Así,
con esa disposición y ese propósito,
fue como llegué a Montevideo un
domingo de septiembre, en pleno temporal
de Santa Rosa. Una espesa neblina se había
tendido por las calles, y la Rambla, el
larguísimo paseo marítimo,
era una avenida desierta bajo la lluvia
y el frío. Nada grave para alguien
a quien le gusta el invierno, y mucho
menos si hay amigos que han venido a buscarlo
al aeropuerto (¡ojo!: no a recogerlo).
En el coche, camino de Punta Carretas,
sin dejar de atender a la charla y a las
explicaciones de Jorge (esta playa
es la de Carrasco, ya estamos
en Pocitos, mirá, el
Bulevar de España), no dejaba
yo de darle vueltas a una frase de Michel
de Certeau que había visto citada
en un libro unos días antes: Una
ciudad respira cuando hay en ella espacios
de la palabra.
Viaja uno siempre, a las ciudades en las
que aún no ha estado, buscando
voces, palabras, historias, con un ansia
mal disimulada pero en absoluto reprimida
de oír hablar, de oír contar
o incluso sólo de oír decir.
A las ciudades de la América hispanohablante,
además, llega uno siempre, cuando
tiene la suerte de ir, con ganas de pulsar
el tono vital de la lengua, de aplicar
el oído al latido local del idioma
común, de comprobar cómo
suena y para qué le sirve a la
gente que lo habla, para decir qué
cosas y de qué manera; llega uno
queriendo zambullirse en un flujo verbal
que ya sabe que va a encontrar propio
y extraño al mismo tiempo, diferente
y ajeno pero también familiar,
incluso íntimo. De modo que la
crónica de estos viajes no es raro
que se resuelva en un recuento de voces,
de palabras y de historias.
Y así fue como llegué a
Montevideo, con ese propósito,
con esa intención. Pero camino
del hotel, en Punta Carretas, la frase
de Michel de Certeau que no se me iba
de la cabeza una ciudad respira...-
me sugirió una variante del mismo
objetivo: ensayar un catálogo de
los espacios de la palabra que encontrara
durante mi estancia en la ciudad, para
intentar percibir, y describir, su respiración.
Dar noticia de esos espacios, registrar
lo que escuchara o leyera en ellos, contar
lo que me revelaran sobre Montevideo y
sus habitantes.
La prensa es el primer espacio público
de la palabra que me gusta visitar cuando
llego a una ciudad que no conozco (Televisión
para abonados: desmonopolización
a la uruguaya, Brecha).
Ahí se encuentran muchos de los
asuntos de interés y por tanto
de conversación; las maneras de
enfocar las cosas y de decirlas; el ritmo
y el tono de la vida en la ciudad y también
del debate público que, formando
parte esencial de esa vida, en cierta
medida la configura (Mayor dedicación
horaria trabó la negociación
en el largo conflicto de la salud,
Últimas
Noticias).
Y aunque sea un espejo que muchas veces
deforma la realidad, su lectura atenta
y minuciosa, de cabo a rabo -desde los
titulares de portada y los artículos
de opinión hasta los anuncios por
palabras o la cartelera, pasando por las
esquelas y la publicidad-, le permite
a uno entrar de golpe y de lleno en un
medio nuevo, ilusionarse pensando que
tal vez empieza a entender algo, acopiar
nuevas dudas y perplejidades (Militar
reveló dónde fueron enterrados
losdesaparecidos, La
República).
En Montevideo tuve la suerte de conocer
a uno de los hacedores de ese espacio
de la palabra, un joven periodista, redactor
deportivo en un diario nacional, comprometido
con el uso correcto del idioma y esforzado
perseguidor de una escritura de calidad.
En la conversación que mantuvimos
en una cafetería de la avenida
18 de Julio, Juan José me habló
de las limitaciones de la prensa en Uruguay
y se lamentó de la estrechez de
miras y el tono apagado de la vida cultural
del país, aquejada del aislamiento,
o por lo menos de la lejanía, respecto
a los sitios donde ocurre lo interesante.
Aquí hay muchas cosas, libros
por ejemplo, de las que no llega ni noticia.
Sí, he oído hablar
del libro de estilo de El
País
de Madrid, pero aquí no ha llegado.
El propio periódico han dejado
de traerlo.
Pero Juanjo se esfuerza en estar al tanto,
en informarse y formarse en las cosas
que le interesan, en buscar y leer libros
y sitios de Internet sobre lengua y periodismo,
además de literatura. Hablamos
de los reportajes de García Márquez,
le regalé un ejemplar de la Defensa
apasionada del idioma español de
Grijelmo, me confesó que es un
adicto al diccionario y me contó
que estaba comprando el de la Real Academia
por volúmenes (yo había
visto en los quioscos de prensa, por las
calles, el último tomo que se había
puesto a la venta: de grimoso a lulú).
Y me obsequió con la historia del
inicio de su vocación de periodista:
siendo niño, a los nueve años,
en Young, su ciudad natal, cuando la radio
estaba encendida, tomaba su cuaderno y
apuntaba en él lo que iba escuchando,
escribía al dictado de las voces
que salían del aparato. La imagen
de ese niño concentrado en las
palabras no es sólo la de una ingenua
grafomanía infantil, es también
la imagen de la fe en la escritura, de
la vocación de contar lo que pasa
y también del compromiso con el
lenguaje claro y preciso, que es un compromiso
con uno mismo y con los demás,
una modalidad de la honradez.
Con esa hermosa imagen me dejó
Juan José, que tenía que
ir a entrevistar a Chilavert, el famoso
futbolista paraguayo, que ahora juega
en el Peñarol de Montevideo. Esa
tarde la selección nacional del
Uruguay se enfrentaba en Asunción
a la de Paraguay, en el segundo partido
de las eliminatorias para el próximo
Mundial. Hacía dos días,
en el Estadio Centenario, la máquina
celeste, dirigida por su nuevo seleccionador,
Carrasco, había derrotado al equipo
de Bolivia por cinco goles a cero, con
un juego rápido y fino, y la euforia
se había desbordado por todo el
país. Una euforia ni siquiera ensombrecida
por la perplejidad que había causado
la última decisión de Carrasco:
contra Paraguay, no alinearía en
el equipo titular a los mejores jugadores
uruguayos, el chino Recoba, Diego Forlán,
Sosa... No se hablaba de otra cosa -espacios
de la palabra saturados de fútbol-,
de los futbolistas y su entrenador, del
partido jugado y del que se iba a jugar...
Cafés
y restaurantes, libros y librerías
Sitios en donde se habla o se ha hablado
mucho, lugares dotados de un particular
espesor verbal, de una densidad lingüística
que los constituye, que les da cuerpo
y razón de ser. Como algunos viejos
cafés de Montevideo, en los que,
según ha escrito Cristina Peri-Rossi,
se conspiraba, se seducía,
se recibía a los amigos, se discutía
sin parar y se jugaba al ajedrez.
La proliferación de ese tipo de
cafés, espacios públicos
de la palabra concebidos como extensiones
de lo privado, de los salones de las casas
(se recibía a los amigos),
es uno de los mejores indicadores de la
capacidad pulmonar de una ciudad, de su
respiración.
La de Montevideo, según este criterio,
¿ha mejorado, es peor o sigue igual
que hace unos años? La cita de
Peri-Rossi habla del pasado, y cuando
yo visité la ciudad no pude conocer
el ya desaparecido café Sorocabana,
mítico lugar de encuentro de actores
y actrices, escritores y periodistas,
jubilados y exiliados españoles.
Una ciudad también es eso, espacios
de la palabra clausurados, memoria incierta
de voces que se han desvanecido, y resulta
difícil calcular lo que pierde
cuando se cierra uno de estos cafés.
Pero algunos de ellos, en Montevideo,
siguen abiertos, como el El Oro del Rhin,
en la esquina de Colonia y Convención,
con setenta y cinco años recién
cumplidos y una oferta de masas
inmejorable para endulzarles la conversación
a los muy golosos: palmitas, venus, pastelitos
de manzana, bombas de sambayón,
de chocolate, de crema o dulce de leche,
trenzas de almendras o de nuez, arrollados
de kirsch, dobles, rosquitas, milhojas...
Y no son sólo los cafés,
también están los bares
y los boliches, los restaurantes y las
cafeterías. La Pasiva, por ejemplo,
con sus deliciosos chivitos, o los asadores
del viejo Mercado del Puerto, como Roldós,
donde tomando de aperitivo el típico
medio y medio (mezcla
de moscato dulce con vino blanco seco),
se puede acabar pegando la hebra con cualquiera
que por allí se dedique a la misma
placentera actividad, antes de sentarse
para atacar un suculento asado.
Las librerías y las bibliotecas
son también los pulmones de una
ciudad, casas de la palabra por excelencia
que ponen la lengua en circulación
para que a los habitantes no les falte
el aire y puedan respirar. Espacios privilegiados
para tomarle el pulso al habla del lugar,
sobre todo cuando el lenguaje se refiere
a sí mismo: libros sobre la lengua,
sobre el idioma, que pueden ayudar a entender
un ecosistema verbal. Como El
lenguaje adolescente en el Uruguay contemporáneo,
de Xosé de Enríquez, editado
por la Academia Nacional de Letras, y
que yo encontré en la Feria Internacional
del Libro de Montevideo. No un inventario
de voces jergales de la juventud uruguaya
(aunque salen muchas, y se puede uno enterar
de qué significan concheto,
tumán,
curtir,
chucu),
sino una reflexión desprejuiciada
sobre lo de dentro, o lo de detrás,
de esas palabras. Un viaje breve cincuenta
páginas- que concluye con un aviso
para navegantes: Aunque abandone
tal lenguaje [el lenguaje adolescente],
un joven que ha extraviado en ese
camino los referentes del idioma
español, difícilmente los
vuelva a ubicar, y remota será
la posibilidad de que lo vuelva a manejar
con acierto; ese adulto hablará
cualquier cosa, menos español.
En el Palacio del Libro de la calle 25
de Mayo, di con un par de libros de asunto
lingüístico de María
Antonieta Dubourg, cuya columna en El
País
había leído el día
anterior. Con el título genérico
de El buen idioma y el específico
de ¡Hay que corregir!,
la autora quería demostrar que
el desprecio actual hacia la corrección
está injustificado, porque corregir
no es solo marcar errores, es formar
personas. Además, los alumnos
esperan que los maestros les señalen
los fallos, porque ven en ellos la autoridad
suficiente para hacerlo. Los docentes
tienen que explicar claramente a los chicos
si sus textos son correctos o incorrectos,
si se comprenden o no, si tienen errores
ortográficos, si las ideas son
originales y están bien expresadas...
Si se les corrige, los niños sabrán
que hablar y escribir no son tareas
fáciles, y tal vez se despierte
en ellos el deseo de expresarse
mejor y el gusto por manejar el
lenguaje con precisión.
El ejemplar de Lengua
curiosa,
de Carlos Liscano (Ediciones del Caballo
Perdido), lo compré en la librería
Siete Soles. Una recopilación de
artículos aparecidos en Brecha
y El
País Cultural,
y entre ellos, uno sobre la Igualdad
de oportunidades lingüísticas
de sorprendente claridad: El respeto
por el lenguaje rudimentario, de adjetivos
únicos, tics, clichés,
escribe Liscano, no es un favor
que se le hace al hablante que lo posee
como única variante de expresión.
El lenguaje pobre, y su defensa, su culto,
consagra y remacha las injusticias sociales
y económicas. Y también:
La libertad de expresión
no vale nada si el ciudadano no tiene
un dominio de la lengua que le permita
decir lo que piensa y siente de modo inteligible
y bien organizado; no hay
democracia mientras unos saben expresar
lo que piensan y otros no, mientras unos
comprenden y otros no; y la
indiferencia, el rechazo y hasta la hostilidad
por el lenguaje complejo, matizado, flexible,
se presentan a veces como forma de luchar
contra el poder. De prosperar esta escuela
es seguro que se estaría condenando
a los más débiles a nunca
compartir el poder.
Tal vez no baste con que existan espacios
de la palabra, quizá haya que medir
también la calidad de la palabra
que por ellos circula, y la capacidad
de utilizarla que tienen sus habitantes,
para determinar si una ciudad respira
o cómo respira, cómo funciona
su aparato respiratorio. Y ahí
parecen apuntar, con significativa coincidencia,
las lecturas de esa muestra tan reducida
pero seleccionada al azar. Muestra en
la que también hay que mencionar
un repertorio de Uruguayismos
futbolísticos
(escrito por Héctor Balsas y publicado
por Melibea Ediciones), que hojeé
en la librería Bookstore Montevideo:
si hay un lenguaje que circula por todo
el Uruguay, es el lenguaje del fútbol,
un lenguaje elástico, afinado durante
años para poder expresar con él
alegrías y decepciones, euforia
y abatimiento, las glorias pasadas y un
escepticismo muy presente (dos días
después de la contundente victoria
frente a Bolivia, la máquina celeste
se averió en Asunción -¡Carrasco
se equivocó!-, y cayó derrotada
por la selección paraguaya con
el doloroso tanteo de cuatro a uno).
Los
carnavales, el mate y un hojaldre de historias
No por casualidad, la frase de Certeau
que guiaba mis pasos por ese Montevideo
invernal una ciudad respira
cuando hay en ella espacios de la palabra-
la había encontrado citada en un
libro sobre Cádiz, un ensayo atrevido
e iluminador de Javier Fernández
Reina titulado La
ciudad insular.
No por casualidad, digo, porque son bien
conocidos los vínculos entre las
dos ciudades. En ese mismo libro se habla
de los tres modelos de carnaval que hay
en el mundo, el visual (Venecia, Niza...),
el musical (Río de Janeiro...)
y el oral, cuya cuna se encuentra en Cádiz,
y que en donde mejor arraigó, y
se ha desarrollado de manera más
viva y creativa, ha sido en Montevideo
(parece que su tradición murguista
se inició con una agrupación
que se llamaba La
Gaditana que se va).
Un carnaval, el montevideano, pues, de
índole principalmente verbal, y
que podría definirse, con Fernández
Reina, como una fiesta de la palabra
en libertad, de la palabra libre
y liberadora, gratuita, crítica,
irreverente y sobre todo muy guasona,
muy cachonda. Incluso para aquellos que,
como fue mi caso, no visitan Montevideo
en carnavales, resulta evidente su importancia,
su omnipresencia en la ciudad, referente
habitual en las charlas cotidianas, ocasión
de chanzas y pullas sobre las murgas rivales
(¿la mejor no es La
Contrafarsa?),
fuente inagotable de chirigotas y cuchufletas
rimadas y musicadas que se conservan en
la memoria para poder repetirlas cuando
vengan a cuento... Como tampoco se le
escapa a nadie el sentido del humor y
el espíritu zumbón, de ingenio
rápido y sano descreimiento, de
muchos habitantes de la ciudad, que recuerda
al de los gaditanos.
Espacios públicos de la palabra
(calles y cafés, librerías
y mercados, aulas, restaurantes, playas
y fiestas), pero también espacios
privados. El silencio, la amistad, el
salón de una casa, una habitación
de hotel. El espacio de la palabra que
convoca el mate a su alrededor, un ámbito
propicio para la voz reposada, para la
reflexión compartida y sin prisa,
para una sintonía que se construye
al hablar. O estando callados, porque
el mate, igual que ocurre con otras cosas,
parece ser amigo del silencio igual que
de la conversación, adminículo
y parafernalia de la palabra y de su ausencia.
Mejor si el mate tiene aún
unas vueltas, porque si ya está
muy lavado, la charla puede
decaer, el silencio descargarse de sentido.
Hay que cebar de nuevo, y entonces -puede
ser en la esquina de una calle, da igual,
en el lugar más desolado o inhóspito-,
surge otra vez un interior confortable,
una burbuja de confianza, esa forma especial
de pautar el silencio, de acompañar
y acompasar- las palabras.
La conversación, la lectura, la
música a solas o en la intimidad.
Ámbitos favorables para detenerse
a apreciar el timbre de una voz o la cadencia
de una frase, para degustar una palabra
o para cultivar la flor del relato. Habitar
un lugar es contarlo, ha escrito
también Michel de Certeau, y no
se habita una ciudad si no se penetra
en su hojaldre de cuentos, si no se atiende
a las historias que conforman la trama
verbal en que consiste todo espacio urbano.
Como la historia que me contó Graciela
del barco alemán que en la Segunda
Guerra Mundial se hundió frente
a Montevideo, con su capitán a
bordo. O la que leí en Brecha acerca
de otro barco, un pesquero de bandera
uruguaya sorprendido por una fragata australiana
cuando pescaba merluza negra -especie
protegida-, y que huyó durante
veinte días por mares de hielo
hasta que lo interceptó un buque
de guerra sudafricano.
La historia que encontré en un
cuento de Hugo Fontana: la del muchacho
al que la madre le confiesa que su padre
es un mirón que sale
por las noches a fisgonear por las ventanas
de los vecinos, y le encarga que lo siga
en sus paseos nocturnos, que lo vigile
sin que se dé cuenta y lo proteja
de cualquier posible percance, convertido
en mirón del mirón... Las
historias que canta Jorge Drexler en su
primer disco, de antes de que triunfara
en España, contadas con la delicadeza
y la calidez de su voz: un joven de Montevideo
juntaba plata en invierno, / soñaba
con el Edén. / Escuchaba a João
Gilberto / y sólo pensaba en volver,
en volver al Brasil, a Salvador, donde
le esperaba ella: Y ella que le
preguntaba / dónde quedaba Uruguay.
/ Ella bailaba y bailaba / y se reía
al hablar, / su acento lo desarmaba.....
De Montevideo volví con historias
como éstas y con un cargamento
renovado de palabras, voces y acentos.
No de imágenes, porque la cámara
digital que, en contra de mi costumbre,
me había llevado de viaje, y con
la que había tomado cuarenta fotos,
a mi regreso se negó a dejárselas
quitar, se las tragó, no hubo manera
de recuperarlas. Da igual: Montevideo
es una ciudad literaria, como
ha dicho Cristina Peri Rossi, donde las
palabras valen más que las imágenes,
una ciudad en la que se puede respirar
y por donde circula el aire, una ciudad,
sí, que respira.
|