El viajero recién llegado a la
Antigua Guatemala que sale a dar su primer
paseo por la ciudad no tarda en dejarse
invadir por una rotunda y a la vez sutil
impresión de placidez y belleza.
Esa impresión va ganando en intensidad
a medida que recorre las calles, atento
a todos los reclamos que se van presentado
a su interés, el añil o
el ocre de una fachada, las risas de unas
niñas en uniforme de colegio, el
letrero -abarrotería-
de la minúscula tienda de la esquina,
la calidad del silencio... Así,
entre todos esos estímulos a su
percepción, es probable que no
deje de reparar en un hecho que tal vez
le intrigue: el gran número de
parejas mixtas -un elemento local junto
a otro foráneo- que, en animada
charla, parecen compartir con él
la misma placentera actividad del deambular
ocioso, o que, sentadas a la mesita de
un café, en un patio umbrío
de lozana vegetación, diríase
que disfrutan dejando pasar el tiempo,
mientras departen sosegadamente...
Cuando visité Antigua hace unas
semanas, la primera pareja de ese tipo
que vi en la calle, caminando en dirección
al precioso Arco de Santa Catalina, estaba
formada por un joven moreno y chaparro
y una altísima muchacha rubia muy
blanquita. ¿Y a qué
otros países has viajado?,
le preguntaba dulcemente él a ella.
Claro que me llamaron la atención,
pero yo estaba sobre aviso y no caí
en el error de quienes, al ver la proliferación
de estas parejas, piensan sin más
en romances de vacaciones,
normales al fin y al cabo en una ciudad
turística en la que reina, según
reza la propaganda habitual, una
eterna primavera (que ya se sabe
que es estación propicia a los
asuntos del corazón). Pero no,
no se trata de enamorados vencidos por
la atracción de los opuestos y
con mucho tiempo libre, sino tan sólo
de inocentes profesores y estudiantes
de español que prolongan sus clases
-cambiando de escenario- en relajadas
conversaciones informales, mientras pasean,
compran coloridos huipiles en el mercado
de artesanías, visitan las ruinas
de Santa Clara o degustan donde Doña
María las delicias de la refinada
repostería local.
Dicen que Antigua es la ciudad latinoamericana
con más academias de español
como lengua extranjera y a donde más
estudiantes acuden para aprender este
idioma. Si no en términos absolutos,
tal vez sea esto cierto en sentido relativo,
en proporción con los cerca de
cuarenta mil habitantes de la villa colonial.
En una ciudad de estas dimensiones, y
con una configuración urbana compacta,
la intensidad del fenómeno es bien
patente, y se manifiesta, además
de en las citadas parejas, en los numerosos
letreros de academias de español
que se ven por las calles. Pero, ¿cuántas
hay, exactamente? Unas treinta y cinco
autorizadas, según
la oficina de turismo, situada en el Palacio
de los Capitanes Generales, en la Plaza
Mayor. Pero el número de las no
autorizadas es un enigma. Más
de cuarenta o entre cincuenta
y ochenta fueron algunas de las
imprecisas cifras totales que me dieron
en los sitios en que pregunté.
Tampoco encontré unanimidad a
la hora de fechar el inicio del auge de
la enseñanza del español
en la ciudad. ¿Ocurrió hace
cuatro, siete años? En cualquier
caso, las primeras escuelas se crearon
hace por lo menos dos décadas.
Sí coincidieron todos mis interlocutores
en distintas academias al mencionar la
durísima competencia que tenían
que afrontar, cada vez más aguda,
y al señalar las consecuencias
negativas que podía acarrear para
el sector. En esa oferta tan amplia, excesiva
incluso me decían-, empiezan
a proliferar las empresas poco solventes,
que compiten con precios muy bajos e intentando
igualar sin muchos recursos las ofertas
de las academias más fiables, todo
ello a costa, tal vez, de la calidad de
la enseñanza y del servicio en
general.
¿Quién
da más? Las academias compiten
En la Academia de Español Guatemala
mi preferida entre las que visité
en Antigua-, los cubículos de madera
para las clases individuales, al aire
libre, circundan una piscina de limpio
fondo azul y agua transparente, rodeada
también por el follaje verde intenso
de una cuidada vegetación. A su
lado se alza imponente una altísima
y hermosa araucaria, cuya copa no se alcanza
a ver desde la puerta que conduce al corredor.
Es la más grande que he encontrado
estos días, le digo a la
joven que me enseña la escuela,
y ella me confirma que es la más
alta de Antigua.
Como en la mayoría de escuelas
de español de la ciudad, en la
Academia Guatemala cada estudiante tiene
un profesor para él solo, y puede
elegir el horario, los aspectos de la
lengua que desea trabajar (conversación,
vocabulario, comprensión, etc.),
y dónde se impartirán las
clases, si en el jardincillo, entre la
piscina y los macizos de buganvillas;
en un banco del Parque Central, con el
rumor de fondo de la Fuente de las Sirenas;
o tomando una cerveza en una cantina.
Si opta por quedarse en la academia, podrá
servirse en cualquier momento un café
o un zumo, cortesía de la casa,
y dedicar algún rato libre a hojear
un libro o ver una película.
Además de gestionarles a los alumnos
el alojamiento en familias locales, la
Academia Guatemala les facilita un gran
número de actividades para el tiempo
libre, todas gratuitas. Desde partidos
de baloncesto y campeonatos de ping-pong,
hasta conferencias y debates, pasando
por excursiones en bicicleta, clases de
salsa y merengue, sesiones nocturnas de
cine y many fiestas, como
dice el folleto informativo. ¿Y
la piscina? Claro que los estudiantes
no pueden bañarse en ella mientras
se imparten las clases, pero sí
en cualquier otro momento, incluidos los
fines de semana, porque, aunque la escuela
esté cerrada, se les da la llave
por si quieren ir a nadar, a ver un vídeo
o a coger una de las bicicletas.
Todo esto es habitual en el sector de
la enseñanza de español
en Antigua, incluido lo de las clases
al aire libre, en patios con fuente o
jardincillos frondosos y con un sosiego
absoluto. La competencia explica el gran
número de servicios que ofrecen
todas las escuelas, y también la
casi total coincidencia de sus ofertas
(ninguna puede permitirse no dar lo que
dan las demás). La primera característica
común a todas las academias es
el sistema de clases individuales, y la
segunda, la total flexibilidad que se
permite al estudiante para determinar
el número de horas y de días
que durará su curso, y cuándo
empezarlo; para cambiar de profesor si
no le gusta el que tiene o prefiere variar;
para elegir un curso general o bien uno
específico según su profesión
(médicos, abogados, periodistas,
aeromozos, misioneros) o su edad (cursos
para niños o para seniors,
como en el Centro Lingüístico
de la Fuente); para que el método
y las actividades didácticas se
ajusten a sus necesidades y sus gustos...
Más allá de ese modelo
básico común (que incluye
además una amabilidad y una cortesía
siempre intachables, como las que disfruté,
entre otras, en las academias Alameda,
Guatemala y Latinoamérica), las
escuelas de español también
coinciden en la extraordinariamente amplia
y variada oferta de servicios complementarios
o de valor añadido, que prestan
por regla general de forma gratuita. Se
trata de un mecanismo de lucha por la
victoria o al menos por sobrevivir, en
ese medio hostil de fiera competencia,
que exige esfuerzos a veces insólitos
cuando no francamente extravagantes-
para distinguirse de los competidores
y atraer a los clientes. Entre estos,
por cierto, parece que no es inusual la
práctica de cambiar varias veces
de academia hasta encontrar la que a uno
más le satisface, práctica
favorecida precisamente por la flexibilidad
a que obliga la misma competencia*.
Acceso a Internet, cursos de cocina local
y de elaboración de velas (en la
escuela Ixchel, por ejemplo), excursiones
a los volcanes que rodean la ciudad, demostraciones
de uso de los telares tradicionales, visitas
a plantaciones de café, ceremonias
mayas en comunidades indígenas...
El menú complementario de las escuelas
de español, normalmente gratuito,
suele estar compuesto de actividades como
éstas, además de las citadas
antes, al hablar de la Academia Guatemala.
El Centro Lingüístico La Unión
aplica un descuento a los estudiantes
según los errores que cometan en
los exámenes de los viernes: si
el examen es correcto en un 80%, el descuento
lo será del 3%; un grado de correción
del 90% da derecho a una rebaja del 5%;
y sin ningún error, el descuento
llegará al 10%. La Unión
también se distingue por ofrecer
a sus alumnos, en función del número
de horas de clase que hayan recibido,
bonos de ¡lavandería gratuita!
Pero en este esfuerzo por enriquecer
su oferta, los centros de estudio de español
no se olvidan de hacer valer la calidad
del servicio básico. De modo que
en su publicidad no dejan de destacar
la preparación de sus profesores,
su formación específica,
sus años de experiencia y su constante
actualización profesional. O el
tiempo que llevan trabajando en la misma
academia, para demostrar que no se trata
de jóvenes inexpertos contratados
durante unas semanas para cubrir la temporada
alta.
Español,
inglés y cachiquel en Antigua
Podría suponerse que son sobre
todo estadounidenses, por la cercanía
de su país a Guatemala, los que
van a aprender español a la sombra
de los volcanes Agua, Fuego y Acatenango.
Es lógico que constituyan la mayoría,
pero cuando se pregunta en las academias
siempre responden que los estudiantes
llegan de todos los países, y destacan
a los europeos, mencionando mucho a Holanda
y a Inglaterra (pero no a Francia). Tampoco
faltan israelíes, brasileños,
australianos o japoneses.
En algunos casos se trata de muchachos
que van a viajar durante algún
tiempo por Hispanoamérica y empiezan
su periplo en Antigua para proveerse de
un poco de español con el que después
poder comunicarse. También son
muchos los jóvenes voluntarios
de distintos países que van a Guatemala
para participar en proyectos de cooperación
al desarrollo, y como para ello necesitan
aprender un poco de español o mejorar
el que ya traen aprendido, se quedan un
par de semanas en alguna de las escuelas
antigüeñas. Las hay que incluso
programan cursos específicos para
estos chicos. Por otra parte, todas las
academias ofrecen a sus alumnos, entre
las actividades complementarias, la posibilidad
de colaborar en algún proyecto
social, dedicando unas horas a la semana
a jugar con los niños de un orfanato,
ayudar a los maestros de una escuela,
visitar un hospital o plantar árboles
en un programa de reforestación.
Una manera de practicar el español
después de las clases mientras
se colabora con la comunidad local,
como explica en su folleto la academia
Sevilla.
Según el reclamo de otra escuela,
los expertos dicen que Guatemala
es el país perfecto para aprender
español, porque el habla es pura,
con pocas palabras y términos de
jerga tomados del inglés.
¿Será esta una de las razones
del éxito de Antigua como centro
de enseñanza de la lengua? Comentando
estas cosas en el bar Fridas, cerca del
Arco, con un chico alemán que había
aprendido el español en Santander,
me mostraba su perplejidad por no entender
todo lo que le decían en Antigua
debido a las particularidades guatemaltecas
del idioma. ¿De verdad era tan
buena idea venir a estudiarlo aquí?
Su pregunta me recordó una reciente
conversación en Madrid, en la que
había asistido a un despliegue
de rancios prejuicios lingüísticos
hispanocentristas, como los que yo creía
que a estas alturas ya no existían.
Si yo fuera extranjero, había
oído decir en esa charla, ni
me plantearía ir a México
a estudiar español, vendría
a España.
Seguro que para muchos de los estudiantes
extranjeros en Antigua, el que la variedad
local de la lengua sea americana, más
que un inconveniente supone un incentivo
adicional para venir aquí a aprenderla.
Tal vez les ofrezca más reparos
el hecho de que en esta ciudad, en determinados
lugares y momentos (por ejemplo de noche,
en bares y discotecas, pero también
en otras circunstancias), se oye hablar
más inglés que español,
y así no resulta tan fácil
la inmersión lingüística
perseguida. Claro que otros encontrarán
en ello un aliciente: muchos jóvenes
van a Antigua atraídos precisamente
por ese ambiente internacional,
por esa efervescencia estudiantil de acentos
tan diversos, por la posibilidad de coincidir
en clase, en la excursión a Tikal
o cuando se sale de rumba, con alemanes,
finlandeses, rumanos, gringos o neozelandeses.
Lo que no parece haber constituido un
obstáculo para el desarrollo de
la industria local del español
como lengua extranjera es el hecho de
que Guatemala sea, después de Paraguay,
el país hispánico con menor
porcentaje de hispanohablantes en relación
con la población total, con un
64%. En Guatemala, donde casi seis de
los diez millones de habitanes son indígenas,
se hablan veinte idiomas mayas, desde
el quiché (un millón de
hablantes), el mam (en torno a setecientos
mil hablantes) y el cachiquel (cuatrocientos
mil), hasta el uspanteca y el teko (con
menos de tres mil cada uno). En una de
las academias que visité quisieron
tranquilizarme: tal vez alguna de las
familias con las que conviven los estudiantes
sea bilingüe, pero sólo ocasionalmente
emplean alguna palabra en su lengua maya.
En el prospecto de otra escuela han querido
dar mayores garantías y aseguran
que el proceso de aprendizaje se
complementa con el alojamiento en una
familia local en cuya casa el español
es el único medio de comunicación.
No, tampoco éste puede considerarse
un inconveniente para venir a Antigua
a estudiar español, sino tal vez,
de nuevo, un aliciente más. En
cualquier caso, resulta inevitable la
reflexión sobre la circunstancia
de que justo aquí, en estas tierras
multilingües con tantos hablantes
de lenguas indígenas, se esté
practicando una explotación tan
intensiva del español como recurso
económico. Explotación que
a veces puede redundar incluso en beneficio
de las lenguas mayas, como tal vez ilustre
el caso del Proyecto Lingüístico
Francisco Marroquín, una fundación
que investiga y publica sobre esas lenguas,
y las enseña, quizá gracias
a los recursos que le reporta su otra
actividad, la de academia de español.
*
Además de un puñado de
imágenes y experiencias (como la
cena de anoche en el monasterio de Santo
Domingo, esas ruinas espectrales), ¿qué
mejor recuerdo llevarse de una ciudad
que un libro, unas palabras? Así
que el viajero, en su último paseo
por Antigua, el mismo día en que
va a dejar la ciudad, tal vez entre en
una librería. Allí puede
que vea a una profesora de español,
con la elegancia natural de las gentes
de esta tierra, rebuscando en las estanterías
acompañada por su joven alumno,
un muchacho de erizada pelambrera rojiza,
camiseta sin mangas y sandalias de suela
gruesa. No será difícil
que un título -Tejedor
de palabras- llame la atención
del visitante: De lejos,/la voz
de las montañas/es azul./De cerca,/es
verde, lee en una página
cualquiera. Son las poesías de
Humberto Akabal, en edición
bilingüe, quiché y español.
Con su libro recién comprado (hallazgos
como éste no son tan frecuentes),
el caminante callejea ahora sin rumbo,
despacio, contagiado por la calma esencial
del lugar. Volverá a la ermita
de San José, pasará por
los lavaderos del Tanque La Unión,
cambiará de acera para ver la cima
del volcán de Agua... Y mientras
pasea, tal vez sienta de repente el deseo
absurdo, la nostalgia de no ser hispanohablante
para poder venir a estudiar español
a Antigua.
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