Es verdad que quienes
viajamos todos los días en los
trenes de cercanías de Madrid,
ahora vamos más callados. Antes
no es que habláramos mucho tampoco,
sobre todo por la mañana temprano,
cuando el que no va dormitando, se enfrasca
en la lectura, juguetea con el teléfono
móvil o escucha sólo el
sonido de la música o la radio
que le llega por sus auriculares. Pero
es verdad que ahora vamos más callados.
Y cuando el tren aminora la marcha, frente
a la calle Téllez, antes de entrar
en Atocha, el silencio se adensa... ¿Nos
habremos quedado sin palabras?
Después de los atentados del once
de marzo en Madrid, fueron muchos -fuimos
muchos- los que reaccionamos pensando
o diciendo: "¡No hay palabras!".
De esa manera, a una primera impotencia
-no podíamos hacer nada para evitar
lo que ya había pasado, ni para
perseguir y detener a los asesinos- venía
a sumarse otra impotencia: la de reconocernos
incapaces de describir la tragedia, de
calificar a los terroristas o incluso
de explicar cómo nos sentíamos.
"Me faltan las palabras", "no
tengo palabras para...", "no
creo que haya una palabra en el diccionario
que pueda expresar..." Manifestaciones
como éstas fueron muy comunes en
los días siguientes a la masacre.
Las oíamos en boca de los testigos,
de los familiares de las víctimas,
de quienes habían socorrido a los
heridos, pero también de muchos
otros vecinos de Madrid conmocionados
por la matanza. En la emocionante manifestación
del viernes doce de marzo se vieron pancartas
con ese solo mensaje -"no hay palabras"-,
y en los periódicos y en muchas
páginas de Internet encontramos
la misma expresión.
Otros decían -decíamos-:
"esto no tiene sentido", "es
incomprensible", o bien "no
hay derecho". Y en el fondo venía
a ser lo mismo que afirmar "no hay
palabras", porque detrás de
todas esas frases se podía rastrear
una misma convicción: la de que
el lenguaje es -tiene que ser- el dominio
de lo que significa y tiene sentido, de
lo que se puede y se debe explicar y entender,
el ámbito de la razón, la
justicia y la verdad. Pero, perdidas las
palabras en medio del desconcierto y el
horror, desesperantemente enanas e inútiles,
sentimos que todo lo demás se tambaleaba
y desaparecía también: "Esto
no hay quien lo entienda", "no
hay derecho"...
Hubo también quien formuló
una idea parecida con términos
opuestos: ante tamaña barbarie
"sobran las palabras", nos decían.
Y no porque pensaran que hacía
falta callar para dejar el paso expedito
a la pura acción, sino como reclamando
un espacio de silencio para la reflexión,
para el homenaje a las víctimas
o simplemente el recogimiento y la paz
con uno mismo.
Tal vez fuera sólo que es muy
difícil hablar cuando se está
llorando, y que las lágrimas ahogan
las palabras. "Soy un partidario
del diálogo", escribió
Vicente Molina Foix en El
País al día siguiente
de la tragedia. "Quiero hablar con
los muertos, más elocuentes hoy
que los vivos, limitados en nuestra supervivencia
a llorar y no entender nada, a pedir venganza,
calma o justicia". Sí, es
muy probable que fuera eso lo que estaba
ocurriendo: en silencio, pensábamos
en los muertos, les hablábamos
y les escuchábamos, imaginábamos
las conversaciones que ya nunca podríamos
mantener con ellos en uno de esos trenes
de cercanías, camino de Madrid,
en los que ya todos íbamos a ir
un poco más callados.
En cualquier caso, ya fuera porque nos
faltaran o nos sobraran, el hecho es que
nos habíamos quedado sin palabras.
El Dolor había instaurado su reino
y por unos momentos (tal vez de horas
o días) todos enmudecimos. Como
si en ese país del sufrimiento
al que habíamos sido deportados
en un instante cruel, no se hablara lengua
alguna, porque todos sus habitantes -entre
los que ya nos contábamos- estuviéramos
aquejados de una extraña afasia,
producto de la desolación, la rabia,
la indignación, el odio también.
No nos dábamos cuenta, quizá,
de que la resignación a lo inefable
era -es- nuestra segunda derrota, y además
frente a quienes no están interesados
en hablar, frente a los que sólo
se escuchan a sí mismos. Y olvidábamos
que en ocasiones como ésta no es
bueno perder la ilusión (sinónimo
de espejismo, pero también de esperanza)
de que todo se puede decir y de todo se
puede hablar, porque lo contrario sería
cederle un espacio inmerecido a la irracionalidad,
a la más profunda y peligrosa y
aterradora estupidez de la que somos capaces
los seres humanos.
Recuperar
las palabras
Por eso, tras la reacción primera,
comprensible y tal vez inevitable, se
imponía la tarea de recuperar las
palabras. Lo proponía Manuel Rivas
en El
País del catorce de marzo:
"Hay que ir rebuscando, a las palabras,
en las ruinas del lenguaje", escribía,
porque "la onda expansiva las ha
arrojado muy lejos". Y un día
después, en el mismo diario, el
psiquiatra Luis Rojas Marcos titulaba
su artículo: "Por favor, hablad",
invitando a todos los afectados a compartir
"sus experiencias, sus temores y
ansiedades" como medio para superar
la desgracia, generar un sentimiento de
universalidad ("esto no me pasa sólo
a mí") y explicarse a sí
mismos lo que les estaba haciendo sufrir,
entenderlo e interpretarlo.
Porque sí hay palabras, tiene
que haberlas. Para decir cómo nos
sentimos. Para contar lo que ha pasado.
Para decir lo que pensamos de los asesinos.
Para insultarles también, por qué
no (y nuestra lengua española no
anda escasa de recursos...). Para quejarnos.
Para gritar de dolor. Para hacernos preguntas
e intentar responder las preguntas de
nuestros hijos, porque precisamente a
ellos no podemos decirles que no hay palabras,
no podemos enseñarles esa impotencia
-aunque por momentos nos atenace-, transmitirles
esa forma de la resignación.
Es verdad que muchas veces tendremos
la impresión de que las palabras
se quedan cortas y no alcanzan a expresar
lo que queremos decir. En otras ocasiones,
por más que rebusquemos en nuestro
vocabulario, no daremos con los términos
adecuados. Pero no deberíamos dejarnos
ganar por el desánimo -"no
hay palabras"-, sino esforzarnos
más aún en perseguir la
precisión, el matiz enriquecedor,
la expresión justa. En afinar y
refinar ese instrumento único,
que es el que nos permite distinguir,
valorar, proyectar y recordar, buscar
la cercanía o rechazar, y diferenciarnos
de la brutalidad...
Otro motivo de desaliento puede surgir
al comprobar que el habla, la lengua,
también están a disposición
de quienes los aprovechan de manera torticera
y espuria, utilizándolos para confundir,
para engañar, para mentir. O para
atacar, para agredir, para dar pábulo
al odio y el enfrentamiento, valiéndose
de que la palabra, como escribió
María Zambrano, "es también
al modo del fuego, que prende y se prende,
que se propaga, que arrebata también.
Y como el fuego, también puede
ser, es a veces, destructora", por
lo que "tras de ciertas palabras
sólo quedan cenizas". Y sin
embargo habrá que conservar la
fe en el lenguaje y, a riesgo de parecer
ingenuos, coincidir con Kenzaburo Oé
cuando defendía en Barcelona, el
martes 16 de marzo (lo contaba El
Mundo), "el acto de escribir
para luchar contra la violencia",
aunque "se suele pensar que con las
palabras no se puede combatir el terrorismo".
Para mantener esa confianza, será
necesario, además, sortear varias
trampas: la del tópico insustancial
o la grandilocuencia gratuita, para empezar,
y esa otra, más insidiosa, en la
que cae quien adopta el lenguaje perverso
de los terroristas, repitiendo sus distorsiones,
sus falacias, sus repugnantes tejemanejes
verbales (sus "comandos", sus
"activistas", sus "acciones
armadas", sus "ejecuciones").
Y sentiremos también la tentación
de un silencio fácil y cómodo,
pero cobarde, y que no nos conviene, porque
sirve sólo para cobijar el miedo,
la confusión y la desesperanza.
De modo que, puestos a callar, habrá
que preferir el silencio que no se nos
impone, el que elegimos, capaz de criar
palabras más claras, más
limpias, más serenas, las que nos
hacen falta.
Porque claro que hay palabras, ¿cómo
no va a haberlas? Palabras también
para nombrar, una por una, a todas las
víctimas mortales (sus nombres
y apellidos, parte ya de nuestro vocabulario).
Para saber, aunque sea sólo por
las breves semblanzas de los periódicos,
quiénes eran, de dónde venían,
a qué se dedicaban y qué
les gustaba, cuáles eran sus proyectos,
sus esperanzas, sus frustraciones, quiénes
les querían y a quiénes
querían...
Precisamente lo que los terroristas quisieran
que no hiciéramos (lo ha explicado
muy bien Arcadi Espada en sus Diarios):
entender que cada una de esas personas
era un mundo particular, tenía
una vida irrepetible, única -igual
en eso a la nuestra-, y no considerarlas
sólo un número más
en la estadística de la masacre.
Precisamente las palabras que los terroristas
preferirían que no utilizáramos:
las que nos permiten saber que el ecuatoriano
Neil Torres Mendoza celebró el
miércoles diez de marzo el cumpleaños
de su madre, que vive en Guayaquil; que
la madre de Miguel Antonio Serrano Lastra,
español, fontanero, de 28 años,
sólo desea "que el mundo se
contagie de la mitad de su humanidad,
generosidad, bondad, nobleza y sentido
del humor"; que Héctor Figueroa
Bravo, nacido en Puerto Montt, Chile,
compartía un piso pequeño
en Vallecas con su mujer, Angélica,
su hijo, Ignacio, de siete años,
y su suegro, y que eran felices; que a
Enrique García González,
dominicano, instalador de calderas y aire
acondicionado, le encantaba bailar la
bachata y el merengue, y deja huérfanos
a tres niños de dos, cuatro y seis
años; que Luis Rodríguez
Castell, estudioso y aficionado al fútbol,
sobresalía por su sentido del humor
("te partías de risa con él");
que Danuta Teresa Szpila, a la que le
gustaba salir, bailar, leer y cocinar,
llegó hace cinco años a
España desde Grodzisko Dolne, en
Polonia, y en Alcalá de Henares
conoció a su novio, Krysztof; que
Ángel Luis Rodríguez Rodríguez,
de Vallecas, 34 años, contaba siempre
los días que faltaban para el verano:
entonces se iba al pueblo, a Valdeverdeja,
en Toledo, y allí se tumbaba en
el patio por las noches para ver las estrellas;
que a Neil Astocóndor Masgo, del
Perú, le gustaba cantarle a su
hija Mayra la canción de Lucho
Barrios Niña
bonita; que a Mariana Negru, rumana
de 40 años, lo que más le
gustaba de España era el mar, y
que los libros que leía en el tren
los tomaba prestados de la oficina en
la que trabajaba; que Daniel Paz Manzón,
John Jairo Ramírez Bedoya, Encarnación
Mora Donoso, Vicente Marín Chiva,
Susana Ballesteros, Juan Alberto Alonso...
¿También estas palabras
sobran, o van a faltarnos?
* * *
Ante tragedias como la que hemos vivido,
o incluso de menores dimensiones, a veces
albergamos pensamientos absurdos, asociaciones
de ideas que se nos antojan fuera de tiempo
y lugar, y de las que incluso llegamos
a avergonzarnos: "¿Cómo
se me puede ocurrir ahora esto, con lo
que acaba de pasar?". Pero no siempre
son ocurrencias insólitas: en estos
casos, quizá no sea tan raro acordarse
de familiares o amigos ya desaparecidos,
y pensar que se han librado de sufrir
con la desgracia.
Durante el fin de semana que siguió
al atentado, en medio de la pena, el aturdimiento
y la indignación, le dio a uno
por acordarse de Fernando Lázaro
Carreter, gran maestro de la lengua española,
fallecido hacía sólo una
semana: "Lázaro se ha ido
sin conocer esta brutalidad", me
decía a mí mismo, "se
ha ahorrado todo este dolor...".
Y el lunes quince de marzo, el mismo
día en que El
País informaba del entierro
del filólogo en el cementerio de
Magallón, el pueblo zaragozano
donde había nacido, El
Mundo mencionaba uno de sus libros
más conocidos en una noticia sobre
los atentados. Describía el texto
la sala en que se habían dispuesto
las cosas que llevaban las víctimas
mortales en su viaje en tren, para que
sus familiares pudieran recogerlas. En
el suelo, perfectamente ordenados (salvo
cuando la identificación había
sido imposible), había bolsos,
mochilas y carteras cerradas, pero también
muchos objetos sueltos: monederos, agendas,
guantes, dinero... y libros. Entre ellos,
un ejemplar de El
dardo en la palabra, con un señalador
entre sus páginas, hacia la mitad
del volumen.
Son muchas las imágenes, las historias
o los detalles emocionantes que hemos
conocido en torno a los atentados del
11-M en Madrid, y en los que hemos querido
ver, a pesar de su pequeñez o su
aparente insignificancia, una condensación
de la tragedia, del patetismo de lo que
había sucedido. Están, por
ejemplo, esos teléfonos móviles
que sonaban en medio del silencio, cuando
ya sus dueños no podían
responder porque las bombas habían
explotado (la palabra abolida), pero yo
me quedo con el marcapáginas en
el libro de Lázaro Carreter, con
la imagen de esa lectora que, muy de mañana,
en el tren, camino de Atocha, iba cultivando
la fe en las palabras.
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