. El
pan y la palabra: homenaje mínimo
a don Manuel Alvar
. Dos
lecturas de verano
. Debate
estival sobre la lengua
. La
estación de los "beodos del
idioma"
El
pan y la palabra: homenaje mínimo
a don Manuel Alvar
Entrado ya el mes de septiembre, el cronista
encuentra una buena ocasión para
hacer recuento de lo que ha dado de sí
el verano en relación con el idioma
español. Y descubre que no ha sido
poco. En un repaso apresurado, puede enumerar
un par de noticias importantes y otros
tantos libros de obligada reseña,
algún que otro cursillo universitario
y más de una aportación
de interés al debate público
sobre la lengua.
Dos han sido las noticias más
destacables del verano relacionadas con
el español: su declaración
como lengua oficial de la Unión
Africana, ya glosada en otra de estas
crónicas [1],
y la muerte del lingüista y ex director
de la Real Academia Española Manuel
Alvar.
Al día siguiente del fallecimiento
de Alvar, el 13 de agosto, los periódicos
destacaron su condición de trabajador
infatigable y tenaz, y lo extenso de su
obra, compuesta por más de 33.000
páginas, según cálculo
del marqués de Tamarón,
publicadas en unos 170 libros y 600 artículos.
Las voces de sus colegas se encargaron
de esbozar las líneas fundamentales
y los hitos señeros de su trayectoria
profesional, y allegaron el testimonio
de su trato con él, rasgos de su
carácter, recuerdos personales.
A modo de humilde contribución
al homenaje que le rindieron los medios
de comunicación en el corazón
de agosto, y al que sin duda se le tributará
más adelante de manera oficial,
lo único que puede aportar aquí
este cronista es una mínima propuesta
de lectura, acorde con su exiguo conocimiento
de la obra de Alvar: un libro y un artículo,
acompañados de un recuerdo de otro
mes de agosto.
¿Cuál de sus libros se
le podría recomendar a un lector
culto, aunque no especialista, interesado
por nuestra lengua, por su avatar histórico,
su importancia cultural, su densidad simbólica
y práctica? Yo le propondría
su recorrido Por
los caminos de nuestra lengua [2],
una recopilación de artículos
publicados en el ABC
y otros diarios, y en parte recogidos
en volúmenes anteriores. En ellos,
don Manuel, con claridad y precisión,
pero también de forma emocionada
y aun apasionada, reflexiona sobre la
Responsabilidad ante la lengua,
afronta el dilema ya clásico de
¿Castellano? ¿Español?,
le escribe una Carta a los niños
mexicanos o se sitúa En
otro confín de nuestra lengua
para desde allí atalayar toda su
variedad. En muchos de esos textos está
presente, en forma de anécdotas
y emocionado recuerdo, la densa experiencia
profesional y humana del dialectólogo
que recorrió todos los territorios
del idioma, y que no escatima palabras
de afecto para sus informantes, las personas
que le ayudaron a conocer la diversidad
viva del español.
Me acuerdo de que yo compré ese
libro en Santander en el mes de julio
de hace tres años y de que lo leí
con fruición, ya en agosto, en
las siestas largas y las noches densas,
con perfume de jazmín, de un vergel
malagueño. Y me acuerdo de que
fue precisamente en Málaga, en
otro agosto de muchos años atrás,
donde conocí a don Manuel Alvar,
donde lo vi por primera y única
vez. Sucedió una tarde, cuando,
acompañando a mi tío Jorge,
le llevamos a la casa donde veraneaba
unos libros que nos había encargado
a la Librería Denis. Recuerdo sólo
mi impresión al saludarle, mi conciencia
de encontrarme ante un maestro, mi timidez,
pero creo que en ningún momento
de la brevísima charla ni Jorge
ni yo mencionamos mi condición,
entonces, de estudiante universitario
de filología.
Pero he dicho que iba a hablar de un
libro y un artículo. El artículo
lo leí también en Málaga,
el 1 de marzo del año pasado, en
las páginas de Andalucía
de El
País. Se titulaba Tahonas
andaluzas, y en él recordaba
Alvar el origen de esa palabra y su presencia
en los pueblos de Andalucía, de
Jaén a Huelva, registrada en sus
viajes de dialectólogo que va recogiendo
voces, variedades, acentos.
El pan y la palabra, qué emparejamiento
más rico de sugerencias. Se hermanan,
claro, en los términos que nombran
este alimento y todo lo que lo rodea,
el cultivo del trigo y los otros cereales,
las harinas, las mil variedades del pan,
cuyos nombres tan bien glosó Azorín,
los hornos, las masas y los puntos de
cocción, el misterio de la levadura,
los oficios y realidades que crecieron
a su alrededor... Palabras como tahona.
Álex Grijelmo, en el capítulo
dedicado al valor de las palabras
viejas de La
seducción de las palabras
[3],
ha escrito: Gracias a las palabras
antiguas nos quedamos más satisfechos
al comprar los bollos en una tahona el
día en que no los adquirimos en
una panadería, aunque el lugar
sea idéntico y sólo le cambie
el nombre. Siempre he pensado que
enseñarle a un niño la palabra
tahona es hacerle un regalo. Habría
que enseñarles la palabra tahona
a todos los niños. Pienso que sería
una actividad de gran valor ecológico,
equiparable a las campañas de plantación
de árboles autóctonos que
organizan algunos grupos de ecologistas.
Pero el pan, al margen de la variedad
de los términos que hablan de él,
está ligado al lenguaje por algo
más, por una cualidad esencial
que comparten ambas creaciones humanas
(humanas y humanizadoras). Lo vio María
Zambrano, en España,
sueño y verdad: Como
la palabra, el pan alcanza la plenitud
de su ser dándose. Pienso
que a eso se dedicó Alvar, a buscar
esa plenitud del lenguaje, de la lengua:
a dar la palabra y a tomarla, dada por
otros.
Dos
lecturas de verano
El libro del verano, por lo que a la
lengua española respecta, ha sido
sin duda Internet
y el español [4],
del lingüista y especialista en edición
electrónica José Antonio
Millán. La obra recoge, con estructura
única y en versiones muchas veces
actualizadas, algunos de los textos que
en los últimos años le ha
dedicado Millán a esta cuestión.
En ese sentido, puede considerarse una
continuación de su excelente ponencia
presentada en el Primer Congreso Internacional
de la Lengua Española, celebrado
en 1998 en Zacatecas, México, y
titulada Internet,
una red para el español
[5].
En su último libro, Millán
se ha propuesto explorar algunas
características del cruce entre
Red y lengua y hacer un balance
provisional de la primera época
de la Internet en español.
Para ello, con perspectiva de amplitud,
aborda cuestiones tan diversas como la
de la letra eñe y otros caracteres
en Internet, el efecto de las tecnologías
de la información en nuestra lengua
o el peso de las industrias lingüísticas
en la economía digital. Y lo hace
siempre con su amenidad y agilidad habituales,
con una prosa fluida y clara, sostenida
por una densa trama documental, que aflora
en las numerosas citas que ilustran y
pautan el discurso, y cuyas referencias
bibliográficas o electrónicas-
se recogen con detalle al final de cada
capítulo.
Mención especial merece, a mi
juicio, el apartado dedicado a la cuantificación
y valoración de la presencia del
español en la Red, en el que Millán,
además de resaltar la importancia
de la calidad de esa presencia, repasa
una serie de criterios cuantitativos que
siempre sostiene- deben estar animados
por el principio cualitativo: la cantidad
de páginas, de usuarios, de sitios
web,
de dominios, la recepción de visitas,
el mantenimiento de las páginas
y su estructura hipertextual.
El libro se cierra con un panorama de
los flujos e intercambios que mediante
el español tendrán lugar
en la Red, un análisis de la importancia
de los contenidos, y una ojeada
al futuro: en ella, a una mayoría
de indicios tenebrosos no deja de contraponerse
alguna señal de claridad. Inevitablemente,
los datos, los análisis y las reflexiones
que aporta Millán en Internet
y el español conducen a
la conclusión de que la mayor
parte de las consideraciones sobre una
lengua y la Red se acaban convirtiendo
en calas sobre infraestructuras, educación,
investigación, creatividad... de
las naciones que la hablan.
La segunda lectura del verano relacionada
con la lengua, de la que tal vez se hable
por extenso en otra de estas crónicas,
ha sido la del Anuario
del Instituto Cervantes correspondiente
al año 2001, el cuarto de la serie,
dedicado, como en años anteriores,
a estudiar distintos aspectos de la situación
de El español en el mundo
[6].
Debate
estival sobre la lengua
Entre todas las ideas, informaciones
y opiniones que sobre la lengua han llegado
a los medios este verano, destaca el dato
difundido por Lázaro Carreter en
la conferencia sobre los Rumbos
del español que pronunció
en el marco de los cursos de verano de
la Universidad Complutense de Madrid,
en El Escorial. Allí dijo que sólo
el 3% de los españoles se declara
preocupado por los avatares de la
lengua española, frente a
un 56% de ingleses y un 38% de franceses
a los que les preocupa su idioma, todo
ello de acuerdo con un estudio del Gobierno
francés. Un dato fundamental, que
puede dar la clave de muchas de las cosas
que suceden en nuestro país en
materia de educación y cultura,
y en el entorno institucional de la lengua
española.
Juan Gómez, el periodista que
lo contó en El
País el 3 de agosto, resaltó
las predicciones sombrías de Lázaro
sobre el futuro del español. Su
crónica empezaba afirmando: Tortuoso
camino aguarda al castellano en el próximo
siglo, dentro y fuera de su cuna, a juicio
del ex director de la Real Academia Española....
No está mal que alguien ponga de
vez en cuando un contrapunto de rigor
y reflexión al discurso oficial
sobre la expansión de la lengua,
que alardeando de cientos de millones
de hablantes, suele caer en un triunfalismo
exagerado, y que en cualquier caso deja
de lado aspectos menos favorables de la
salud del español. Por ejemplo,
Lázaro declaró, en referencia
a la situación de nuestra lengua
en los Estados Unidos, que vistas
las cosas más de cerca, el panorama
es de inquietante claroscuro. Eso,
matices, claroscuros, perspectiva, es
lo que con demasiada frecuencia se echa
en falta en el debate público sobre
el idioma, a veces en exceso plano.
Precisamente el fetiche del número
de hispanohablantes fue el tema de la
columna de Alejandro Gándara en
el ABC
Cultural del 21 de julio. Bajo
el título de Los 400 millones,
Gándara cuestionaba que ese potencial
demográfico tuviera una equivalencia
automática en otro tipo de potenciales
más sustanciosos, léase
de tipo cultural o económico. Hoy
por hoy, y en cualquier campo, las cifras
son rostros del miedo. O muecas ante la
falta de palabras, escribía,
para sostener después que todo
lo insuficiente busca alguna clase de
consuelo o justificación.
Y como remate, señalaba el peligro
de que tantos hablantes de español
acaben siendo un potencial económico,
sí, pero para los otros: es
decir, un ejército de consumidores
altamente organizado, que ofrece
a los comerciantes la ventaja de poder
emplear una sola lengua para dirigirse
a todos ellos.
Menos pesimista se mostró Eduardo
Subirats en la entrevista que le hizo
José Antonio Muñoz para
La Razón
del 4 de agosto. Subirats, profesor de
Historia del Pensamiento Hispánico
en la Universidad de Nueva York, había
dirigido, los días anteriores,
el curso de verano de la Complutense sobre
La lengua
española y sus fronteras.
Y aunque nos tiene habituados, en sus
artículos de prensa, a una visión
crítica de algunas actitudes y
comportamientos oficiales y académicos
relacionados con la lengua y la cultura
en España, en esa entrevista Subirats
habló de un amplio y magnífico
futuro, de una perspectiva
formidable, y hasta de una España
que no sólo va bien, sino
que resplandece cultural e intelectualmente
como pocas veces en su historia.
Volviendo al dato fundamental ofrecido
por Lázaro Carreter, puede que
ese exiguo porcentaje de nacionales a
los que la lengua les causa alguna clase
de inquietud esté en la raíz
de la llaga en la que puso el dedo, muy
atinadamente, Manuel Hidalgo, en su artículo
del 14 de julio en El
Mundo: el plan sobre el castellano
que tiene el Gobierno no puede fallar...
simplemente porque no existe.
Los estudios necesarios, los datos, los
porcentajes, los números, ya los
tenemos, sostenía Hidalgo, días
después de la presentación
de la última edición del
Anuario
del Instituto Cervantes. También
los principios y las intenciones, y la
conciencia de que el castellano...es
un producto que supone una fuente de riqueza
cultural, política y económica
para España en el ámbito
internacional por tanto, también
de poder y de influencia. Por ello,
reclamaba, lo que ahora toca es pasar
a la acción: ya va siendo
hora de que el castellano sea, sin pudores,
un asunto de Estado, es decir, un
asunto cuya gestión esté
encomendada a un organismo oficial del
más alto nivel posible (una Secretaría
de Estado dependiente de Presidencia del
Gobierno, sugería él), un
asunto que se apoye en la más afinada
coordinación entre los distintos
Ministerios relacionados, y sobre todo
que se afronte con un plan de acción
concreto, con fines, objetivos, acciones
y proyectos, plazos y recursos.
Expuesta con su finura y su ligereza
usuales, la tesis de Hidalgo (la inexistencia
de plan oficial alguno sobre el español),
diríase que le da razón
y sustento a la ironía de Lázaro
Carreter, cuando aventuraba que en el
famoso 3% de españoles preocupados
por su lengua no deben de estar incluidos
políticos y gobernantes...
La
estación de los beodos del
idioma
El verano es una estación propicia
para la degustación de la lengua
en todas sus expresiones y variedades,
y en las diferentes circunstancias en
las que se puede disfrutar de ella. Por
ejemplo, sin ir más lejos, en la
conversación placentera y demorada.
No en vano, como escribió Marià
Manent y le gustaba recordar a mi amigo,
y también poeta, Manuel R. Martín,
el verano es el tiempo de sentarse
a hablar bajo los árboles.
Por eso esta crónica veraniega
del idioma español no podía
dejar de registrar una mínima muestra
de esa diversidad de matices, de acentos,
de nuevas palabras, giros y expresiones
surgidas y degustadas al calor de la charla,
en la lectura o escuchando música.
Contar alguno de esos deleites mínimos
que proporciona la lengua.
Un año más, ha sido un
placer comprobar cómo los niños,
con el paisaje de las vacaciones, aprenden
también un vocabulario y disfrutan
con su novedad, se salpican con sus sílabas
frescas como cuando chapotean en el río
o la piscina. Este verano, en el Pirineo,
han sido los nombres de árboles
y hierbas silvestres (acebo,
boj,
llantén...),
los de hitos y parajes de la montaña
(barranco,
llera,
ibón,
borda...)
y el léxico preciso y graduado
de los caminos que la recorren (pista,
sendero,
trocha,
vereda...).
Y la toponimia, claro, sonora y misteriosa
(Gistaín,
Cinqueta,
Bielsa,
Barbaruéns...),
con una verdad que se nos esconde pero
que no dudamos es sólida, sin fisuras.
Un vocabulario acaso destinado al olvido,
pero que tal vez más adelante,
si vuelven a encontrarse con él,
reconocerán como sabido o al menos
les resultará vagamente familiar.
La variedad de los españoles se
ha desplegado este verano también
en la música. Por ejemplo, en la
de los últimos discos del uruguayo
Jorge Drexler, Sea,
y del madrileño Quique González,
Salitre
48. En el disco del primero se
despliega una dicción sencilla
y escueta, de una sensibilidad que se
impone sin alardes, con una voz al tiempo
clara y densa. El español de Drexler
es fino, delicado, y se beneficia de la
dulzura de su seseo meridional.
En Salitre
48 (un disco poco veraniego, dijo
un crítico, que recomendaba esperar
al otoño para escucharlo), la voz
de Quique González es tensa y auténtica,
con cuerpo, de una gravedad dispuesta
a quebrarse o rebajarse para sumar matices
de sentimiento. Su baza es la fuerza contenida,
la prosodia ajustada y natural. Voz y
metáforas en un español
de vocales distintas y consonantes perfiladas,
con el sabor de ciertos barrios que le
da un yeísmo acentuado, tan distante
pero hermano- de las elles levemente
porteñas de Drexler. Un español
limpio y nítido, cabal.
Sí, el estío es una época
favorable para esa clase particular de
embriaguez a la que Azorín confesaba
no poder sustraerse: El idioma -el
castellano, el español- llega a
ser para nosotros como un licor que paladeamos,
y del cual no podemos ya prescindir. Prescindir
en el ensayo, en la busca de todos sus
escondrijos, de todas sus posibilidades,
de todas sus puridades. Ya somos, con
tanto beber de este licor, beodos del
idioma.
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