Me gusta que Sofía,
que tiene cuatro años, diga cuigui,
güergüenza
y Mágala
en lugar de kiwi,
vergüenza
y Málaga.
Disfruto cada vez que la oigo hablar así,
y no siempre la corrijo. Sé que
hago mal, pero ya aprenderá, me
digo, y mientras tanto, ¿por qué
privarme de este inocente placer lingüístico?
Lengua de trapo, dicen que
tienen los niños, y con esa expresión
tal vez se desdeña de golpe una
realidad riquísima de sugerencias
y conexiones. Porque ¿no es fascinante
que cuigui
parezca más difícil de decir
que kiwi?
¿Y no tiene güergüenza
algo del encanto del castellano antiguo,
tal vez por su semejanza con gregüescos?,
¿no expresa güergüenza
mejor el laberinto o la espiral como de
concha de caracol en el que se mete o
desearía meterse quien siente vergüenza?
En cuanto a Mágala...
Mágala
pertenece a mi léxico familiar:
mis hermanos y yo, de pequeños,
siempre pronunciábamos Mágala,
como paso previo inevitable antes de llegar
a Málaga, y ahora me encanta que
mi hija lo repita (el placer es aún
mayor cuando me sorprende con un tiernísimo
diminutivo: Hace mucho que no vamos
a Magalita,
¿Cuándo vamos a Magalita?).
Uno de los grandes placeres de la vida,
me parece a mí, es la conversación
de un niño. Preferiblemente de
un niño de hasta seis o siete años,
porque después el círculo
perfecto de gracia y energía que
es cada uno de ellos empieza a abrirse,
por ahí se va escapando parte de
su frescura y su ingenuidad, y así
también se pierde algo del candor
de su habla. Del coloquio de los niños
que están aprendiendo español
-o cualquier otra lengua- cabe esperar
de todo, porque es territorio propicio
para la perla verbal inédita y
tal vez irrepetible, para la metáfora
sorprendente, para la imagen innovadora.
Hasta sus gazapos pueden ser auténticos
hallazgos, fruto de su imaginación
de mecanismo incomprensible y de su fino
oído; hallazgos que sorprenden,
convocan la sonrisa -cuando no la franca
carcajada- o nos dejan pensativos. Diego
fundía máscara
y careta
en mascareta,
injerto feliz que siempre me pareció
muy conveniente y razonable. Durante una
temporada le dio por decir repulgante,
añadiéndole a la mera repugnancia
el matiz repulsivo que asociamos a las
pulgas.
¿Qué ofrece la charla de
los niños? Entre otras cosas, el
aroma inconfundible de la ingenuidad,
la maravilla carnal y bienoliente de lo
concreto, la insospechada convicción
lírica de algunas afirmaciones,
la revelación de analogías
secretas, de cortazarianos pasajes
entre las palabras. Cosas así.
Y lecciones varias, como la de que aprender
una lengua es aprender sus metáforas,
o esa otra que formuló Ramón
Gómez de la Serna cuando escribió
que la palabra no es una etimología,
sino un puro milagro. (Aunque a
esto último cabría objetarle
que algunas veces la palabra conjuga felizmente
etimología y milagro, como cuando
la invención verbal infantil viene
a coincidir, por una mágica casualidad,
con la raíz de un término,
la rescata y le da nueva vida: sangrijuela,
les he oído decir a mis hijos y
a sus amigos a la orilla de un riachuelo,
una tarde de primavera. No sabían,
claro, que en el origen de la palabra
que deformaban, sanguijuela,
estaba la sangre latina de sanguis).
Los chicos nos brindan con su charla,
decía antes, el prodigio gozoso
de lo concreto, la capacidad sencilla
y enormemente eficaz de utilizar las palabras
para dar
cosas, más que decirlas,
cosas de cuerpo entero, con su tacto,
su perfume y su sabor. Me di cuenta el
día en que Diego me llamó
por teléfono a la oficina. ¿Sabes
lo que hay para cenar?, quiso que
yo adivinara: ¡Croquetas de
bacalao!. Con su voz nueva y clara,
me daba así la ilusión de
lo real, la maravilla de un olor y una
texturas comestibles. Tres palabras que
eran un soplo de aire fresco o una vena
de agua pura al final de la larga jornada
de trabajo, contaminada, como tantas otras
veces, por un denso nubarrón de
lenguaje crispado e impreciso, de mortecina
prosa técnica de mala calidad,
de tristes anacolutos y solecismos burocráticos...
¡Croquetas de bacalao!
También mencioné más
arriba los apuntes líricos que,
enunciados con una plausible rotundidad,
sin resquicio para la duda, nos sorprenden
a veces en la conversación de los
niños. Javi, cuando estaba acostado
y yo le iba a arropar, siempre me pedía
que le pusiera en la mesilla de noche
un vaso de agua, vaso que amanecía
siempre intacto, sin que hubiera bebido
de él ni una gota. Cuando, una
vez, le pregunté por qué
se empeñaba en pedirlo, me sorprendió
con su explicación: La noche
es como el desierto: sin agua, sin comida,
sin nada.... La noche es como el desierto.
Los niños utilizan para su provecho
expresivo y comunicativo la inmensa energía
primigenia del lenguaje: su utilidad para
nombrar las cosas. Y lo hacen a su conveniencia
y con los recursos de que disponen, más
o menos ricos o menguados. Llego a casa
del trabajo y Sofía viene corriendo
por el pasillo a saludarme, se me sube
encima y me rodea el cuello con los brazos.
De repente me clava la mirada en la garganta
y, señalándola, exclama
con gran asombro: ¡¡¡Qué
avellana más grande!!!. Tardo
un segundo en comprender, y en dejar escapar
la carcajada, que la asusta por imprevista
y estruendosa: se refiere a mi nuez (o
manzana de Adán), pero se ha equivocado
de fruto seco...
Está claro que, para nombrar,
a veces no hay nada mejor que echar mano
de analogías y metonimias. Los
niños lo hacen con una audacia
involuntaria que puede resultar muy expresiva.
En una ocasión, a sus dos años,
Diego se dio un golpe terrible en la frente,
justo en el entrecejo, y lo llevamos corriendo
al hospital. En la sala de espera del
servicio de urgencias, repleta de dolientes
cariacontecidos y dominada por un silencio
denso y pesaroso, poco menos que fúnebre,
sólo se oía la voz tierna
del niño, que se lamentaba a grito
pelado: ¡Me duele aquíiii!
¡¡¡Aquí..., me
duele aquíiii!!!. Y llevándose
la mano a la frente, como quien inicia
la señal de la cruz (la guardería
donde pasaba todas las mañanas
estaba en un convento de monjas), continuó
su letanía para ponerle nombre
al sitio de la pupa: ¡Me duele
aquíiii! ¡¡¡Aquíiii...:
en el nombre del Padre...!!!.
A quienes hayan convivido con un niño
no les faltarán anécdotas
como éstas, sobre su forma de hablar.
Yo suelo contar una que sucedió
en la época en que la URSS se estaba
desintegrando, y que muestra cómo
funcionan la imaginación y la lógica
infantiles (¿no parecen ser lo
mismo, algunas veces?) y cómo los
niños utilizan la lengua, cómo
su capacidad verbal está al servicio
de su fantasía.
Por entonces, me gustaba enseñarle
a Javi, que tenía cinco o seis
años, las capitales de algunos
países, para que ejercitara la
memoria y aprendiera geografía.
Normalmente le decía el nombre
de un país para que él respondiera
con el de su capital, pero una tarde decidí
probar al revés: yo le daría
nombres de capitales para que él
identificara los países correspondientes:
¿Roma?, preguntaba
yo, y él respondía: Italia.
Así procedía el juego (¿París?:
Francia. ¿Lisboa?:
Portugal), cuando decidí
complicarlo un poco alejándome
más de España: ¿Estocolmo?:
Mmm... Suecia. Pero llegué
a Moscú, y la respuesta pareció
costarle más trabajo:
- Eeee..., esto..., las... ¿cómo
era...?, las soviéticas..., ¡¡las
islas soviéticas!! contestó.
Me hizo gracia y le pedí una explicación:
¿Cómo que las islas
soviéticas? No, no: son las repúblicas
soviéticas. Javi reaccionó
rápidamente:
- Sí, pero... ¿no se han
separado?
Comprendí que había interpretado
de una manera muy plástica lo que
por esos días habría estado
oyendo en la televisión o en las
conversaciones de los mayores. Para su
imaginación infantil, si las tales
repúblicas se habían separado,
sin duda el mar habría penetrado
entre ellas, y ahora debían de
constituir... eso, un archipiélago.
¿Qué actitudes adoptan
los padres ante el habla de sus hijos?
Cuando estos son muy pequeños,
muchos se ven obligados a improvisar técnicas
de lexicografía doméstica
para elaborar esos glosarios que han de
permitir descifrar los balbuceos de sus
retoños, y que tan útiles
les resultan a los abuelos cuando se avienen
a cuidarlos una noche o un fin de semana.
Hay quienes transigen con los errores
lingüísticos de los hijos,
en una actitud de permisividad absoluta,
y quienes incluso fomentan la pronunciación
incorrecta de los niños pequeños,
imitando su forma de hablar cuando se
dirigen a ellos, tal vez por creer que
así van a entenderles mejor: ¿Nene
guta papa? ¿Ti? ¿Nene quede
ma?. Frente a eso, es preferible
ofrecerles siempre un modelo de lengua
clara y correcta, y me temo que resulta
inevitable acabar ejerciendo de censor
(puesto,
no ponido,
comiste,
no comistes,
aguja,
no abuja),
según el modelo del viejo Appendix
Probi, ese texto entrañable
para latinistas y romanistas en el que
un gramático de hace unos quince
siglos corregía formas y pronunciaciones
del habla descuidada (speculum non
speclum, columna non colomna,
calida non calda). Y sin embargo...
Sin embargo, no lo puedo evitar: me gusta
que Sofía, a sus cuatro años,
diga biciclista
y no ciclista,
con lógica innegable; goistón,
en lugar de egoistón,
para calificar al hermano que le niega
sus juguetes; y calcuera
por cualquiera.
Sé que debo enmendarla, pero no
puedo dejar de disfrutar cuando, en vez
de higos
chumbos (los probó este
verano, en Mágala,
y no le gustaron), la oigo decir ¡higos
chungos!.
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