Yo estuve allí y lo puedo contar.
Quiero decir cuando Pérez-Reverte
ingresó en la Real Academia. ¡Y
qué calor hacía, qué
sofoco! Lo que vi, lo mejor que pueda
lo voy a contar, en orden y con detalle,
y sin inventarme nada. Lo de Pérez-Reverte
en la Academia, digo. Pero es que lo primero
es lo primero, y lo primero fue la calorina,
el bochorno, el arreón del calor
en esa tarde infernal de junio, antes
y después del discurso, y también
durante, porque en el salón de
actos de la docta
corporación no había
aire acondicionado y nos asfixiábamos,
sudando la gota gorda, mientras el nuevo
académico de la lengua no terminaba
nunca de leer su discurso larguísimo,
y quienes no llevábamos abanico
teníamos que confiar en que María
volviera a agitar el suyo, de color rojo,
para aprovechar el poco airecillo que
así nos mandaba, y cuando no, agitábamos
sin mucha fe, aturdidos de calor e incredulidad
(¡cómo es posible que no
tengan aire acondicionado!), los tarjetones
de la invitación: La
Real Academia Española invita a
D.... a la junta pública...
Pero lo que se promete hay que cumplirlo,
y yo he dicho que iba a proceder en orden.
A las seis de la tarde del jueves doce
de junio, en Madrid, la calle hervía
a treinta y nueve grados, igualito que
en la canción de Quique González,
no hay
nadie que se atreva a salir. Pero
yo tenía que salir, no podía
llegar tarde, no quería perdérmelo:
¡Pérez-Reverte en la Real
Academia! Camino de la Castellana en busca
del autobús, me acordé de
los versos de Pablo García Baena,
Bajo
tu sombra, Junio, salvaje parra
(y tan salvaje, no pude menos
de asentir mentalmente), ruda
vid que coronas con tus pámpanos
las dríadas desnudas, y
ruda también me parecía
la tarde, o algo peor, y bien consciente
era de lo que me separaba de la desnudez,
es decir, de mi impecable traje azul marino
de verano, que estaba claro que no debía
de ser tan de verano como yo creía
que era o como en ese momento habría
querido que fuera, el pantalón
qué caliente y cómo se me
pegaba a la piel, y la chaqueta tampoco,
de verano nada, sin caer en la cuenta
de que lo de verano de verdad es ir sin
chaqueta, y quién me mandaba a
mí querer ponerme elegante para
la ceremonia, con mi corbata brillante
de listas celestes y marrones bien ajustada
al gaznate y que ahora, bajando a la Castellana
para coger el autobús, me tuve
que desaflojar, ya me ajustaré
el nudo cuando me acerque a la Academia.
Que las lenguas, o mejor dicho los idiomas,
tienen también su vida social y
hasta sus actos oficiales, me había
dicho mi amigo Alonso hacía una
semana. Que en primer lugar está
su vida de todos los días, compuesta
de episodios ordinarios, que es la vida
que viven las lenguas cuando los hablantes
las utilizan sin más, en cualquier
circunstancia y ocasión. Que en
segundo lugar sucede que algunas veces
esa normalidad se altera un poco, cuando
a las lenguas se les ocurre asomarse al
espejo, y entonces se ponen serias o tal
vez se sonrojan, pilladas in fraganti
jugando al metalenguaje. Que esto ocurre
había seguido Alonso- cada
vez que en la charla o en la página
surge la duda lingüística,
por ejemplo, o en las clases de idiomas
o cuando se busca un significado en el
diccionario: las palabras entonces se
dan cuenta y dan cuenta- de sí
mismas, pasan a ser tema de conversación,
se dicen.
Y que por último están también
los momentos en que las Instituciones
del Idioma dirigen un potente foco de
luz sobre el Idioma entendido como Institución,
lo visten de gala, le diseñan un
protocolo a medida, lo convierten en protagonista
de un acto oficial y convocan a los medios
de comunicación a su alrededor,
y entonces, inevitablemente, todo suena
un poco como en mayúsculas, aunque
no por ello esas ocasiones dejen de brindar
la oportunidad de pasárselo bien
y a veces hasta de aprender, que hay que
estar siempre atento a la lección
barthiana, Sapientia:
ningún poder, un poco de prudente
saber y el máximo posible de sabor.
Todo esto me había dicho mi amigo
Alonso hacía una semana, al saber
que yo iba a ir a lo de Pérez-Reverte,
recordé en el autobús, Recoletos
abajo, camino de la Academia. Y, la verdad,
no se estaba mal en el autobús,
Recoletos abajo, camino de la Academia,
con el aire acondicionado en su punto,
a salvo de la calura, pero ya nos acercábamos
sin remedio a Neptuno y poco después
tuve que volver al ambiente abrasador,
más propio de julio o agosto que
de los amenes de la primavera en Madrid.
Cruzando el Paseo del Prado, no pude evitar
preguntarme qué pensarían
de aquella ardentía insoportable
los turistas que deambulaban por allí,
empuñando sus botellas de agua.
Tenía que ser perplejidad o franca
incredulidad (del tipo ¿será
verdad esto o lo estaré soñando?),
y un aturdimiento creciente. Como el que
cundía en la fila de elegantes
invitados (¡todos los hombres con
chaqueta y corbata!) que se había
formado a la sombra del caserón
de la Academia, esperando a que se abrieran
las puertas. Sin descomponer la figura,
los invitados se abanicaban con la invitación
de cartulina (... a
la junta pública que celebrará
el jueves 12 de junio para dar posesión
de su plaza de número al académico
electo, Excmo. Sr. D....), soñando
con escapar de aquel chaparrón
de bochorno sólido y compacto y
con buscar refugio en las que imaginaban
sombrías, marmóreas, frescas
dependencias académicas. Lo que
es yo, vuelto a apretar el nudo de la
corbata, recorrí la fila un par
de veces para buscar a María, fingiendo
indiferencia al sofocón y simulando
que mi impecable traje azul marino de
verano sí que era de verano, pero
de verano de verdad, más de verano
imposible.
Una vez dentro, cuando hubimos coronado,
tras lenta y mesurada ascensión,
la noble escalera de alfombra mullida
y pasamanos reluciente que conduce al
piso principal, María y yo, junto
con otros invitados, trepamos ya sin tanta
compostura por una estrecha escalerilla
para coger un buen sitio en el gallinero
del salón de actos, donde nos correspondía
sentarnos. Y no tuvimos mala suerte. Delantera
de lateral, junto a la barandilla, con
vistas a la parte derecha del patio de
butacas (donde distinguimos enseguida
al lingüista Juan Ramón Lodares
-¿cuándo saldrá su
próximo libro?- y al magnífico
escritor Juan Eduardo Zúñiga)
y con vistas también a los asientos
que ocupaban los académicos en
el estrado. Buena visión de la
mesa presidencial y de los retratos del
fondo (el de Felipe V, más grande,
y debajo el de Cervantes, casi imperceptiblemente
inclinado a la izquierda [1]),
y no mala de la mesita desde la que Pérez-Reverte
leería su discurso, aunque nos
íbamos a tener que inclinar un
poco hacia delante, apoyándonos
en el barandal, y girar el cuello...
Pero ¡qué calor!, ¿cómo
es posible que no haya aire acondicionado?,
con la que está cayendo..., y todavía
queda media hora para que empiece esto,
no sé si voy a aguantar, y mira
que es duro el banco de madera en delantera
de lateral del gallinero académico,
pero lo peor es la chicharrera, y yo con
esta manta encima, quiero decir con mi
elegante chaqueta azul marino, digo yo
que me la podré quitar, claro que
como queda bonita la corbata de listas
celestes y marrones es con la chaqueta,
pero qué más da, y menos
mal que ahora María ha sacado su
abanico rojo, en el patio de butacas no,
pero en el gallinero, donde se han instalado
también los chicos de la prensa,
no pasará nada por quitarse la
chaqueta, digo yo, aunque si ya he aguantado
casi media hora, no me la voy a quitar
ahora, justo cuando va a entrar el príncipe
Felipe, y entonces María: ¿Pero
tú no decías que eras republicano?,
y yo: ¿Eso qué tiene
que ver?, y entró el príncipe
cuando me acababa de quedar en mangas
de camisa y el nudo de la corbata me colgaba
a un lado del cuello, ya marchito.
Así es que así es como
por fin empezó la ceremonia, con
el príncipe recorriendo la larguísima
alfombra por el estrecho pasillo central,
camino de la mesa de la presidencia, acompañado
por la ministra de cultura y el director
de la Academia. No te pierdas detalle
del protocolo, recordé que
me había dicho Alonso, que
es lo que de verdad importa en esos actos,
el mero hecho de celebrarse y la forma
en que se desarrollan, el ritual: lo de
menos es lo que se diga, porque muy bien
tendría que decirse, y de mucha
enjundia o ingenio habría de ser,
para arrebatarle el protagonismo a lo
que de verdad importa, las fórmulas,
la parafernalia.... Ya sentado en
la presidencia, Felipe de Borbón
invitó a los dos miembros más
recientes de la corporación, Luis
Ángel Rojo y Margarita Salas, a
introducir en la sala al académico
electo, y allá que se fueron con
su encomienda el economista y la científica,
abandonaron sus sillas para recorrer el
pasillo alfombrado en dirección
contraria a la del príncipe un
minuto antes, a buscar al novelista, que
les esperaba fuera.
Cuando entraron, el dúo se había
tornado trío, y a su frente avanzaba
Pérez-Reverte entre los aplausos
entusiastas de la concurrencia, inusuales,
al parecer, en estas sesiones. Sonriente,
con gesto de confianza, casi confianzudo,
avanzaba el escritor, y a grandes pasos,
muy rápido, tal vez queriendo apurar
cuanto antes ese mal trago, y por eso
a demasiada distancia de sus introductores,
que se veían incapaces de acompasar
la marcha a las zancadas del cartagenero,
que además andaba con la cabeza
ladeada, columpiando la estatura
y meciendo la persona -como luego
diría él del jaque setecentesco
protagonista de su discurso-, quizá
con una campechanía exagerada para
restarle solemnidad al paseíllo
o desmentirla de alguna manera. Acomodado
el nuevo académico en su silla,
ante una mesita minúscula y un
micrófono, el príncipe le
dio la palabra para que empezara a leer
sus folios.
El discurso
de Pérez-Reverte
Y tan entretenido que estaba yo, cómo
no iba a estarlo con ese venga a levantarse
y sentarse gente, ese traspaleo de excelentísimos
y altos magistrados del idioma alfombra
arriba y abajo, tan ricamente que se me
habían pasado esos dos o tres minutillos,
y hasta se me había olvidado el
calor. Pero aymé, que todavía
tenía que discursear el discurseador,
y ya sabemos que son rarísimos
quienes hacen caso de lo que decía
Cervantes, aquello de que no hay razonamiento
que, aunque sea bueno, siendo largo lo
parezca, y no había por qué
esperar que estuviera entre ellos Pérez-Reverte.
Que empezó a leer quizá
demasiado rápido, con dicción
por momentos imprecisa, sin llegar a ser
atropellada pero tampoco del todo clara,
y de esa manera, tras el recuerdo de rigor
del gran don Manuel Alvar, el académico
que le precedió en el sillón
de la letra T, encaminó el discurso
a su meollo, El
habla de un bravo del siglo XVII,
¡aymé!, y qué calor
que empezó a hacer otra vez.
Sin inventarme nada, dije al principio
que lo iba a contar. Así es que
así es como tengo que contarlo
ahora, y no puedo dejar de declarar que
el discurso de Pérez-Reverte, si
al principio me sorprendió y al
breve rato me aburrió, después
de media hora larga y sin visos de terminar
(y yo venga a mirarle las manos, para
ver cuántos folios quedaban en
el mazo de los aún no leídos,
y cómo iba menguando), después
de todo ese tiempo, digo, me resultó
francamente cargante. Y María que
no se prodigaba con el abanico rojo. Enfunda
luego las gambas
en las cáscaras,
las medias, y después se calza
lo que algunos germanes llaman duros,
o pisantes,
pero que él prefiere denominar
calcos....
Narrativamente chato, amén de eterno,
me pareció el relato de un día
en la vida del rufián español
del siglo diecisiete, mera excusa para
demostrar su dominio de la germanía
de la época. Pero si no hacía
falta que justificara de esta manera su
elección como académico,
decíame yo para mí, si
para todos está claro que se le
ha elegido por su éxito como novelista,
y que esa sea razón suficiente
para entrar en la Academia ya pocos lo
discuten; si no necesitaba exhibir ningún
mérito lingüístico
o filológico y este desde
luego no lo es- más allá
del buen uso que haga del español
para contar historias....
...tachonado
de cuero, que así llama él
al cinto, con espada, o mejor toledana,
de cazoleta y grandes gavilanes, larga
de seis o siete jemes,
casi palmos... Después de
diez o quince minutos, esto a mí
ya casi no me dolía, estaba insensibilizado,
y hasta daba en sonreír cuando
el texto intentaba alguna gracia, aunque
sólo fuera para acompañar
la sonrisa contagiosa y muy simpática
del príncipe, allá abajo
en la mesa presidencial, y a veces me
echaba para atrás en el banco y
dejaba de ver al novelista unos segundos,
luego me inclinaba hacia delante otra
vez y apoyaba la cabeza en la mano derecha,
vuelto a la izquierda para verle de nuevo,
y entonces el abanico rojo de María,
en rápido parpadeo que se superponía
al de mis ojos, me lo ocultaba y me lo
volvía a mostrar con intermitencia
eléctrica, ahora sí ahora
no ahora sí ahora no ahora sí
ahora no, y eso era entretenido también
y además refrescante, aunque parecía
que algo de aire corría desde hacía
unos minutos, no podía venir sólo
del abanico rojo de María, tal
vez llegaba del patio de butacas, y mientras
tanto Pérez-Reverte continuaba
inmisericorde su monótono despliegue
de los términos y las expresiones
que conformaban la jerga de jaques y rufianes
en el Siglo de Oro español, para
eso igual le habría valido una
lista de equivalencias, un vocabulario,
cada palabra con su significado, en lugar
de armar este cuento aburridísimo
a base de el siete o la sota en
forma de teja
o boca
de lobo, astillarlo
con una marca o un raspado
o hacerle
la ceja para reconocerlo, despluman
a chapetones
incautos con barajas a las que también
llaman huebras...
Muchas gracias, dijo por
fin el novelista, y tras una ovación
atronadora, tomó la palabra Gregorio
Salvador, uno de sus padrinos en la Academia,
para contestarle y hacer su elogio. Con
un discurso bien hilado, claro y ameno,
en el que afirmó que el que acabábamos
de escucharle a Pérez-Reverte de
seguro nos habría dejado entre
admirados y estupefactos por su
maestría. Ahora, lo
hiperbólico de verdad fue el final.
Salvador había recordado hacía
unos minutos la fascinación del
escritor adolescente por aquel pasaje
de Jenofonte en que los soldados griegos
alcanzan la cumbre de una montaña
y avistan el mar (¡Zalasa,
zalasa!
¡El mar, el mar!), y volvió
a ese motivo para terminar su discurso,
tal vez sin calcular el ligero efecto
de... ¿vergüenza ajena? que
podría causar en ánimos
tan susceptibles como el mío tras
casi dos horas de sesión académica,
fogaje ambiente y sobredosis de germanía:
Estás ya en tu sitio, Arturo,
estás donde debías, en la
Real Academia Española. El camino
ha sido arduo, los trabajos muchos, duro
el vivir. Pero has alcanzado la cumbre,
como los soldados griegos de Jenofonte
(¡zalasa!,
¡zalasa!),
y has llegado a esta casa, que va a ser
la tuya.... María y yo nos
miramos atónitos.
Pero volvamos al rito, al protocolo,
que ya me había dicho mi amigo
Alonso que era lo que merecía la
pena, y vayamos concluyendo. Aplausos
para Salvador, el príncipe invita
al nuevo académico a ocupar su
sillón, Pérez-Reverte cruza
el estrado y se sienta con sus compañeros,
y sin más se levanta la sesión.
Sencillo, sin adornos, preciso y eficaz.
Luego, por último, abrazos y apretones
de manos, en medio de más aplausos,
y paseíllo final hacia la salida
por la larga alfombra. Aglomeración
humana por salas y escaleras, y calor
de nuevo, mucho calor, y no sólo
porque, claro, he vuelto a ponerme la
chaqueta, que así luce más
la corbata de listas celestes y marrones,
mientras intentamos avanzar hacia la mesa
donde, en el recibidor de abajo, se reparten
ejemplares del librito con los discursos,
y allí la tarde va a terminar con
la alegría del reencuentro con
Álex Grijelmo, sólo un minuto
de conversación pero hace cuánto
que no le veía, más de medio
año ya [2].
En la calle, en busca del coche de María,
el fuego del resistero se se había
calmado. Así es que así
es como viví yo esa alta ocasión
y episodio singular en la vida oficial
del idioma, y en orden creo que lo he
contado, y con detalle, y sin inventarme
nada.
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