¿Qué
hay en el nombre de un lugar? La respuesta
más obvia sería, sin duda:
un eco del pasado, de un pasado más
o menos remoto; el eco de quienes alguna
vez decidieron bautizarlo. Pero ¿por
qué con esa palabra y no con otra?
Tal vez estuvieran allí sólo
de paso, puede que se quedaran una noche
nada más, camino de quién
sabe dónde, huyendo quizá
de la peste o del hambre, persiguiendo
a sus enemigos o cumpliendo un incierto
rito migratorio. Así que es posible
que no se fijaran muy bien en el sitio
en cuestión, y que sólo
con una primera impresión apresurada
y fugaz se atrevieran a darle nombre,
o no pudieran resistir la tentación
de hacerlo, llevados por ese impulso primigenio,
ligado a la mera existencia del lenguaje,
que es el de nombrar, como lo es también
el de narrar.
Y lo harían váyase a saber
con qué criterio o propósito,
si sólo para reflejar con la palabra
lo más característico del
lugar en el orden físico o social,
o tal vez con otros fines: en homenaje
a una persona quizá, en conmemoración
de un hecho señalado, en recuerdo
de otro sitio, para cumplir una promesa,
para librarlo de supuestos malos espíritus
o con cualquier otra oscura intención
simbólica. O puede que fuera por
broma, con intención humorística,
o como resultado de una apuesta. ¿O
sólo por puro capricho, por un
arbitrio sin fundamento? En cualquiera
de esos casos, además, el bautizo
pudo resultar afortunado o no, porque,
como en cualquier acto creativo, también
en el de nombrar una playa, un puerto
de montaña, un río o una
aldea, es posible un acierto mayor o menor,
más o menos ingenio, perspicacia,
oído y buen gusto...
Elucubraciones e hipótesis éstas
tal vez sin mucho sentido y que quizá
no conduzcan a ninguna parte, pero que,
de tener algo de verdad, desmentirían
esa otra idea esencialista del topónimo
como accidente natural e intrínseco
del lugar, inextricablemente unido a él
y del todo ajustado a su espíritu,
a un supuesto genius loci. El topónimo,
según esta teoría, no podría
verse como el producto de una u otra circunstancia
más o menos razonable; no sería,
en suma, arbitrario, sino necesario. Como
si un acorde íntimo los ligara
a los dos, el sitio y su nombre, ambos
parte de un mismo tejido inconsútil.
No sólo eso, sino que los topónimos
constituirían incluso la verdad
última de una lengua, su esencia
o, como escribió Unamuno en un
curioso poema, su tuétano
intraductible:
Ávila, Málaga, Cáceres,
Játiva, Mérida, Córdoba,
Ciudad Rodrigo, Sepúlveda,
Úbeda, Arévalo, Frómista,
Zumárraga, Salamanca,
Turégano, Zaragoza,
Lérida, Zamarramala,
Arrancudiaga, Zamora,
sois nombres de cuerpo entero,
libres, propios, los de nómina,
el tuétano intraductible
de nuestra lengua española.
Ahora bien, aunque a veces pueda resultar
atractivo pensar -por lo que a los asuntos
de la lengua se refiere- en esencias,
en tuétanos y en otras cosas mayormente
intraductibles, a mi entender
no suele ser aconsejable ni razonable
hacerlo. Cuando se trata de topónimos,
yo prefiero hablar de sabores, de perfumes
y de sonidos, a pesar de los versos de
Unamuno o atendiendo, más que a
su moraleja final, a su ritmo y su música
esdrújula. Y es que eso, una determinada
realidad sonora y visual, es lo primero
que se impone a quien oye decir o lee
un topónimo por primera vez, como
ocurre con cualquier otra palabra, porque
el lenguaje, como ha escrito Álex
Grijelmo, constituye en primer lugar
un hecho sensorial, que recibimos con
el oído o con la vista, y
los sonidos de las palabras, esas taimadas
seductoras, tienen una gran capacidad
para transmitir con ellos significados
anejos, a veces casi imperceptibles.
El sonido es un misterio. En determinadas
palabras, en algunos topónimos,
encontramos a veces sonoridades amigas,
con las que sentimos una afinidad imprecisa
pero indudable. Por qué nos suena
bien el nombre de un lugar, y no
otro, sería muy difícil
de explicar, si no imposible. Para intentarlo,
habría que auscultar oscuras resonancias
y analogías secretas con otras
palabras, pero eso quizá no bastaría.
También tendríamos que explorar
pasajes de sonido y de sentido que comunican
el topónimo amigo con experiencias
olvidadas que aún laten con fuerza
en nuestro interior; con impresiones y
sensaciones muy lejanas; con matices inapreciables
de sentimientos; con gustos y preferencias
estéticas tal vez no conscientes,
nunca expresadas; puede que también
con simples fijaciones, manías
y fantasías; o con la inclinación
por determinados símbolos y arquetipos
universales, que nos remitirían
al inconsciente colectivo.
El caso es que a veces de un topónimo
nos basta su puro sonido, que se nos impone
de manera a primera vista caprichosa.
En realidad, suele haber para ello motivos
que conocemos mezclados con otros que
ni siquiera sospechamos, de modo que el
fenómeno no deja de parecernos
enigmático. ¿Por qué
me gusta a mí valga como
ejemplo- la elegancia sobria y escueta
de Antequera,
su sonido cabal, entero, seco? Tal vez
porque dibuja ante mi sensibilidad acústica
la imagen sonora de una Andalucía
antigua, concentrada, ceñida, quizá
sin mucha gracia y con poco salero, pero
honda, fina. Ahora bien, sé que
hay otros motivos, de distinto orden,
que intervienen en esa preferencia: entre
ellos, el recuerdo de una subida a pie
por Las
Pedrizas, una mañana de
invierno; la cercanía de otros
topónimos queridos Alameda,
Humilladero,
Fuente
Piedra-; y hasta la imagen apetitosa
de un delicioso mollete de Antequera,
tostadito y con aceite de oliva. A éstas,
habría que añadirles otras
razones de las que soy igualmente consciente,
y que no explicito aquí, y aun
algunas más de cuya existencia
no dudo, pero que tampoco alcanzo a barruntar.
De todas formas, no se trata sólo
de sonidos, por supuesto, ni del significado
que éstos aportan a la palabra,
sino que hay también en cada nombre
un sentido originario, e intentar conocerlo
puede ser fuente de disfrute intelectual.
Hay quien va por el campo cazando
perdices o conejos; otros cazamos topónimos,
ha confesado Josep Maria Albaigès
en su Enciclopedia
de los topónimos españoles.
El placer de descubrirlos, examinarlos
y desentrañarlos es algo de lo
que no se puede prescindir en cuanto se
ha catado. Terreno éste,
el del desciframiento del significado
de los nombres de lugares, en el que no
hay nada más fácil que perder
pie, abonado como está para la
mixtificación buscada o sólo
sobrevenida, la etimología popular
y la lingüística diletante,
las especulaciones gratuitas y la imaginación
al servicio del amor al terruño,
pudiendo manifestarse todo ello de manera
más o menos descabellada...
Incluso cuando la capacidad de sugestión
del topónimo es abiertamente figurativa,
porque las imágenes que suscita
las identificamos sin problema gracias
a un significado obvio -Pozondón,
Nogales,
Villanueva
de la Cañada-, no hay que
olvidar que, en materia de interpretación
toponímica, se está siempre
al borde del error: de hacer caso a Albaigès,
ni Fuenteheridos
debe su nombre a episodio de sangre alguno
(sería una derivación del
latín fontes frigidos, fuentes
frías), ni un rayo partió
ninguna carrasca en Hiendelaencina
(nombre que remite más bien a allende
la encina). Desde luego, las dificultades
son mayores en los casos en que el nombre
exhibe un perfil irreconocible, de tipo
erizadamente abstracto: Turzo,
Huelma
o Canjáyar
celan mejor su secreto, enigmáticos,
y en cualquier caso resultan indescifrables
sin conocimientos especializados de ardua
adquisición o la ayuda, al menos,
de una buena obra de consulta.
Aunque ignoremos su significado, e incluso
prescindiendo de su sonido, lo que nos
fascina y hasta nos emociona de los topónimos
es que vienen del pasado, que brotan en
nuestros días como veneros de una
antigüedad de la que tal vez son
vestigios únicos, o por lo menos
su presencia más evidente, sin
que muchas veces nos demos cuenta de ella.
Los nombres de aldeas y caminos, de valles
y barrancas, de todo tipo de parajes,
proceden de un pasado por lo general tan
remoto que parecen haberse constituido
en una segunda naturaleza de los lugares
que designan, naturaleza que se confunde
también con la misma lengua a cuyo
léxico pertenecen tales palabras.
A esta casticidad o autenticidad de los
topónimos creo que se refería
Barthes cuando decía que el
nombre propio tiene una significación
común: significa la nacionalidad
y todas las imágenes que se pueden
asociar con ella. Esto quizá
explicaría también la metáfora
unamuniana del tuétano intraductible...
Itinerarios
personales (de nombre en nombre)
Le gusta a uno de vez en cuando pasar
los ratos muertos mirando el atlas o el
mapa de carreteras. Para internarse en
sus páginas, piensa, no hace falta
un motivo práctico -estar planificando
un viaje o ir en busca de un dato concreto-,
porque puede ser una actividad muy gratificante
en sí misma. Se dedica uno a ella
por fantasía viajera, claro, pero
también por un placer de tipo lingüístico,
que es el que brindan los topónimos.
En realidad son dos ingredientes inseparables
de una misma experiencia. Está,
por una parte, el juego de imaginar cómo
serán esos países, esas
ciudades, esos ríos y montañas
cuyos nombres se despliegan por las láminas
del atlas; de intentar figurarse la vida
en ellos y de fantasear con la posibilidad
de conocerlos. Y por otro lado tenemos
el encanto de esos mismos nombres, el
deleite que podemos sentir al degustarlos
cuando los leemos o cuando, para apreciar
mejor su sonoridad, los pronunciamos en
voz alta.
En estos viajes de papel, ya digo, la
ensoñación vagamente aventurera
resulta para mí indisociable de
un disfrute de naturaleza verbal, y es
que en los topónimos encuentro
una dimensión placentera de la
lengua, del español, añadida
a las que aprecio también en la
literatura, la música, el diccionario
o simplemente oyendo hablar a la gente.
En el atlas se pueden escuchar todas las
posibilidades sonoras, todas las músicas
del idioma, que resuenan no sólo
en los nombres de los sitios en que se
habla (aunque provengan de lenguas distintas:
Xochimilco,
Popayán,
Saraguro,
Arequipa,
Cobquecura,
Coihaique),
sino también en los topónimos
que designan en español lugares
de otros dominios lingüísticos
(Noruega,
Damasco,
Madagascar).
Pero en mis recorridos por el atlas me
dirijo casi siempre a los países
hispanohablantes, porque al encanto de
los nombres (Temuco,
Chiriquí,
Bucaramanga)
se añade el gusto del dialectólogo
aficionado por sumergirse en la diversidad
de giros, palabras y acentos de una lengua
tan ancha (tanto que su toponimia no puede
representar nacionalidad alguna, en contra
de lo que escribió Barthes).
Por ingenuo que resulte, confieso que
suelo buscar en esos mapas los rincones
más apartados -o que yo imagino
como tales-, las comarcas de provincias
remotas que se me antojan menos conocidas,
más alejadas de las rutas turísticas...
Cuento entre mis páginas preferidas
las que muestran a gran escala a Chile,
Argentina, Bolivia y Uruguay; me pierdo
a menudo también por México
y el sur de Estados Unidos; en Centroamérica
no suelo dejar de visitar Panamá,
El Salvador o Nicaragua; ni Cuba y Puerto
Rico, en el Caribe. La mirada explora
entonces las pálidas manchas de
color del atlas, tan sugerentes, y de
nombre en nombre se va encendiendo la
imaginación con la posibilidad
de un viaje sin rumbo ni propósito
fijo, ni plazo tampoco, por Nuevo México
o Chihuahua (Albuquerque,
Jicarilla,
Orogrande,
Coyame,
Ojinaga,
Placer
de Guadalupe), por Nicaragua (Bonanza,
Jinotepe,
Matagalpa)
o por Tucumán y Catamarca (Choromoro,
Cafayate,
Tinogasta,
Andalgalá).
Además del atlas, le tiene uno
afición también, por las
mismas razones, al mapa de carreteras
de España, aunque con la diferencia
de que en este caso es más fácil
que los viajes imaginarios se hagan realidad.
Muchas veces lo hojeo por el gusto de
proyectar excursiones sin fecha fija,
para días de fiesta o fines de
semana inconcretos. En esos rastreos ociosos
y demorados por los caminos del mapa,
suelo elegir zonas que no conozco, y que
decido que me gustaría visitar
sugestionado normalmente por tres o cuatro
imágenes y referencias de base
más o menos fundada. Son figuraciones
y ensoñaciones paisajísticas,
literarias, históricas, puede que
incluso gastronómicas (aunque mis
apetencias en este terreno son muy modestas),
pero también lingüísticas:
de nuevo el placer de apreciar la belleza
de los topónimos, unido a la ilusión
-que me temo lo sea en su doble sentido
de esperanza y de espejismo- de escuchar
el habla del lugar.
Si el viaje es de verdad, los nombres
de los sitios son un aliciente más
del itinerario, y la sonoridad de un topónimo,
aliada a la de un paisaje, basta muchas
veces para justificar una parada en un
pueblo, un paseo por una playa o un desvío
de la ruta para visitar un monasterio.
Tanto al escudriñar el mapa en
casa, como en mis excursiones reales -en
las que me gusta circular por carreteras
secundarias, visitar pueblos solitarios
y andar por el monte o por viejos caminos-,
lo que busco sobre todo es un poco de
silencio, de ese maravilloso silencio
cervantino que, aunque con dificultades,
todavía se puede encontrar en esta
España estruendosa y amante de
las muchedumbres. Y si tengo suerte, además
de todo eso paisaje, silencio, aire
fresco, una buena caminata-, encuentro
también una toponimia feliz, la
belleza de la lengua encarnada en los
nombres de los lugares por donde paso.
Quizá por todo lo dicho (y por
otros motivos que sería largo desentrañar),
cuando se trata de recorrer por España
carreteras de tinta o de asfalto, me encamino
casi siempre por tierras de Andalucía,
con preferencia por la provincia de Málaga
(Álora,
Cártama,
Cómpeta,
Atajate,
Macharaviaya,
Gibralgalía),
aunque con frecuentes incursiones por
Córdoba, Granada y Jaén
(Rute,
Bujalance,
Nívar,
Atarfe,
Albolote,
Jabalcuz,
Cambil).
Caso aparte es el de Cádiz, donde,
además de los pueblos de la provincia
(Jédula,
Ubrique,
Benamahoma),
si tuviera que elegir me inclinaría
por algunos topónimos urbanos de
la capital: alameda de Apodaca,
torre Tavira,
plazas de Mina
y del Mentidero,
de Candelaria
y del Tío
de la Tiza, plaza de la Cruz
Verde y plaza de la Catedral,
de donde sale el callejón de los
Piratas...
Me gustan también los nombres compuestos
con Alcalá,
y muchos son andaluces, incluidos los
dos que prefiero: Alcalá
de los Gazules (el nombre de pueblo
más bonito de España, según
dijo Antonio Gala hace unos años)
y Alcalá
la Real, acaso no tan llamativo,
pero con su propio encanto.
Viajo también a menudo por La
Mancha (Puerto
Lápice, Carrizosa,
Ruidera,
Membrilla,
Daimiel)
y por Extremadura, sobre todo por Cáceres
(Magasca,
Carcaboso,
Valdehúncar).
No faltan tampoco las salidas por Castilla,
donde mis preferencias en materia de paisaje
y toponimia se dirigen normalmente a Segovia,
Valladolid y Palencia (Frumales,
Fuentidueña,
Alcazarén,
Nocedo,
Triollo,
Fontecha);
y a Burgos, Soria y Guadalajara (Villariezo,
Rublacedo,
Tardelcuende,
Almazul,
Alboreca,
Tamajón).
Más allá de los nombres
de pueblos y aldeas, siento una inclinación
especial por los de sierras, serrezuelas
y serrijones. Y tengo donde elegir, porque
España es un país de cordilleras
y serranías, como me hizo ver en
una ocasión Manuel de Lope, el
autor de Iberia.
La puerta iluminada, ese libro
de viajes tan personal en el que no faltan
finos apuntes toponímicos: Se
para uno en cualquier carretera,
me decía Manuel, y hasta
donde alcanza la vista se extienden sierras
tras sierras, unas detrás de otras,
perdiéndose en la lejanía
en panoramas magníficos.
A mí, además de contemplarlas
y de caminar por ellas, me gustan sus
nombres: sierra de Líbar,
verde y azul, con un toque de limón;
enigmática sierra del Co;
sierras Tallisca,
Hornacho,
Marmolance,
de Burete,
de Alcarama,
del Torozo;
cuerda del Enjambradero...
Ilusión
y decepción. Los topónimos
y el viaje al pasado
La toponimia, al convertir en palabra
los parajes cotidianos, los humaniza y
nos ayuda a hacerlos aún más
nuestros, a apropiárnoslos. Pero
también puede desplegar la representación
de una extraña lejanía y
ejercer un intenso poder de fascinación
por lo ajeno y lo distante. Los nombres
de los sitios remotos desencadenan esa
energía evocadora cuando una mirada
bien dispuesta se detiene en ellos, al
verlos escritos en el atlas. Son viajes
de papel con luz de interior, como el
que Pablo García Baena situaba
en un oscuro rincón de provincia
en uno de los poemas de su libro Antiguo
muchacho:
Bajo la dulce lámpara,
el dedo sobre el atlas entretenía
al muchacho en ilusorios viajes
y un turbador perfume de aventuras
salpicaba de sangre el mar antiguo de
los corsarios.
..........
Muchos años después, esa
luz se encendería de nuevo en otro
poema, El
atlas, de Felipe Benítez
Reyes, para iluminar más claramente
el incendio que los topónimos pueden
prender en una imaginación infantil:
Se alejaban los barcos cargados de tesoros
y el niño señalaba con mano
desvaída
las regiones lejanas de nombres eufónicos,
suaves como versos de cadencia elegíaca:
Alejandría, Córcega, Tornea,
mar de Banda,
Majach-Kala, Karat, Bengasi, Esmirna.
..........
El topónimo, en cualquier caso,
no es sólo su sonido y lo que indica,
sino que existe sobre todo en función
de los deseos que es capaz de despertar
en quien los oye o los lee. Entre ellos,
los más comunes son, por supuesto,
el de saber qué significan y el
de viajar a los lugares que nombran (si
alguna vez vuelvo a Uruguay, no quiero
dejar de ir a Durazno
y a Tacuarembó;
en el próximo viaje a Comillas
me desviaré a Vozpornoche;
¿cuándo podré subir
al Teleno
que cantaba Panero?). Muchas veces conviene
resistir esos dos deseos y contentarse
con el puro vocablo y las fantasías
que pueda propiciar. Porque hay ciudades
que lo único bonito que tienen,
o lo mejor, es el nombre; lugares que
no están a la altura de su topónimo.
El narrador de En
busca del tiempo perdido es uno
de los mejores expertos en la decepción
del viajero que se ilusiona con los nombres
de los lugares adonde va a viajar y que
los enriquece antes de la partida con
rasgos y matices nacidos por sugestión
artística o literaria. Ese narrador
es quien con más precisión
ha descrito el instante en que, al visitar
por primera vez una ciudad con cuyo nombre
hemos fantaseado largo tiempo, nos damos
cuenta de que el ensueño no se
corresponde con la realidad, y recorremos
tal vez sus calles buscando en ella un
alma que no puede contener, pero que ya
no podemos expulsar de su nombre.
Proust también ha explicado muy
bien lo que puede ocurrir con los topónimos
de los sitios en los que no hemos estado,
pero que llevan por nombre personas que
sí conocemos. Cuando al narrador
de El
tiempo recobrado le presentan a
la duquesa de Parma, este nombre largamente
ensoñado, en el que su imaginación
había condensado el perfume stendhaliano
de millares de violetas, se
ve sometido a un proceso químico
igualmente complejo, tras el cual, sin
rastro ya de ese denso aroma floral, queda
ligado sólo a la imagen de
una mujercita morena, ocupada en obras
de caridad, de una amabilidad tan humilde
que en seguida se echaba de ver en qué
altanero orgullo tenía su origen.
La desilusión al conocer al príncipe
de Agrigento es del mismo tenor. Ese nombre,
nos dice, lo había asociado siempre
a una cristalería transparente,
bajo la que veía los cubos sonrosados
de una ciudad antigua, iluminada por un
sol de oro a la orilla del mar. Pero en
el príncipe ya no quedaba
ni un átomo de encanto, como
si su nombre hubiera tenido la capacidad
de imantar cualquier asomo de vaga poesía
encontrada en el pariente de los Guermantes
-ese vulgar abejorro que tan
patéticamente había pirueteado
al saludarle-, y lo hubiera encerrado
después entre sus sílabas
encantadas para así aumentar
su capacidad de seducción.
Las decepciones que la toponimia puede
deparar son, en suma, tan variadas y poderosas
como los encantos y las ilusiones que
es capaz de producir. Entre estas últimas
destaca la del regreso al pasado, cuestión
en la que de nuevo el novelista francés
es maestro. Si un nombre conocido, que
a fuerza de cotidianeidad ha perdido para
nosotros lustre y capacidad de sugestión,
volvemos a oírlo con el timbre
particular que tenía para
nosotros en otros tiempos, quizá
consiga devolvernos el matiz exacto,
olvidado, misterioso y fresco de
aquellos días. Hay aquí
una lección adicional: hace falta
una particular manera de pronunciar el
topónimo para poder percibirlo
y apreciarlo como si fuera nuevo, como
en los días en que era nuevo para
nosotros. Así, por sorpresa, es
como el nombre de un lugar puede inundarnos
con un chorro de sensaciones del pasado,
pero también es posible a veces
buscar ese efecto. En ambos casos veremos
aparecer de nuevo ante nosotros, yuxtapuestos,
pero enteramente distintos unos de otros,
los matices que en el curso de nuestra
existencia nos presentó sucesivamente
un mismo nombre.
De esta manera, el topónimo funcionaría
como una lámpara mágica
cuyo genio encerrado nos ofreciera transportarnos
no a fantásticas lejanías,
sino a los sitios que significaron algo
especial para nosotros en el pasado. En
una escena memorable de la novela de Evelyn
Waugh Retorno
a Brideshead, los jóvenes
protagonistas, Charles y Sebastian, salen
de Oxford en un automóvil, una
mañana esplendorosa de junio, provistos
de una botella de Château
Peyraguey y una cesta de fresas.
Ya en el campo, poco antes del mediodía,
se sientan a charlar a la sombra de unos
olmos y encienden sus gruesos cigarrillos
turcos, cuyo humo azulado pronto los envuelve.
Entonces asistimos a una confesión
de Sebastian: le gustaría, dice,
enterrar un objeto precioso en todos los
lugares en que fuera feliz, como ahí
mismo, para poder recuperar algo de su
brillo perdido -la memoria de esa felicidad-
cuando mucho tiempo después volviera
a rescatarlos, ya viejo, triste
y feo. Pero nosotros sabemos que
en realidad no hacen falta esos objetos
preciosos, ni enterrar nada, porque los
nombres de los sitios, los topónimos,
pueden cumplir la misma función,
y no sólo nos llevan al pasado,
sino que también nos procuran buenos
momentos de disfrute en el presente con
su música verbal.
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