Cuaderno de lengua: crónicas personales del idioma español

n.º 11, 8 de octubre de 2002. Majadahonda (Madrid)

Coloquio de niños

(que están aprendiendo español)


Victoriano Colodrón Denis
 
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Me gusta que Sofía, que tiene cuatro años, diga cuigui, güergüenza y Mágala en lugar de kiwi, vergüenza y Málaga. Disfruto cada vez que la oigo hablar así, y no siempre la corrijo. Sé que hago mal, pero ya aprenderá, me digo, y mientras tanto, ¿por qué privarme de este inocente placer lingüístico?

“Lengua de trapo”, dicen que tienen los niños, y con esa expresión tal vez se desdeña de golpe una realidad riquísima de sugerencias y conexiones. Porque ¿no es fascinante que cuigui parezca más difícil de decir que kiwi? ¿Y no tiene güergüenza algo del encanto del castellano antiguo, tal vez por su semejanza con gregüescos?, ¿no expresa güergüenza mejor el laberinto o la espiral como de concha de caracol en el que se mete o desearía meterse quien siente vergüenza? En cuanto a Mágala... Mágala pertenece a mi “léxico familiar”: mis hermanos y yo, de pequeños, siempre pronunciábamos Mágala, como paso previo inevitable antes de llegar a Málaga, y ahora me encanta que mi hija lo repita (el placer es aún mayor cuando me sorprende con un tiernísimo diminutivo: “Hace mucho que no vamos a Magalita”, “¿Cuándo vamos a Magalita?”).

Uno de los grandes placeres de la vida, me parece a mí, es la conversación de un niño. Preferiblemente de un niño de hasta seis o siete años, porque después el círculo perfecto de gracia y energía que es cada uno de ellos empieza a abrirse, por ahí se va escapando parte de su frescura y su ingenuidad, y así también se pierde algo del candor de su habla. Del coloquio de los niños que están aprendiendo español -o cualquier otra lengua- cabe esperar de todo, porque es territorio propicio para la perla verbal inédita y tal vez irrepetible, para la metáfora sorprendente, para la imagen innovadora. Hasta sus gazapos pueden ser auténticos hallazgos, fruto de su imaginación de mecanismo incomprensible y de su fino oído; hallazgos que sorprenden, convocan la sonrisa -cuando no la franca carcajada- o nos dejan pensativos. Diego fundía máscara y careta en mascareta, injerto feliz que siempre me pareció muy conveniente y razonable. Durante una temporada le dio por decir repulgante, añadiéndole a la mera repugnancia el matiz repulsivo que asociamos a las pulgas.

¿Qué ofrece la charla de los niños? Entre otras cosas, el aroma inconfundible de la ingenuidad, la maravilla carnal y bienoliente de lo concreto, la insospechada convicción lírica de algunas afirmaciones, la revelación de analogías secretas, de cortazarianos pasajes entre las palabras. Cosas así. Y lecciones varias, como la de que aprender una lengua es aprender sus metáforas, o esa otra que formuló Ramón Gómez de la Serna cuando escribió que “la palabra no es una etimología, sino un puro milagro”. (Aunque a esto último cabría objetarle que algunas veces la palabra conjuga felizmente etimología y milagro, como cuando la invención verbal infantil viene a coincidir, por una mágica casualidad, con la raíz de un término, la rescata y le da nueva vida: sangrijuela, les he oído decir a mis hijos y a sus amigos a la orilla de un riachuelo, una tarde de primavera. No sabían, claro, que en el origen de la palabra que deformaban, sanguijuela, estaba la sangre latina de sanguis).

Los chicos nos brindan con su charla, decía antes, el prodigio gozoso de lo concreto, la capacidad sencilla y enormemente eficaz de utilizar las palabras para dar cosas, más que decirlas, cosas de cuerpo entero, con su tacto, su perfume y su sabor. Me di cuenta el día en que Diego me llamó por teléfono a la oficina. “¿Sabes lo que hay para cenar?”, quiso que yo adivinara: “¡Croquetas de bacalao!”. Con su voz nueva y clara, me daba así la ilusión de lo real, la maravilla de un olor y una texturas comestibles. Tres palabras que eran un soplo de aire fresco o una vena de agua pura al final de la larga jornada de trabajo, contaminada, como tantas otras veces, por un denso nubarrón de lenguaje crispado e impreciso, de mortecina prosa técnica de mala calidad, de tristes anacolutos y solecismos burocráticos... ¡Croquetas de bacalao!

También mencioné más arriba los apuntes líricos que, enunciados con una plausible rotundidad, sin resquicio para la duda, nos sorprenden a veces en la conversación de los niños. Javi, cuando estaba acostado y yo le iba a arropar, siempre me pedía que le pusiera en la mesilla de noche un vaso de agua, vaso que amanecía siempre intacto, sin que hubiera bebido de él ni una gota. Cuando, una vez, le pregunté por qué se empeñaba en pedirlo, me sorprendió con su explicación: “La noche es como el desierto: sin agua, sin comida, sin nada.... La noche es como el desierto”.

Los niños utilizan para su provecho expresivo y comunicativo la inmensa energía primigenia del lenguaje: su utilidad para nombrar las cosas. Y lo hacen a su conveniencia y con los recursos de que disponen, más o menos ricos o menguados. Llego a casa del trabajo y Sofía viene corriendo por el pasillo a saludarme, se me sube encima y me rodea el cuello con los brazos. De repente me clava la mirada en la garganta y, señalándola, exclama con gran asombro: “¡¡¡Qué avellana más grande!!!”. Tardo un segundo en comprender, y en dejar escapar la carcajada, que la asusta por imprevista y estruendosa: se refiere a mi nuez (o manzana de Adán), pero se ha equivocado de fruto seco...

Está claro que, para nombrar, a veces no hay nada mejor que echar mano de analogías y metonimias. Los niños lo hacen con una audacia involuntaria que puede resultar muy expresiva. En una ocasión, a sus dos años, Diego se dio un golpe terrible en la frente, justo en el entrecejo, y lo llevamos corriendo al hospital. En la sala de espera del servicio de urgencias, repleta de dolientes cariacontecidos y dominada por un silencio denso y pesaroso, poco menos que fúnebre, sólo se oía la voz tierna del niño, que se lamentaba a grito pelado: “¡Me duele aquíiii! ¡¡¡Aquí..., me duele aquíiii!!!”. Y llevándose la mano a la frente, como quien inicia la señal de la cruz (la guardería donde pasaba todas las mañanas estaba en un convento de monjas), continuó su letanía para ponerle nombre al sitio de la pupa: “¡Me duele aquíiii! ¡¡¡Aquíiii...: en el nombre del Padre...!!!”.

A quienes hayan convivido con un niño no les faltarán anécdotas como éstas, sobre su forma de hablar. Yo suelo contar una que sucedió en la época en que la URSS se estaba desintegrando, y que muestra cómo funcionan la imaginación y la lógica infantiles (¿no parecen ser lo mismo, algunas veces?) y cómo los niños utilizan la lengua, cómo su capacidad verbal está al servicio de su fantasía.

Por entonces, me gustaba enseñarle a Javi, que tenía cinco o seis años, las capitales de algunos países, para que ejercitara la memoria y aprendiera geografía. Normalmente le decía el nombre de un país para que él respondiera con el de su capital, pero una tarde decidí probar al revés: yo le daría nombres de capitales para que él identificara los países correspondientes: “¿Roma?”, preguntaba yo, y él respondía: “Italia”. Así procedía el juego (“¿París?”: “Francia”. “¿Lisboa?”: “Portugal”), cuando decidí complicarlo un poco alejándome más de España: “¿Estocolmo?”: “Mmm... Suecia”. Pero llegué a Moscú, y la respuesta pareció costarle más trabajo:

- Eeee..., esto..., las... ¿cómo era...?, las soviéticas..., ¡¡las islas soviéticas!! –contestó.

Me hizo gracia y le pedí una explicación: “¿Cómo que las islas soviéticas? No, no: son las repúblicas soviéticas”. Javi reaccionó rápidamente:

- Sí, pero... ¿no se han separado?

Comprendí que había interpretado de una manera muy plástica lo que por esos días habría estado oyendo en la televisión o en las conversaciones de los mayores. Para su imaginación infantil, si las tales repúblicas se habían separado, sin duda el mar habría penetrado entre ellas, y ahora debían de constituir... eso, un archipiélago.

¿Qué actitudes adoptan los padres ante el habla de sus hijos? Cuando estos son muy pequeños, muchos se ven obligados a improvisar técnicas de lexicografía doméstica para elaborar esos glosarios que han de permitir descifrar los balbuceos de sus retoños, y que tan útiles les resultan a los abuelos cuando se avienen a cuidarlos una noche o un fin de semana. Hay quienes transigen con los errores lingüísticos de los hijos, en una actitud de permisividad absoluta, y quienes incluso fomentan la pronunciación incorrecta de los niños pequeños, imitando su forma de hablar cuando se dirigen a ellos, tal vez por creer que así van a entenderles mejor: “¿Nene guta papa? ¿Ti? ¿Nene quede ma?”. Frente a eso, es preferible ofrecerles siempre un modelo de lengua clara y correcta, y me temo que resulta inevitable acabar ejerciendo de censor (“puesto, no ponido”, “comiste, no comistes”, “aguja, no abuja”), según el modelo del viejo Appendix Probi, ese texto entrañable para latinistas y romanistas en el que un gramático de hace unos quince siglos corregía formas y pronunciaciones del habla descuidada (“speculum non speclum”, “columna non colomna”, “calida non calda”). Y sin embargo...

Sin embargo, no lo puedo evitar: me gusta que Sofía, a sus cuatro años, diga biciclista y no ciclista, con lógica innegable; goistón, en lugar de egoistón, para calificar al hermano que le niega sus juguetes; y calcuera por cualquiera. Sé que debo enmendarla, pero no puedo dejar de disfrutar cuando, en vez de higos chumbos (los probó este verano, en Mágala, y no le gustaron), la oigo decir ¡higos chungos!.

 
 
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