Cuaderno de lengua: crónicas personales del idioma español

n.º 21, 18 de octubre de 2003. Majadahonda (Madrid)

Montevideo, espacios de la palabra


Victoriano Colodrón Denis
 
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Así, con esa disposición y ese propósito, fue como llegué a Montevideo un domingo de septiembre, en pleno temporal de Santa Rosa. Una espesa neblina se había tendido por las calles, y la Rambla, el larguísimo paseo marítimo, era una avenida desierta bajo la lluvia y el frío. Nada grave para alguien a quien le gusta el invierno, y mucho menos si hay amigos que han venido a buscarlo al aeropuerto (¡ojo!: no a recogerlo). En el coche, camino de Punta Carretas, sin dejar de atender a la charla y a las explicaciones de Jorge (“esta playa es la de Carrasco”, “ya estamos en Pocitos”, “mirá, el Bulevar de España”), no dejaba yo de darle vueltas a una frase de Michel de Certeau que había visto citada en un libro unos días antes: “Una ciudad respira cuando hay en ella espacios de la palabra”.
 
Viaja uno siempre, a las ciudades en las que aún no ha estado, buscando voces, palabras, historias, con un ansia mal disimulada pero en absoluto reprimida de oír hablar, de oír contar o incluso sólo de oír decir. A las ciudades de la América hispanohablante, además, llega uno siempre, cuando tiene la suerte de ir, con ganas de pulsar el tono vital de la lengua, de aplicar el oído al latido local del idioma común, de comprobar cómo suena y para qué le sirve a la gente que lo habla, para decir qué cosas y de qué manera; llega uno queriendo zambullirse en un flujo verbal que ya sabe que va a encontrar propio y extraño al mismo tiempo, diferente y ajeno pero también familiar, incluso íntimo. De modo que la crónica de estos viajes no es raro que se resuelva en un recuento de voces, de palabras y de historias.
 
Y así fue como llegué a Montevideo, con ese propósito, con esa intención. Pero camino del hotel, en Punta Carretas, la frase de Michel de Certeau que no se me iba de la cabeza –“una ciudad respira...”- me sugirió una variante del mismo objetivo: ensayar un catálogo de los espacios de la palabra que encontrara durante mi estancia en la ciudad, para intentar percibir, y describir, su respiración. Dar noticia de esos espacios, registrar lo que escuchara o leyera en ellos, contar lo que me revelaran sobre Montevideo y sus habitantes.
 
La prensa es el primer espacio público de la palabra que me gusta visitar cuando llego a una ciudad que no conozco (“Televisión para abonados: desmonopolización a la uruguaya”,
Brecha). Ahí se encuentran muchos de los asuntos de interés y por tanto de conversación; las maneras de enfocar las cosas y de decirlas; el ritmo y el tono de la vida en la ciudad y también del debate público que, formando parte esencial de esa vida, en cierta medida la configura (“Mayor dedicación horaria trabó la negociación en el largo conflicto de la salud”, Últimas Noticias). Y aunque sea un espejo que muchas veces deforma la realidad, su lectura atenta y minuciosa, de cabo a rabo -desde los titulares de portada y los artículos de opinión hasta los anuncios por palabras o la cartelera, pasando por las esquelas y la publicidad-, le permite a uno entrar de golpe y de lleno en un medio nuevo, ilusionarse pensando que tal vez empieza a entender algo, acopiar nuevas dudas y perplejidades (“Militar reveló dónde fueron enterrados losdesaparecidos”, La República).
 
En Montevideo tuve la suerte de conocer a uno de los hacedores de ese espacio de la palabra, un joven periodista, redactor deportivo en un diario nacional, comprometido con el uso correcto del idioma y esforzado perseguidor de una escritura de calidad. En la conversación que mantuvimos en una cafetería de la avenida 18 de Julio, Juan José me habló de las limitaciones de la prensa en Uruguay y se lamentó de la estrechez de miras y el tono apagado de la vida cultural del país, aquejada del aislamiento, o por lo menos de la lejanía, respecto a los sitios donde ocurre lo interesante. “Aquí hay muchas cosas, libros por ejemplo, de las que no llega ni noticia”. “Sí, he oído hablar del libro de estilo de
El País de Madrid, pero aquí no ha llegado. El propio periódico han dejado de traerlo”.
 
Pero Juanjo se esfuerza en estar al tanto, en informarse y formarse en las cosas que le interesan, en buscar y leer libros y sitios de Internet sobre lengua y periodismo, además de literatura. Hablamos de los reportajes de García Márquez, le regalé un ejemplar de la
Defensa apasionada del idioma español de Grijelmo, me confesó que es un adicto al diccionario y me contó que estaba comprando el de la Real Academia por volúmenes (yo había visto en los quioscos de prensa, por las calles, el último tomo que se había puesto a la venta: de grimoso a lulú). Y me obsequió con la historia del inicio de su vocación de periodista: siendo niño, a los nueve años, en Young, su ciudad natal, cuando la radio estaba encendida, tomaba su cuaderno y apuntaba en él lo que iba escuchando, escribía al dictado de las voces que salían del aparato. La imagen de ese niño concentrado en las palabras no es sólo la de una ingenua grafomanía infantil, es también la imagen de la fe en la escritura, de la vocación de contar lo que pasa y también del compromiso con el lenguaje claro y preciso, que es un compromiso con uno mismo y con los demás, una modalidad de la honradez.
 
Con esa hermosa imagen me dejó Juan José, que tenía que ir a entrevistar a Chilavert, el famoso futbolista paraguayo, que ahora juega en el Peñarol de Montevideo. Esa tarde la selección nacional del Uruguay se enfrentaba en Asunción a la de Paraguay, en el segundo partido de las eliminatorias para el próximo Mundial. Hacía dos días, en el Estadio Centenario, la máquina celeste, dirigida por su nuevo seleccionador, Carrasco, había derrotado al equipo de Bolivia por cinco goles a cero, con un juego rápido y fino, y la euforia se había desbordado por todo el país. Una euforia ni siquiera ensombrecida por la perplejidad que había causado la última decisión de Carrasco: contra Paraguay, no alinearía en el equipo titular a los mejores jugadores uruguayos, el chino Recoba, Diego Forlán, Sosa... No se hablaba de otra cosa -espacios de la palabra saturados de fútbol-, de los futbolistas y su entrenador, del partido jugado y del que se iba a jugar...
 
Cafés y restaurantes, libros y librerías
 
Sitios en donde se habla o se ha hablado mucho, lugares dotados de un particular espesor verbal, de una densidad lingüística que los constituye, que les da cuerpo y razón de ser. Como algunos viejos cafés de Montevideo, en los que, según ha escrito Cristina Peri-Rossi, “se conspiraba, se seducía, se recibía a los amigos, se discutía sin parar y se jugaba al ajedrez”. La proliferación de ese tipo de cafés, espacios públicos de la palabra concebidos como extensiones de lo privado, de los salones de las casas (“se recibía a los amigos”), es uno de los mejores indicadores de la capacidad pulmonar de una ciudad, de su respiración.
 
La de Montevideo, según este criterio, ¿ha mejorado, es peor o sigue igual que hace unos años? La cita de Peri-Rossi habla del pasado, y cuando yo visité la ciudad no pude conocer el ya desaparecido café Sorocabana, mítico lugar de encuentro de actores y actrices, escritores y periodistas, jubilados y exiliados españoles. Una ciudad también es eso, espacios de la palabra clausurados, memoria incierta de voces que se han desvanecido, y resulta difícil calcular lo que pierde cuando se cierra uno de estos cafés. Pero algunos de ellos, en Montevideo, siguen abiertos, como el El Oro del Rhin, en la esquina de Colonia y Convención, con setenta y cinco años recién cumplidos y una oferta de “masas” inmejorable para endulzarles la conversación a los muy golosos: palmitas, venus, pastelitos de manzana, bombas de sambayón, de chocolate, de crema o dulce de leche, trenzas de almendras o de nuez, arrollados de kirsch, dobles, rosquitas, milhojas...
 
Y no son sólo los cafés, también están los bares y los boliches, los restaurantes y las cafeterías. La Pasiva, por ejemplo, con sus deliciosos chivitos, o los asadores del viejo Mercado del Puerto, como Roldós, donde tomando de aperitivo el típico “medio y medio” (“mezcla de moscato dulce con vino blanco seco”), se puede acabar pegando la hebra con cualquiera que por allí se dedique a la misma placentera actividad, antes de sentarse para atacar un suculento asado.
 
Las librerías y las bibliotecas son también los pulmones de una ciudad, casas de la palabra por excelencia que ponen la lengua en circulación para que a los habitantes no les falte el aire y puedan respirar. Espacios privilegiados para tomarle el pulso al habla del lugar, sobre todo cuando el lenguaje se refiere a sí mismo: libros sobre la lengua, sobre el idioma, que pueden ayudar a entender un ecosistema verbal. Como
El lenguaje adolescente en el Uruguay contemporáneo, de Xosé de Enríquez, editado por la Academia Nacional de Letras, y que yo encontré en la Feria Internacional del Libro de Montevideo. No un inventario de voces jergales de la juventud uruguaya (aunque salen muchas, y se puede uno enterar de qué significan concheto, tumán, curtir, chucu), sino una reflexión desprejuiciada sobre lo de dentro, o lo de detrás, de esas palabras. Un viaje breve –cincuenta páginas- que concluye con un aviso para navegantes: “Aunque abandone tal lenguaje [el lenguaje adolescente], un joven que ha extraviado en ‘ese camino’ los referentes del idioma español, difícilmente los vuelva a ubicar, y remota será la posibilidad de que lo vuelva a manejar con acierto; ese adulto hablará cualquier cosa, menos español”.
 
En el Palacio del Libro de la calle 25 de Mayo, di con un par de libros de asunto lingüístico de María Antonieta Dubourg, cuya columna en
El País había leído el día anterior. Con el título genérico de “El buen idioma” y el específico de “¡Hay que corregir!”, la autora quería demostrar que el desprecio actual hacia la corrección está injustificado, porque corregir “no es solo marcar errores, es formar personas”. Además, los alumnos esperan que los maestros les señalen los fallos, porque ven en ellos la autoridad suficiente para hacerlo. Los docentes tienen que explicar claramente a los chicos si sus textos son correctos o incorrectos, si se comprenden o no, si tienen errores ortográficos, si las ideas son originales y están bien expresadas... Si se les corrige, los niños sabrán que hablar y escribir “no son tareas fáciles”, y tal vez se despierte en ellos “el deseo de expresarse mejor” y el gusto por manejar el lenguaje con precisión.
 
El ejemplar de
Lengua curiosa, de Carlos Liscano (Ediciones del Caballo Perdido), lo compré en la librería Siete Soles. Una recopilación de artículos aparecidos en Brecha y El País Cultural, y entre ellos, uno sobre la “Igualdad de oportunidades lingüísticas” de sorprendente claridad: “El respeto por el lenguaje rudimentario, de adjetivos únicos, tics, clichés”, escribe Liscano, “no es un favor que se le hace al hablante que lo posee como única variante de expresión. El lenguaje pobre, y su defensa, su culto, consagra y remacha las injusticias sociales y económicas”. Y también: “La libertad de expresión no vale nada si el ciudadano no tiene un dominio de la lengua que le permita decir lo que piensa y siente de modo inteligible y bien organizado”; “no hay democracia mientras unos saben expresar lo que piensan y otros no, mientras unos comprenden y otros no”; y “la indiferencia, el rechazo y hasta la hostilidad por el lenguaje complejo, matizado, flexible, se presentan a veces como forma de luchar contra el poder. De prosperar esta ‘escuela’ es seguro que se estaría condenando a los más débiles a nunca compartir el poder”.
 
Tal vez no baste con que existan espacios de la palabra, quizá haya que medir también la calidad de la palabra que por ellos circula, y la capacidad de utilizarla que tienen sus habitantes, para determinar si una ciudad respira o cómo respira, cómo funciona su aparato respiratorio. Y ahí parecen apuntar, con significativa coincidencia, las lecturas de esa muestra tan reducida pero seleccionada al azar. Muestra en la que también hay que mencionar un repertorio de
Uruguayismos futbolísticos (escrito por Héctor Balsas y publicado por Melibea Ediciones), que hojeé en la librería Bookstore Montevideo: si hay un lenguaje que circula por todo el Uruguay, es el lenguaje del fútbol, un lenguaje elástico, afinado durante años para poder expresar con él alegrías y decepciones, euforia y abatimiento, las glorias pasadas y un escepticismo muy presente (dos días después de la contundente victoria frente a Bolivia, la máquina celeste se averió en Asunción -¡Carrasco se equivocó!-, y cayó derrotada por la selección paraguaya con el doloroso tanteo de cuatro a uno).
 
Los carnavales, el mate y un hojaldre de historias
 
No por casualidad, la frase de Certeau que guiaba mis pasos por ese Montevideo invernal –“una ciudad respira cuando hay en ella espacios de la palabra”- la había encontrado citada en un libro sobre Cádiz, un ensayo atrevido e iluminador de Javier Fernández Reina titulado
La ciudad insular. No por casualidad, digo, porque son bien conocidos los vínculos entre las dos ciudades. En ese mismo libro se habla de los tres modelos de carnaval que hay en el mundo, el visual (Venecia, Niza...), el musical (Río de Janeiro...) y el oral, cuya cuna se encuentra en Cádiz, y que en donde mejor arraigó, y se ha desarrollado de manera más viva y creativa, ha sido en Montevideo (parece que su tradición murguista se inició con una agrupación que se llamaba La Gaditana que se va).
 
Un carnaval, el montevideano, pues, de índole principalmente verbal, y que podría definirse, con Fernández Reina, como una “fiesta de la palabra en libertad”, de la palabra libre y liberadora, gratuita, crítica, irreverente y sobre todo muy guasona, muy cachonda. Incluso para aquellos que, como fue mi caso, no visitan Montevideo en carnavales, resulta evidente su importancia, su omnipresencia en la ciudad, referente habitual en las charlas cotidianas, ocasión de chanzas y pullas sobre las murgas rivales (¿la mejor no es
La Contrafarsa?), fuente inagotable de chirigotas y cuchufletas rimadas y musicadas que se conservan en la memoria para poder repetirlas cuando vengan a cuento... Como tampoco se le escapa a nadie el sentido del humor y el espíritu zumbón, de ingenio rápido y sano descreimiento, de muchos habitantes de la ciudad, que recuerda al de los gaditanos.
 
Espacios públicos de la palabra (calles y cafés, librerías y mercados, aulas, restaurantes, playas y fiestas), pero también espacios privados. El silencio, la amistad, el salón de una casa, una habitación de hotel. El espacio de la palabra que convoca el mate a su alrededor, un ámbito propicio para la voz reposada, para la reflexión compartida y sin prisa, para una sintonía que se construye al hablar. O estando callados, porque el mate, igual que ocurre con otras cosas, parece ser amigo del silencio igual que de la conversación, adminículo y parafernalia de la palabra y de su ausencia. Mejor si el mate “tiene aún unas vueltas”, porque si ya está muy “lavado”, la charla puede decaer, el silencio descargarse de sentido. Hay que cebar de nuevo, y entonces -puede ser en la esquina de una calle, da igual, en el lugar más desolado o inhóspito-, surge otra vez un interior confortable, una burbuja de confianza, esa forma especial de pautar el silencio, de acompañar –y acompasar- las palabras.
 
La conversación, la lectura, la música a solas o en la intimidad. Ámbitos favorables para detenerse a apreciar el timbre de una voz o la cadencia de una frase, para degustar una palabra o para cultivar la flor del relato. “Habitar un lugar es contarlo”, ha escrito también Michel de Certeau, y no se habita una ciudad si no se penetra en su hojaldre de cuentos, si no se atiende a las historias que conforman la trama verbal en que consiste todo espacio urbano. Como la historia que me contó Graciela del barco alemán que en la Segunda Guerra Mundial se hundió frente a Montevideo, con su capitán a bordo. O la que leí en Brecha acerca de otro barco, un pesquero de bandera uruguaya sorprendido por una fragata australiana cuando pescaba merluza negra -especie protegida-, y que huyó durante veinte días por mares de hielo hasta que lo interceptó un buque de guerra sudafricano.
 
La historia que encontré en un cuento de Hugo Fontana: la del muchacho al que la madre le confiesa que su padre es un “mirón” que sale por las noches a fisgonear por las ventanas de los vecinos, y le encarga que lo siga en sus paseos nocturnos, que lo vigile sin que se dé cuenta y lo proteja de cualquier posible percance, convertido en mirón del mirón... Las historias que canta Jorge Drexler en su primer disco, de antes de que triunfara en España, contadas con la delicadeza y la calidez de su voz: un joven de Montevideo “juntaba plata en invierno, / soñaba con el Edén. / Escuchaba a João Gilberto / y sólo pensaba en volver”, en volver al Brasil, a Salvador, donde le esperaba ella: “Y ella que le preguntaba / dónde quedaba Uruguay. / Ella bailaba y bailaba / y se reía al hablar, / su acento lo desarmaba....”.
 
De Montevideo volví con historias como éstas y con un cargamento renovado de palabras, voces y acentos. No de imágenes, porque la cámara digital que, en contra de mi costumbre, me había llevado de viaje, y con la que había tomado cuarenta fotos, a mi regreso se negó a dejárselas quitar, se las tragó, no hubo manera de recuperarlas. Da igual: Montevideo es una “ciudad literaria”, como ha dicho Cristina Peri Rossi, donde “las palabras valen más que las imágenes”, una ciudad en la que se puede respirar y por donde circula el aire, una ciudad, sí, que respira.

 

 
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