La primera vez que mi mujer me vio guardando
el diccionario de la Real Academia en
el equipaje de las vacaciones, no se lo
podía creer. ¿Vas
a llevarte eso?,
me preguntó, y en su voz había
más asombro que reproche. Habíamos
acordado cargar sólo lo imprescindible,
evitar el peso y los bultos inútiles.
Establecido el principio, lo difícil
en esas ocasiones es interpretarlo: ¿qué
es inútil y qué no lo es?
Los criterios no coinciden, aunque siempre
se comparte la regla general de que las
cosas del otro son por naturaleza más
descartables que las de uno mismo.
El diccionario, desde luego, no lo era
para mí. No podía serlo,
teniendo en cuenta que había metido
ya en las maletas cuatro libros, entre
cuyas páginas se emboscaban, sin
duda, decenas de palabras nuevas...
Cuando leo, me gusta tener a mano el
diccionario. ¿Cómo avanzar
en la lectura sin saber qué significan
moheda,
cheje,
trípili?
Sin el libro de las palabras junto a mí
-en el sofá, en la mesilla de noche
o incluso en la cama-, me siento desamparado.
Eres un exagerado y un maniático,
podrían decirme, para comprender
el sentido general de un texto no hace
falta entender todas sus palabras: puedes
prescindir perfectamente de las accesorias,
de las que no son esenciales, y no pasa
nada. Además, siempre tienes el
contexto. Pero el texto está
hecho con palabras, y prescindir de una
sola de ellas lo desvirtúa sin
remedio, equivale a aceptar un desgarrón
de sinsentido en el lienzo cabal del significado,
a transigir con una mancha oscura en la
luz que hilan los vocablos cuando van
juntos.
Lo que otros consideran un fastidio insoportable
interrumpir la lectura para buscar
en el diccionario la palabra desconocida-,
para mí es una necesidad, además
de un placer no por modesto menos real.
Si ellos pueden llegar a verlo como un
tormento al que evitan someterse, una
tortura con la que prefieren no castigarse,
a mí, en cambio, me cuesta más
seguir leyendo sin enterarme de qué
es una hallaca,
resignarme a no saber qué quiso
decir el autor cuando escribió
rotería
o postergar el momento de conocer el significado
de calote
(postergarlo hasta quién sabe cuándo:
un después que muchas veces se
queda en nunca). En realidad no es que
me cueste menos, sino que no puedo dejar
de hacerlo. Más que de necesidad,
tendría que hablar de incapacidad.
¿O tal vez de manía, de
compulsión, de prurito, de reacción
automática ante un estímulo
irresistible -la palabra no sabida? En
cualquier caso, de la imposibilidad de
seguir adelante sin despejar la duda,
con la conciencia nueva de esa nueva ignorancia,
antes ignorada: desconocía no sólo
su significado, sino incluso que hubiera
tal palabra, musuco,
o esa otra, invernazo.
Pero dejar de leer a cada momento por
una palabra, tener que entrecerrar el
libro que veníamos leyendo para
abrir el que va a aclararnos su sentido,
no puede por menos de resultar irritante.
Así el texto se entrecorta, se
altera el fraseo, el ritmo se quiebra.
Ahora bien, ¿no había quedado
ya rota la fluidez del discurso en el
mismo instante en que saltó a la
vista el término raro? El curso
textual no es tan liso como un segundo
atrás, la interrupción ya
se ha producido, el paréntesis
se ha abierto. No hay más que aprovecharlo
para satisfacer la curiosidad. (De todas
formas, no es necesario hacerlo de inmediato.
Se puede esperar hasta el final de la
frase, del párrafo, de la página,
del capítulo).
Una necesidad, pero también un
placer, dije antes. Claro que no el placer
del torpe coleccionista que basa su disfrute
en la acumulación indiscriminada.
No se trata de ir echando palabras en
el saco, porque luego siempre resulta
que el saco estaba abierto, o roto, y
las palabras se iban saliendo de él
sin que lo supiéramos: no hemos
conseguido retenerlas y se nos han ido
olvidando; de nada ha valido nuestro deseo
cuando las encontramos (Ojalá
me acuerde de támara,
fodolí,
zahora...
¡son tan bonitas!). Es más
bien el placer de darle vueltas a la palabra
nueva, como a una moneda extranjera o
antigua, de mirarla y remirarla, sopesarla,
olisquearla y hasta mordisquearla, considerar
su perfil y su sonoridad, aventurar un
significado y comprobar si coincide con
el que le asigna el diccionario, alegrarnos
cuando la definición está
a la altura del vocablo o desilusionarnos
si se refiere a una cosa que no nos interesa
para nada, o que es francamente fea, ramplona
o vulgar.
El placer
de encontrar sin buscar
Pero como sucede en otros viajes, el
placer no reside tanto o no tan
sólo- en alcanzar la meta, como
en los hallazgos que la propia ruta nos
depara. De camino hacia una palabra por
la vía del diccionario, el viajero
disfruta entreteniéndose con otras,
la vista se le queda prendida a cualquiera
de las que le llaman desde el cuerpo de
la página (¡Estoy aquí!,
¡mírame!, ¿no quieres
saber lo que quiero
decir...?) o, más
fácilmente, desde las que ocupan
los márgenes superiores, a modo
de titulillos para guíar las búsquedas.
Cuando vamos tras quilma, haciendo resbalar
las páginas con el pulgar, no podemos
evitar la tentación de detenernos
en vidajena
(para descubrir que así llaman
en Panamá a quienes gustan de fisgonear
a los otros), en timbiriche
(que es un tendejón
o un chiringuito cubano) o en risería
(una risa persistente y grande, en Honduras).
Así se nos llega a olvidar hacía
dónde nos dirigíamos. ¿Qué
veníamos buscando? Ah, sí,
quilma...,
que ahora sabemos que se refiere a un
costal de tela gruesa. Y ya que estamos
aquí, en su página, ¿por
qué no quedarnos en ella un ratito?
Si no es ahora, puede que no sea nunca,
quién sabe si volveremos a visitarla
alguna vez. De modo que decidimos no irnos
sin antes enterarnos de que quilmay
tiene origen mapuche y designa a una planta
de flores blancas y raíz medicinal;
sin sorprendernos por la riqueza semántica
de quillotro
(excitación o estímulo,
pero también indicio o señal,
y amorío, devaneo, requiebro....);
o sin disfrutar viendo juntas a la cántabra
quima
(rama de un árbol) y la colombiana
quimba
(especie de calzado rústico).
Por cierto, que ese del margen superior
es un lugar de privilegio, un escaparate
en el que las palabras tienen más
probabilidades de ser vistas. Ocupar tal
emplazamiento de honor es distinción
efímera, que se renueva en cada
edición del diccionario. Una feria
de las vanidades donde caben el término
poético, el latinismo crudo, el
vocablo coloquial o de jerga... En la
última actualización del
DRAE, es el turno, entre otras, de corruco,
amiguete,
jelengue,
pinol,
fimbria,
guabina
o... ¡comemierda!
A veces no hace falta la excusa de una
búsqueda con objeto definido para
dedicarse a revolotear entre las páginas
del diccionario. Actividades que valen
también por sí mismas son
picotear aquí y allá, de
palabra en palabra (como el verderón
saltarín que prueba ahora esta
ciruela, ahora aquella otra, de una rama
pasa a la de al lado, en incansable cala
y cata), o practicar esa modalidad del
zapeo léxico inevitable cuando
en la definición del término
que no conocíamos se usa una palabra
que también ignoramos. El diccionario,
desde la estantería o la mesa,
ejerce siempre su poder de atracción.
A veces me dejo ganar por él sin
más, sin fin alguno, y me doy a
su lectura. Aunque quizá no tan
a menudo como el inolvidable Bustrófedon,
que siempre andaba cazando palabras
en los diccionarios (sus safaris semánticos).
De hecho, como cuenta Cabrera Infante
en Tres
tristes tigres, eran los únicos
libros que leía, porque los encontraba
mejor que los sueños, mejor
que las imaginaciones eróticas,
mejor que el cine. Mejor que Hitchcock,
vaya.
Llegados a este punto, hay que precisar.
Está la lectura del diccionario
aleatoria, caprichosa, desordenada la
que yo practico-, y la lectura sistemática,
palabra por palabra, sin saltarse ni siquiera
las que dan nombre a las plantas angiospermas
y a los peces teleósteos, que son,
de lejos, las más aburridas y las
más abundantes. Gabriel García
Márquez, en Vivir para contarla,
recuerda que de niño leía
el diccionario que le había regalado
su abuelo como una novela, en orden
alfabético y sin entenderlo apenas.
Estos recorridos exhaustivos por el lexicón,
emprendidos con admirable disciplina,
¿no serán asunto de maniáticos,
de neuróticos, de fetichistas de
las palabras, de gentes con una idea cuando
menos pintoresca de qué sea el
conocimiento y de la forma de alcanzarlo?
Tal vez, pero a mí el vicio inocente
de repasar el diccionario de cabo a rabo
no deja de parecerme enternecedor, y propio
de personas fundamentalmente buenas.
El diccionario
que embelesa e irrita
La consulta habitual del diccionario
depara con frecuencia sorpresas memorables,
maravillas insospechadas. Entre ellas,
no se puede dejar de citar el pasmo agradecido
que siente uno cuando, para empezar la
busca, abre el volumen al azar, por una
página cualquiera, ¡y justo
en ella encuentra la palabra que perseguía!
Quienes no cultiven el husmeo léxico,
tal vez no den crédito a esta clase
de casualidad feliz, pero con un poco
de perseverencia no tardarían en
disfrutarla. Como también la fascinación
de encontrar esas palabras inverosímiles
que significan cosas que jamás
habríamos imaginado que tuvieran
nombre. ¿De verdad hay términos
que designen la corteza exterior
de la nuez o la película
que separa los cuatro gajos de ese
mismo fruto? Resulta que sí (ruezno
y bizna).
Tampoco se me habría ocurrido nunca
urbanita irredento- que hiciera
falta un vocablo específico para
el pollo débil y enfermizo
o para el agua sobrante que rebosa
de un surco, y en una de mis exploraciones
léxicas di con galpito
y acholole.
Aunque mi último descubrimiento
ha sido camanance,
procedente del nahua camac,
boca, y nance,
fruto, y que se emplea en
Centroamérica para referirse a
los hoyuelos que tienen algunas personas
a cada lado de la boca cuando sonríen.
¿No es un prodigio, esta palabra,
de delicadeza y simpatía?
El contento del husmeador de lexicones
puede tener también su punto de
malicia, y surgir del sentido crítico
y la guasa fina. El ya mentado Bustrófedon
se sabía de memoria la definición
de perro
que daba la Real Academia, cuyo remate
degustaba de manera especial (la cursiva
es mía): mamífero
doméstico de la familia de los
cánidos, de tamaño, forma
y pelaje muy diversos, según las
razas, pero siempre con la cola menor
que las patas posteriores, una
de las cuales levanta el macho para orinar.
(Por cierto, el perro ya no orina en el
DRAE. Dejó de hacerlo entre 1950
y 1956, según se entera uno consultando
el Nuevo Tesoro Lexicográfico de
la Lengua Española que tiene la
Academia en Internet). Otro ejercicio
igualmente sabroso puede ser el de asistir
al paulatino cambio de color del limón
en las últimas ediciones del tumbaburros
académico: en la de 1992, la vigésima
primera, este fruto era siempre
de color amarillo para sorpresa
e inquietud de muchísimos hispanohablantes
americanos, que sólo lo conocían
de color verde, mientras que en la última
versión, publicada en 2001, el
siempre se ha sustituido por
un cauto frecuentemente, que
tal vez no sea la solución definitiva.
Quizá en ediciones futuras...
En suma, el catálogo de los hallazgos
posibles en el diccionario, o de los momentos
gratificantes que puede brindar, sería
interminable. Ahora bien, no menos corto
resultaría el que pretendiera describir
las ocasiones de desconcierto, de frustración
o incluso de franca irritación
que también procura con frecuencia.
Entre ellos, destaca el momento en que
descubrimos que la palabra que buscamos
simplemente no viene. Pero
hay otros. En lo que a diccionarios se
refiere, un mínimo fastidio repetido
muchas veces puede resultar cargante,
como se verá a continuación.
El contenido de cada uno de los dos volúmenes
de la edición manual del DRAE (a-g
y h-z) sólo figura en el lomo,
que no suele estar a la vista cuando el
diccionario reposa en la mesa de trabajo.
Inevitable, pues, tener que girar uno
de los tomos, o levantarlo, para comprobar
si es el que tenemos que utilizar. Y por
lo general escogeremos el que no corresponde.
Como las demás, esta variante de
la ley de Murphy tampoco suele fallar
(la palabra que buscamos siempre
está en
el otro tomo, no en el que
hemos cogido primero). Si hace un minuto
hemos averiguado qué significa
bayuncada,
y por tanto el tomo que tenemos más
a mano, porque lo acabamos de consultar,
es el primero (a-g), lo más probable
es que la siguiente palabra que queramos
buscar sea macuco,
o tameme.
Pero para entonces habremos olvidado la
búsqueda anterior, y abriremos
el mismo volumen, el primero. La única
solución es rotular uno mismo cada
tomo -tapa y contracubierta, sin olvidarse
de los cortes- con la leyenda correspondiente
(a-g o h-z), de manera que desde ningún
ángulo se nos oculte su contenido.
Las pegas de la edición en dos
tomos (que se compensan, claro, con la
comodidad del formato) no terminan aquí.
Todos sabemos lo enfadosas que resultan
las definiciones por remisión:
buscamos leónica
y, sin más explicación,
se nos remite a vena
ranina, adonde tendremos que ir
a buscar el significado de aquella; nada
se nos dice acerca de tamarilla,
salvo que mejor vayamos a mirar en jaguarzo.
Pero esa molestia se torna cargante de
verdad si la palabra a la que se remite
¡está en el otro tomo!: en
el segundo, si estamos leyendo el primero
(chusbarba
nos envía a jusbarba),
o en el primero, si es el segundo el que
tenemos entre las manos (de taparo
hay que ir a güira).
El colmo, aunque es verdad que poco frecuente,
se produce cuando la remisión nos
obliga a dejar un tomo para abrir el otro,
y de allí tenemos que volver al
primero: de alieto
(a-g) a halieto
(h-z), y de aquí a águila
pescadora (de nuevo a-g).
Los que gustamos de transitar por las
páginas de los vocabularios, estamos
ya acostumbrados a este tipo de episodios
enojosos, y los aceptamos no de buen grado,
pero sí con paciente resignación.
Sabemos que esos momentos de fastidio
son un precio insignificante por la posibilidad
de degustar un prodigio renovado cada
vez que nos internamos entre lemas y acepciones.
Sabemos que merece la pena padecerlos
para, a cambio, poder emprender nuestros
safaris semánticos,
en los que nos enteraremos de que porsiacaso
alude en Venezuela y el noroeste de Argentina
a una alforja o saco pequeño
en que se llevan provisiones de viaje,
y de que amargón
es un disgusto grave en Perú; safaris
en los que aprenderemos la diferencia
entre marginar
y margenar,
y la distancia que va del filete
al quilete,
que es el filete vegetal.
Sabemos también que los diccionarios
nos permiten disfrutar de uno de los placeres
más refinados que existen, el placer
del matiz y de la precisión expresados
con palabras. Y por todo ello albergamos
una inmensa gratitud hacia quienes los
hacen, y no podemos dejar de apreciar
el lado poético que hay en su tarea,
tal y como lo vió el humorista
estadounidense Steven Wright: When
I first read the dictionary, escribió,
I thought it was a big poem about
everything.
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