que mandan la imagen y la técnica, o más bien la idea nefasta de que, disponiéndose de determinados medios técnicos, no hay ninguna razón para no utilizarlos, el fin o la utilidad son lo de menos. En este caso, además, lo que hay es una flagrante falta de respeto al orador y al público: como si hiciera falta ofrecerle a éste alguna distracción alternativa por su incapacidad de concentrarse durante cuarenta minutos en las palabras de aquél, que sin duda deben de ser insoportables.

De la mesa redonda sobre el español en la sociedad del conocimiento, me queda al final la sensación de que cada uno ha tirado para su lado o se ha dedicado a su propia batalla. En algún momento he llegado a pensar que no estaban hablando de lo mismo, como si se les hubiera propuesto temas distintos. Por lo menos, parecen haber entendido de maneras excesivamente dispares a qué se refería el enunciado de la mesa.

Lo más interesante ha sido la intervención del venezolano Raimundo Villegas, que es quien ha empezado a centrar el tema, exponiendo la precaria situación de la ciencia en América Latina y formulando una propuesta de impulso decidido de la cooperación en materia de investigación científica entre los países iberoamericanos, como medio de que los hablantes del español entren en la sociedad del conocimiento.

Alejandro Rossi, al principio, me ha decepcionado, quizá porque tengo muy fresca la lectura de su excelente Manual del distraído [4], tan agudo y vivaz. Lo he encontrado cansino, sin el nervio y el quiebro sorpresivo del razonamiento que hay en ese libro. Es que yo esperaba su intervención predispuesto al deslumbramiento. Pero no ha dejado de concitar mi adhesión su énfasis a la hora de resaltar la importancia para nuestra lengua y nuestra cultura de la labor de los traductores, y en especial de los traductores filosóficos y literarios.

Gabriel Ferraté, el rector de la Universitat Oberta de Catalunya, que tan inteligentemente está apostando por la enseñanza universitaria a distancia en español, tiene mucho éxito entre el público, que ríe y amaga aplausos. Juan Luis Cebrián también se ciñe al tema, reclamando el desarrollo de las infraestructuras necesarias para el acceso general a la Red y la formación de los ciudadanos en el uso de las tecnologías de la información. El español es el único idioma, dice, que se expansiona sin que haya un imperio detrás, y el denominador común de los pueblos que lo hablan es la pobreza.

Cuando termina la mesa redonda son más de las ocho y ya ha oscurecido. En las calles cercanas al teatro hay una gran expectación, porque está a punto de empezar un concierto al aire libre, con coros situados en distintos puntos alrededor de la catedral. Durante una hora y media callejeo al azar, para desentumecer las piernas y despejar la mente. Y también con el propósito de entender algo de lo que me diga Valladolid, una ciudad que en mis escasas y fugaces visitas anteriores se me ha mostrado impenetrable. En realidad, ya sé a dónde debo ir si quiero encontrarle un sentido, dar con una clave, pero hasta el viernes todavía tengo tiempo.

Cerca de las diez, empiezo a notar un poco de frío, que combato con una sopa castellana hirviendo, de recia base de ajo y bien aderezada de pimentón. De vuelta al hotel, me fijo en los nombres de algunos cafés y tabernas, nombres de perfume limpio y tersa sonoridad: La Carraca, La Fanega, La Acequia, Tamargullo.



martes 16 de octubre - miércoles 17 de octubre - jueves 18 de octubre - viernes 19 de octubre

 


Notas

[1] II Congreso Internacional de la Lengua Española: http://congresodelalengua.cervantes.es

[2] Por ejemplo, su ponencia presentada al Congreso de la Lengua Española celebrado en Sevilla en 1992, “El español, ¿lengua internacional o lingua franca?”, publicada en su versión corregida en El siglo XX y otras calamidades, Pre-Textos, Valencia, 1997. ISBN 84-8191-141-0; o su texto sobre “El papel internacional del español”, recogido en la obra colectiva dirigida por él mismo El peso de la lengua española en el mundo, Universidad de Valladolid, 1995. ISBN 84-7762-547-6.

[3] Millán, José Antonio, Internet y el español. Fundación Retevisión, Madrid, 2001. ISBN 84-931542-7-X. Puede verse una breve reseña en “Verano del español”, Cuaderno de lengua: crónicas personales del idioma español, n.º 2, 10 de septiembre de 2001. En http://cuadernodelengua.com/cuaderno2.htm

[4] Rossi, Alejandro, Manual del distraído, Anagrama, Barcelona, 1997. ISBN 84-339-1058-2.

 
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