A Andrea, que es de
Washington, le gustaría hablar
tan bien el español que la tomaran
por nativa... en todos los países
hispanohablantes. Me encantaría
dominar todas las variedades de la lengua.
Así, en cada país americano
podría cambiar de dialecto para
que siempre me creyeran del lugar y nadie
se diera cuenta de que soy extranjera.
Le digo a Andrea que es demasiado ambiciosa
y la acuso de perfeccionista, pero me
callo que a mí me gustaría
lo mismo. Lo que pasa es que, en relación
con el inglés, yo me conformo ya
-y así se lo explico- con entender
y hacerme entender, que no me parece poco.
Claro que yo no tengo la energía
y la vitalidad de esta chica, ni sus veintiún
años (bueno, ya casi veintidós,
le gusta precisar, pero para su cumpleaños
faltan todavía más de seis
meses).
Andrea sueña con viajar a todos
los países hispanoamericanos. Ya
conoce un poco México y algo mejor
la República Dominicana, donde
estudió un semestre en la Pucamayma
de Santiago, es decir, la Pontificia Universidad
Católica Madre y Maestra. Si le
dieran a elegir, creo que empezaría
sus viajes por Argentina. Es que
me encanta el acento que tienen,
me confiesa, voy a menudo a un bar
de argentinos, cerca de la plaza de Olavide,
sólo por oírles hablar.
Por eso no me extraña que en otra
conversación me describa a su hermana
llamándola petisa,
ni que se apunte entusiasmada a ir al
teatro a ver la versión de Arte,
de Yasmina Reza, que Ricardo Darín
ha traído de Buenos Aires a Madrid.
Dejando de lado la cuestión de
las variedades, Andrea parece obsesionada
por el deseo de mejorar su español,
y no hace caso de lo que le digo: que
todos sus alumnos nos contentaríamos
con hablar el inglés la mitad de
bien de lo que ella habla nuestro idioma
(que ya no es menos suyo). Pero Andrea
insiste, se lamenta de que su castellano
está empeorando desde que se dedica
a dar clases de inglés, se desespera
cuando después de pasar las navidades
en casa vuelve a Madrid y se da cuenta
de que ha perdido fluidez... Y cuando
le hablo de un seminario que acaba de
convocar la Fundación Ortega y
Gasset, y que pienso que le puede interesar,
me responde: Es que esos cursos
para extranjeros... ¡Tantos guiris
juntos...! ¡Qué patético,
todos hablando español con nuestro
acento penoso! Pensar que yo también
lo pronuncio así me deprime. Ya
bastante tengo con oírme a mí
misma cuando hablo.
Andrea, que terminó hace poco
sus majors en Latinamerican
studies y en Spanish
literature, no sabe aún
qué hará el próximo
curso. ¿Volver a Estados Unidos,
a empezar el doctorado en Berkeley? Tal
vez podría irse a Francia para
trabajar como lectora de inglés.
Pero también le gustaría
quedarse en España, y por eso ha
buscado información sobre un máster
de estudios latinoamericanos en Barcelona.
En cualquier caso, no continuará
con las clases particulares. Andrea tiene
tantos proyectos, son tantas las opciones...
A veces pienso que le gustaría
vivir varias vidas para poder hacer todo
lo que quiere. Pero no vidas sucesivas,
sino simultáneas, porque se trata
de ganar en intensidad, no en extensión:
es ahora
cuando está deseando viajar por
Europa, seguir conociendo gente, estudiar
lingüística, leer y escribir...
Un día me anuncia que lo tiene
casi decidido: pasará un año
en Francia y aprenderá bien francés.
Para mí, estudiar otro idioma
significa la posibilidad de comunicarme
con todas las personas que lo hablan.
Si no hubiera aprendido español,
ahora no podría comunicarme con
mi tío de Cuba -nos escribimos
por correo electrónico-, porque
su inglés la verdad es que no es
muy bueno. En una ocasión,
Andrea leyó una carta en ese idioma
que su tío le había enviado
a su madre, y se dio cuenta de que no
era lo mismo, de que allí no había
la misma calidad de comunicación
que ella disfrutaba con él en su
lengua. Mi madre no va a poder tener
con él la misma relación
que tengo yo, es imposible. A no ser que
se pusiera a estudiarlo ahora....
Pero por el gesto de escepticismo con
el que cierra la frase, creo que lo ve
poco probable. Aunque su abuela materna
es cubana, su madre nunca aprendió
español. ¿No te parece
curioso que ahora tú puedas charlar
con tu abuela en su idioma? ¿A
tú madre no le da rabia no entenderos?,
le pregunto a Andrea. El caso es que a
la abuela a veces le falla la memoria
y no se acuerda de palabras que la nieta
sí conoce. Está perdiéndolo,
me explica con pena, ahora casi
lo hablo yo mejor que ella.
A los diez u once años, a Andrea
la matricularon en un curso de español
que se impartía en su colegio como
actividad extraescolar. Pienso que tal
vez su madre no quiso que perdiera una
lengua que ella misma no había
adquirido, y al inscribirla en ese curso
pretendía legarle un bien que sentía
como propio aunque en realidad no lo poseyera,
una herencia de familia que nunca había
disfrutado. Como si intentara no interrumpir
el proceso natural de transmisión
de la lengua entre generaciones, aun asumiendo
que se había saltado la suya. Cuando
me atrevo a exponerle a Andrea estas conjeturas,
para mi sorpresa no se ríe ni me
desmiente. Puede ser..., concede,
aunque creo que sin mucha convicción,
y de hecho, tras un breve silencio añade:
Bueno, me apuntaron a español
también porque es cada vez más
importante en el currículum, para
la carrera profesional.... Luego,
con una segunda pausa por medio, remata:
Para que veas que lo de haberme
dedicado al español en realidad
no tiene mucho que ver con la familia,
fíjate en que siendo medio cubana
y medio alemana (por parte de padre),
nunca he pensado en estudiar alemán.
A Andrea que es morena y petisa,
con el pelo negro, los ojos oscuros muy
grandes y la sonrisa franca- le gusta
seguir el hilo y contar las cosas por
orden, pero también atender a las
posibles ramificaciones del relato. Como
en todo, también a la hora de narrar
es disciplinada y al mismo tiempo se siente
atraída por el encanto del desorden
y la espontaneidad. Diríase que
le deslumbra la claridad de la razón,
pero también le fascina la fuerza
del sentimiento; degusta el placer de
avanzar por un camino cierto, de meta
sabida, y se deja tentar por el placer
imprevisto de los desvíos que no
conoce.
Andrea lleva unos días rumiando
sus planes para el próximo curso.
El proyecto de Francia pierde consistencia;
en su lugar, parece decidido que el año
que viene irá a Berkeley. Si
me dan la misma beca que me ofrecieron
el año pasado, seguramente empezaré
el doctorado en California. Tal
vez se dedique a cuestiones de lingüística
aplicada; también le interesa todo
lo que tiene que ver con la lengua española
y los hispanos en Estados Unidos. Ahora
bien, lo que tiene claro que no le gusta
es la disección analítica
de obras literarias que se practica en
el mundo académico: Es que
cuando me gusta una novela, quiero disfrutarla
y basta; no quiero tener que hurgar en
ella hasta destriparla para dejar a la
luz el mecanismo que tiene dentro y que
la hace funcionar, me explica, resoluta
y con la mirada brillante.
Volviendo a su historia de estudiante,
dice Andrea que en su high
school no aprendió casi
nada de español. No te puedes
imaginar qué mal se enseñan
allí las lenguas extranjeras. De
verdad, es ridículo, parece un
chiste. Las clases se dedicaban muchas
veces a actividades lúdicas: hoy
vamos a cocinar un platillo mexicano...,
no se aprendía nada. Además,
hasta que llegué a la Universidad
no tuve ningún profesor de español
que fuera hispanohablante nativo.
Andrea se indigna con estos recuerdos.
Aquí en España creo
que está mejorando mucho la enseñanza
de lenguas extranjeras, pero es que allí
es terrible, de verdad, no te lo puedes
imaginar.
Cuando tenía quince años,
vino por primera vez a España,
a una estancia lingüística
en Segovia que organiza cada verano un
high
school de Washington, no el suyo,
sino otro, uno muy selecto al que van
hijos de senadores y gente así.
Ahí sí que aprendí
mucho. Y me enamoré del español.
De vuelta a casa, se puso a estudiarlo
con ahínco. Durante dos años
atravesó todos los días
la ciudad, al terminar su jornada en el
instituto, para asistir a su clase favorita.
Cuando me ponía a hacer los
deberes, me cuenta, siempre
dejaba los de español para el final,
porque si empezaba por ellos corría
el riesgo de no terminar los demás:
podía pasarme horas buscando cada
palabra que no sabía, lo apuntaba
todo, devoraba cualquier cosa que cayera
en mis manos sobre los países hispanoamericanos,
su política, su cultura..., leía
El País
casi a diario por Internet...
Siempre sonriente y con el sentido del
humor a punto, Andrea parece dotada, al
mismo tiempo, de esa clase particular
de seriedad que tal vez sólo es
posible cuando se acaba de entrar en los
veinte. En cualquier caso, ofrece el espectáculo
fascinante de una inteligencia joven en
plena ebullición, con un sesgo
de madurez sorprendente y una capacidad
de entusiasmo que se derrama a diario
en todo lo que la rodea, que no es posible
ceñir a un solo objeto.
Andrea sigue indecisa. Todavía
no sé qué voy a hacer el
curso que viene, me dice ahora.
Sí, la opción de Berkeley
parece la más probable, pero...
¡volver a Estados Unidos!: no sabe
si aguantará a sus compatriotas...
Lleva seis años viviendo casi sólo
en español (hasta escribe sus diarios
en este idioma, desde su semestre en la
República Dominicana), y le pasa
lo que a otras chicas de su país
que ha conocido en Madrid, que se han
dado cuenta de que ya no son puras gringas
aunque tampoco son españolas, claro,
y a veces tienen la sensación de
estar a caballo entre dos lenguas, entre
dos mundos, y de no pertenecer del todo
a ninguno de ellos. No, no la veo con
ganas de volver a Estados Unidos. Además,
ahora que acaban de concederle la nacionalidad
alemana (Big news, guys: Im
German!!!, nos anunció hace
unos días, con su gran sonrisa,
blandiendo un papel ante nuestros ojos),
ahora que también es alemana y
no tendría problemas para moverse
por Europa, vuelve a pensar en conocer
otros países. ¡Podría
pedir una beca Erasmus!.
El próximo curso al menos
eso parece claro-, Andrea no estará
ya en Madrid, aunque pienso que, vaya
donde vaya, de una u otra manera, seguirá
aprendiendo español. A lo
mejor en Berkeley, le digo, lo
practicas más que este último
año aquí. Ella me
escucha pensativa y responde: Puede
ser, porque desde que me dedico a dar
clases de inglés, mi español
está cada vez peor, ¡y me
da una rabia...! Lo que me encantaría
sería hablarlo tan bien que en
ningún lado se dieran cuenta de
que soy una guiri, viajar por América
Latina y pronunciarlo en cada país
con su acento propio, para que siempre
me tomaran por nativa...
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